La mujer caminó en esa dirección y vio a Estela acurrucada en un rincón con las rodillas dobladas y se veía que tenía los ojos vacíos como una muñeca sin alma. Al recordar cómo solía recibirla con una dulce y brillante sonrisa, Roxana sintió un dolor en el pecho que la sofocaba. Esa mañana, Estela tomó la falda de la mujer con los ojos brillantes, pero descendió a un estado muy lamentable de forma inesperada. Roxana entró a hurtadillas a la habitación y se agachó junto a ella.
—Ela, estoy aquí —le dijo con una voz dulce y tranquila.
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