Capítulo 6 Su exesposa sigue viva
Mateo, que estaba custodiando sus maletas, notó su anormalidad. Agarró la muñeca de Vivi mientras los dos corrían hacia ella.
—Mami, ¿qué pasa? ¿Qué pasó?
—Q… ¿Qué?
Alexandra estaba hirviendo de rabia cuando de repente la voz de su hijo se coló en sus oídos. Bajó la cabeza para mirarlos parados a su lado.
«¡Oh no!, ¡¿cómo pude haberme olvidado de Mateo y Vivi?! No importa si ese desgraciado me atrapa, pero no puedo dejar que se entere de ellos. O perderé a mis preciosos bebés».
Finalmente, volvió en sí. Arrodillada frente a Mateo, ella lo agarró de los brazos y le explicó:
—Mati, escúchame ahora. No puedo llevarlos a Jetroina porque hay una emergencia que necesito atender. Llamaré a la Señora Fernández para que venga y los lleve de regreso. ¿Está bien?
Mateo se quedó en silencio por un momento.
Aunque estaba sorprendido por el repentino cambio de decisión de su madre, asintió con la cabeza al ver el pánico y el tinte de culpa en sus ojos.
—Está bien, mami. No te preocupes. Cuidaré bien de Vivi y me iré a casa con la Señora Fernández.
—Mati, eres un buen chico. Te dejaré todo a ti entonces. Ahora los llevaré al café de allí donde esperaran a la Señora Fernández.
Alexandra miró a su hijo pensativo con amor. Con el corazón apesadumbrado, lo tomó entre sus brazos.
De pie a su lado, Viviana también quería un abrazo.
—Mami, ¿por qué solo abrazas a Mateo? ¡Yo también quiero un abrazo!
—Oh, dejé a nuestra pequeña Vivi fuera. ¡Ven, déjame abrazarte!
Alexandra soltó una risa mientras abrazaba a su hija, que tenía un peluche en sus brazos. Poco después, los llevó al café cercano.
Diez minutos después, recibió una llamada del hospital.
—Doctora Nancy, ¿está trabajando? El Señor Jiménez la está esperando.
—Voy en camino— respondió impasible mientras salía del aeropuerto.
Luego se subió a su auto y se fue.
En realidad, no tenía miedo de enfrentarse a Sebastián ya que no le debía nada a ese hombre; no había hecho nada malo.
Sin embargo, ella lo evitó porque era reacia a verlo. Además, le preocupaba perder a Mateo y Vivi si él se enteraba de ellos.
Había viajado por todo el mundo para establecerse en Moranta. Estaba más allá de sus expectativas que él apareciera después de cinco años.
Dado que el asunto ya había llegado a un punto crítico, ella también podría verlo y lidiar con este asunto de una vez por todas.
De camino al hospital, recuperó la compostura habitual. No había ni rastro de emoción en su rostro.
Mientras tanto, Sebastián estaba jugando con una credencial de médico mientras esperaba en la oficina de Hernán.
«Nancy, ¿eh? Este nombre de hecho suena mejor que Alexandra». Además de volverse más valiente, esa mujer que se atrevió a fingir su muerte ante sus ojos también había adquirido un mejor gusto en los últimos cinco años. Miró fijamente la foto de la credencial con los ojos inyectados en sangre. Hernán preguntó con voz temblorosa:
—S… Señor Murillo, ¿está bien el Señor Heredia? La… Doctora Nancy está en... en camino para acá.
La expresión sombría en el rostro de Sebastián lo intimidó. Sentado cerca de ese hombre, el Director no pudo evitar sentirse sofocado por su aura intimidante.
Lucas no sabía cómo responder ya que no tenía idea de si Sebastián estaba bien. Todo lo que sabía era que después de que este se enteró de la muerte de esa mujer y la de los bebés, eligió en persona tres parcelas de entierro de la mejor ubicación en el cementerio y los enterró en su calidad de esposo y padre.
No solo eso, Sebastián nunca mencionó casarse con Sandra después de eso. Lucas tampoco estaba seguro de si Alexandra estaría bien. «Tal vez el Señor Heredia realmente mate a la Señora...». Se estremeció ante la idea.
Todos ellos esperaron tensos en la oficina durante unos cuarenta minutos. Por fin, escucharon el sonido de unos tacones que se acercaban a ellos.
—Señor Jiménez, soy yo, Nancy.
En un instante, su voz devolvió a los hombres a la realidad. Hernán nunca había sido tan ágil cuando se apresuró a abrir la puerta.
La rapidez del anciano Director dejó a Lucas sin palabras. Sentado en la mecedora negra, las pupilas de Sebastián se contrajeron en el momento en que escuchó su voz. Estaba apretando la credencial con tanta fuerza que se rompió en dos.
«¡Alexandra Gavira! ¡Por fin estás aquí!». De pie ante la puerta abierta, Alexandra miró hacia la oficina y de inmediato vio al hombre sentado en medio de la habitación.
Se veía igual que hace cinco años, con sus rasgos cincelados y cejas gruesas, una característica distintiva de un hombre maduro. Sus ojos oscuros estaban enrojecidos, pero la arrogancia en ellos era evidente. El hombre todavía estaba lleno de encanto, aunque habían pasado cinco años. Era una pena que ella ahora fuera inmune a su encanto.