Capítulo 8 El idiota
—¿Todavía crees que puedes salirte con la tuya? ¡Bien! ¡Llévensela! —rugió Sebastián de repente.
Un grupo de sus secuaces vestidos de negro apareció de la nada y agarró los brazos de Alexandra. Aturdida, ella le devolvió el golpe.
—¿A dónde crees que me llevas? Te advierto que ahora soy una ciudadana legal de Moranta. Llevarme a cualquier sitio contra mi voluntad es un secuestro; ¡es ilegal!
—¿Ilegal? —Se burló—. ¡Yo soy la ley aquí!
—¿A dónde me llevas? ¿Estás loco? Me querías de forma desesperada fuera de tu vida, pero ¿por qué me arrastras de vuelta ahora? ¿Estás tratando de lavar la sangre de tus manos? ¿O estás tratando de mostrar lo amante liberal que eres siendo polígamo? ¡Estás loco! Suéltame ahora mismo. —Sus gritos aún se oían desde la oficina del tercer piso, incluso cuando la arrastraban al primer piso.
Lucas se dio cuenta de que a su jefe le salió una vena en la esquina de la frente. «Ojalá estuviera en cualquier sitio menos aquí. Cuanto más lejos, mejor. Esto es aterrador».
La ex mujer de Sebastián era toda una fuerza a tener en cuenta. Si se atreviera a decir algo parecido a cualquiera de los Luján, ya la habrían despellejado viva. Sin embargo, Alexandra seguía siendo llevada contra su voluntad. El caótico hospital al final retomó su paz con su partida.
En un apartamento de lujo de la ciudad.
Guadalupe acababa de recoger a Mateo y a su hermana. Siguiendo las instrucciones de Alexandra, los llevó a su propio apartamento en lugar de enviarlos a casa.
—Mateo, Viviana, voy a salir un momento para abrir la tienda, ¿vale? Pueden ver la tele mientras me esperan. Compraré algo rico para que coman los dos cuando regrese.
—Sí, Señora Fernández. —Viviana, como la niña siempre hambrienta que era, aceptó al instante. Mateo también asintió, pero esperó a propósito que Guadalupe se marchara para dirigirse al teléfono de la casa. Viviana se tambaleó tras su hermano mientras abrazaba un peluche.
—Mati, ¿qué estás haciendo? —Agarró el teléfono y la miró.
—Estoy llamando a mamá para ver si está en el hospital.
—¿Eh? «¿Por qué no iba a estar mamá en el hospital? ¿No dijo que volvió al trabajo? La joven observó a Mateo. Después de un rato, se aburrió y se fue a ver dibujos animados. Después de lo que le pareció un millón de timbres, alguien del hospital al fin contestó la llamada.
—¿Hola?
—Hola. Me gustaría preguntar si la Doctora Nancy está hoy.
—La Doctora Nancy... Lo siento, no está aquí hoy. Si usted es uno de sus pacientes, puede reprogramar su cita con ella —dijo amable la enfermera, confirmando sus sospechas.
«¿Cómo es posible? Si mamá no iba al hospital, ¿dónde más podía estar?». Mateo no creía lo que decía la enfermera, pero sabía que era inútil seguir preguntándole. Así que colgó la llamada y bajó del taburete que había utilizado para alcanzar el teléfono, escondiéndose en el estudio de Guadalupe.
En pocos minutos, una pantalla de ordenador en el estudio se iluminó con varios ángulos de imágenes de cámaras de seguridad en directo del Hospital Claridad. Revisó las imágenes y enseguida encontró a su madre. Había atravesado los pasillos principales, había utilizado los ascensores y se encontraba en la puerta del despacho del director.
«Pero, ¿por qué estaba mamá siendo arrastrada por unos hombres de negro cuando salió del despacho del Señor Jacobo?». El joven enarcó las cejas.
Mientras tanto, en el Hotel Hilton, Alexandra no dejó de luchar ni un solo momento desde que salió del hospital. Sin embargo, por mucho que luchara, no era rival para los fornidos hombres de negro. Al final, todavía la llevaron a la suite del ático y la metieron dentro.
—¡Ríndete! Nunca te voy a diagnosticar. —Eso fue lo primero que salió de su boca cuando por fin la liberaron. En lugar de admirar el lujoso interior de la suite, se frotó las muñecas con hosquedad. Sebastián no le dijo nada. Desde el lado opuesto del ridículo salón tan grande, salió una pequeña figura.
—¿Estás en casa? Hoy cancelaron mi orientación en el jardín de niños porque llegaste treinta y ocho minutos tarde. —Era un niño que se parecía inquietantemente a Sebastián. Con una expresión estoica en su rostro infantil, su aura fría era un calco de la de este último. Lo más extraño era que incluso su forma de hablar sonaba justo igual que la del imbécil que acababa de secuestrarla. A Alexandra le robó la capacidad de pensar. Sebastián la ignoró y le dijo paciente a su hijo:
—He estado un poco ocupado esta mañana, así que hubo un ligero retraso. Te lo compensaré la próxima vez, ¿vale?
Juan le dirigió una mirada inexpresiva.
—¿Tú también violas siempre los términos cuando firmas de los contratos en el trabajo? —Mientras ambos adultos se quedaban sin palabras, uno por el enfado y el otro por pura impresión, la mirada de Juan se posó en Alexandra—. ¿Quién es ella?
De repente, el corazón se le subió a la garganta. Lo único que podía oír era la sangre que corría por sus oídos mientras todo su cuerpo temblaba.