Se sobresaltó un poco, ya que no esperaba que en verdad se estuviera duchando. Estaba envuelta en una toalla no muy grande que apenas le cubría los muslos. Aún tenía gotas de agua en su delicada clavícula, pero no podía continuar mirando hacia abajo. Las pupilas de Gabriel se contrajeron un poco, frunció los labios y no dijo nada. Elisa agarró con fuerza su toalla porque temía que se le cayera; tenía el ceño fruncido.
—¿Qué demonios quieres?
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