Capítulo 206 El precio de la provocación
El viaje de regreso transcurrió con calma.
Uno a uno, Enzo fue dejando a los antiguos compañeros en sus respectivos destinos.
Cuando Nicolás bajó, se apoyó en la ventana de la camioneta y le dirigió una sonrisa cómplice a Enzo.
—La próxima semana tenemos un reencuentro con los compañeros del instituto. —Comentó con tono despreocupado. —Deberías venir, y mejor aún si traes a tu esposa.
Amatista alzó una ceja, divertida.
—Oh, ¿así que ahora soy la atracción del evento?
Nicolás se encogió de hombros con una sonrisa.
—Definitivamente vas a causar sensación.
Enzo no respondió de inmediato, pero su mirada decía mucho.
No era un hombre que disfrutara de reuniones sociales innecesarias.
Pero sabía que Nicolás no se lo propondría si no creyera que valía la pena.
Así que asintió con calma.
—Lo pensaré.
—Hacelo. —Nicolás se despidió con un gesto y se alejó.
La última en bajar fue Sofía.
Cuando la camioneta se detuvo frente a su casa, ella los miró con una sonrisa suave.
—Gracias por el viaje, Enzo. —Dijo con tono amable.
Luego se giró hacia Amatista.
—Fue un gusto conocerte.
Amatista sonrió con cortesía.
—Igualmente.
Sofía mantuvo la sonrisa un segundo más antes de bajarse.
Y finalmente, el camino de regreso a la mansión quedó despejado.
Cuando llegaron, Enzo apagó el motor y bajó del auto.
Antes de que Amatista pudiera moverse, él abrió la puerta del copiloto y la miró con calma.
Pero ella ya conocía esa expresión.
Era una advertencia silenciosa.
Y antes de que pudiera reaccionar, Enzo la tomó en brazos con facilidad.
—Ahora vas a pagar por lo que hiciste. —Murmuró con voz baja y grave.
Amatista soltó una risa ligera, entre divertida y expectante.
—Está bien. —Aceptó con fingida inocencia. —Pero primero… quiero pagar el precio en la ducha.
Enzo no protestó.
Solo la sostuvo con más firmeza y avanzó con ella en brazos por los pasillos de la mansión.
Amatista no se quedó quieta.
Mientras subían las escaleras, deslizó sus labios por la mandíbula de Enzo, dejando besos lentos sobre su cuello y mejilla.
Su perfume, su calor, el roce de su boca en su piel… todo fue encendiendo una reacción inevitable en él.
Con un suspiro pesado, Enzo la sostuvo con más fuerza.
—Gatita… no empieces.
Pero ella ya había empezado.
Y no tenía intención de detenerse.
Sus dedos hábiles encontraron los primeros botones de su camisa y comenzaron a desabrocharlos, uno por uno, con una lentitud exasperante.
Enzo no se detuvo.
Solo se movió más rápido hasta llegar a la habitación, cerrando la puerta tras ellos.
El agua caliente caía en cascadas suaves, llenando la ducha de vapor y calor.
Amatista se apoyó contra la pared de mármol, con Enzo justo frente a ella.
Sus ojos tenían un brillo peligroso, pero no de desafío esta vez.
Era entrega.
Y Enzo la tomó como lo que era: suya.
Con movimientos seguros, la atrapó entre su cuerpo y la pared, inclinándose sobre ella.
Cada caricia, cada roce de sus labios y manos, fue marcado por su dominio absoluto.
No le dejó opción.
No la dejó tomar el control esta vez.
Amatista intentó desafiarlo, quiso marcar su propio ritmo… pero Enzo no lo permitió.
Le recordó, con cada movimiento preciso, cada palabra susurrada en su oído, cada beso profundo, quién tenía el poder esta vez.
Y cuando finalmente la hizo perderse en el placer, supo que la lección estaba más que aprendida.
El agua aún resbalaba por sus cuerpos cuando Enzo cargó a Amatista en brazos y la llevó hasta la cama.
Ella rió suavemente, con esa mezcla de diversión y deseo que siempre lo enloquecía.
Pero cuando su espalda tocó las sábanas y Enzo se posicionó sobre ella, su expresión cambió.
No era solo deseo lo que reflejaban sus ojos.
Era control.
Y eso la hizo contener la respiración por un instante.
—Quiero que te disculpes. —Murmuró Enzo, su voz grave y baja, recorriéndola con la mirada.
Amatista arqueó una ceja, divertida.
—¿Por qué exactamente?
Enzo inclinó el rostro, rozando sus labios con los suyos sin llegar a besarla.
—Por provocarme.
Ella soltó una risa ligera.
—No te provoqué. —Respondió con una inocencia falsa. —Solo marqué territorio.
Enzo entrecerró los ojos con una media sonrisa, claramente esperando esa respuesta.
Y entonces, sin previo aviso, intensificó sus movimientos.
La forma en la que la tocó, la besó, la dominó… la hizo olvidar momentáneamente cualquier palabra.
Pero antes de que perdiera el control, ella logró hablar.
—No sé de qué hablás. —Dijo con voz entrecortada.
Enzo la atrapó entre su cuerpo y la cama, sujetando su rostro con firmeza.
—Hablo de otra cosa, Gatita.
Amatista parpadeó, intentando enfocarse.
—No sé qué querés decir.
Él sonrió con calma.
—Mientras dormías… —Sus labios rozaron su mandíbula. —Me provocaste.
Ella soltó una carcajada suave.
—Estaba dormida.
Pero Enzo no tenía intenciones de dejarla salirse con la suya.
Intensificó aún más sus movimientos, atrapándola completamente bajo su dominio.
Y entonces un gemido escapó de sus labios antes de que pudiera evitarlo.
Enzo la miró con satisfacción oscura.
—¿Ahora sí te vas a disculpar? —Preguntó contra su oído.
Amatista apenas pudo mantener su mirada desafiante.
Pero sabía que había perdido.
Aún así, no le daría la victoria tan fácil.
—No. —Susurró con una sonrisa entrecortada. —Mi cuerpo, incluso dormido, sabe lo que quiere.
Deslizó sus uñas por la espalda de Enzo, atrayéndolo más a ella.
—Y lo que quiere… es ser tuya.
Enzo no necesitó escuchar nada más.
El aire en la habitación estaba impregnado de deseo, de necesidad, de la intensidad única que siempre los envolvía.
Enzo no tuvo piedad.
No cuando ella se lo entregaba todo sin reservas.
Cada movimiento, cada roce, cada palabra entrecortada los llevó al borde una y otra vez, hasta que finalmente se perdieron juntos en el clímax, aferrándose el uno al otro como si el mundo entero desapareciera a su alrededor.
La respiración agitada de ambos llenó la habitación.
Pero no hubo distancia entre ellos.
Ni siquiera cuando el frenesí cedió y sus cuerpos quedaron enredados en las sábanas.
Amatista se acomodó contra el pecho de Enzo, con la piel aún cálida por la intensidad del momento.
Él la rodeó con un brazo firme, acariciando su espalda con la yema de los dedos en un vaivén lento y reconfortante.
—Me gusta cuando me sostienes así. —Murmuró ella con voz suave, dibujando líneas invisibles en su abdomen.
Enzo sonrió contra su cabello, dejando un beso en su frente.
—Me gusta sostenerte así.
Amatista levantó la cabeza apenas para mirarlo.
—Entonces no me sueltes nunca.
Los ojos de Enzo brillaron con algo profundo, oscuro y posesivo.
—Nunca lo haré, Gatita.
Ella se inclinó para besarlo, pero no fue un beso urgente esta vez.
Fue un beso lento, pausado… de esos que se daban cuando la pasión se mezclaba con algo más fuerte.
Algo que nunca se decían en palabras, pero que estaba presente en cada toque, en cada mirada, en cada instante en el que simplemente… existían juntos.
El tiempo pasó sin prisa.
El tiempo parecía haberse detenido en la habitación.
Entre caricias, besos y miradas cargadas de entendimiento, no había prisa.
Pero entonces, Amatista levantó la cabeza, observando a Enzo con un brillo travieso en los ojos.
—Quiero mostrarte algo.
Antes de que él pudiera preguntarle qué era, se levantó de la cama, envolviendo su cuerpo en las sábanas con elegancia despreocupada.
Enzo la observó en silencio, disfrutando la imagen de su esposa caminando descalza por la habitación con su cabello revuelto y su piel aún marcada por sus caricias.
Ella se dirigió a su escritorio, donde había dejado su portafolio de diseños.
Con cuidado, sacó un par de hojas y regresó a la cama, sentándose a su lado.
—Mirá. —Le dijo, extendiéndole los papeles.
Enzo tomó los bocetos, analizándolos con atención.
Lo que vio era un diseño elegante y sofisticado, pero con una esencia única.
Los anillos tenían una estructura moderna con detalles sutiles, pero lo que más destacaba era la forma en la que ambos diseños se complementaban entre sí.
—Son los anillos de Mateo y Clara. —Explicó Amatista, acomodándose contra su brazo.
Enzo asintió con aprobación.
—Son perfectos.
Amatista sonrió, complacida con su reacción.
—Quise hacer algo que reflejara su relación. Dos piezas diferentes, pero hechas para encajar juntas.
Enzo la miró con una mezcla de admiración y orgullo.
—Lo lograste.
Ella soltó un suspiro satisfecho antes de recostarse contra su pecho.
—Ah, y hay algo más.
Enzo arqueó una ceja, esperando.
Amatista levantó la cabeza, encontrando su mirada.
—Mateo me pidió que seamos sus padrinos de boda.
Enzo no se sorprendió.
Sabía que Mateo y Clara se casarían y también que Amatista diseñaría los anillos.
Pero la petición de que fueran los padrinos le pareció lógica.
Después de todo, Mateo no solo era su socio, sino también uno de sus amigos más cercanos.
—¿Qué le dijiste? —Preguntó, aunque ya imaginaba la respuesta.
Amatista sonrió.
—Que yo aceptaba encantada. —Lo miró con una ceja levantada. —Y que si vos dudabas, yo te convencería.
Enzo soltó una risa baja.
—No necesito que me convenzas, Gatita. —Murmuró, deslizando una mano por su espalda. —Voy a hacerlo.
Amatista sonrió con satisfacción y se inclinó para besarlo suavemente.
—Sabía que lo harías, amor.
Amatista se acomodó más contra el pecho de Enzo, disfrutando del calor de su cuerpo y la tranquilidad que solo encontraba en su abrazo.
Él la sostuvo con naturalidad, como si fuera el único lugar donde ella debía estar.
Por un momento, ninguno habló.
Solo se quedaron así, entrelazados, compartiendo la intimidad de la noche.
Pero entonces, Amatista rompió el silencio con un susurro.
—Quiero que vayamos a la reunión con tus excompañeros.
Enzo frunció levemente el ceño, sorprendido.
No porque le molestara la idea, sino porque sabía que Amatista no era del tipo de persona que disfrutara de reuniones con extraños.
—¿Estás segura? —Preguntó, acariciándole la espalda con movimientos lentos.
Amatista asintió contra su pecho.
—Sí.
Hubo una pausa.
Y luego, ella levantó la mirada para encontrarse con sus ojos.
—Nunca tuve compañeros. —Dijo con suavidad.
Enzo la miró en silencio.
Sabía que su educación había sido diferente a la suya.
Mientras él había asistido a un instituto privado, rodeado de otros niños de su edad, ella había crecido en la mansión del campo, con tutores personales y pocos vínculos fuera de su familia y su círculo cercano.
No había tenido recreos, bromas entre compañeros ni travesuras en los pasillos de un colegio.
No había tenido amigos de la infancia que no fueran él.
Amatista esbozó una sonrisa ligera, pero en sus ojos había un destello de nostalgia.
—Quiero ver cómo era tu mundo.
Enzo deslizó una mano hasta su nuca y la acarició con ternura.
—Mi mundo siempre fuiste vos, Gatita.
Ella soltó una risa suave y lo miró con una mezcla de diversión y amor.
—Lo sé.
Se inclinó para besar su mandíbula y luego apoyó la frente contra la de él.
—Pero esta vez, quiero verlo desde otra perspectiva.
Enzo la observó un momento, analizando su expresión.
Y finalmente, asintió.
—Entonces iremos.
Amatista sonrió con satisfacción y se volvió a acurrucar en su pecho.
—Bien.
Y con esa promesa, la noche siguió su curso, envuelta en la calidez de su cercanía.
Justo cuando estaban a punto de dormirse, un suave llanto se filtró por los parlantes del monitor infantil.
Amatista se incorporó de inmediato.
Aún con el cuerpo relajado por el cansancio, se levantó rápidamente de la cama y tomó la camisa de Enzo, colocándosela antes de salir de la habitación.
Enzo la observó desde la cama, sin moverse.
Sabía que ella querría atender a los bebés primero.
Así que simplemente apoyó la cabeza en el respaldo, esperando.
Pero lo que no esperaba era la escena que vio cuando Amatista regresó.
Con esfuerzo, volvía a la habitación cargando a Renata y Abraham en brazos, ambos completamente despiertos y mirando todo con curiosidad.
Sus cabecitas se apoyaban en el pecho de su madre, los rizos oscuros despeinados y las manitos aferradas a ella con confianza.
Amatista sonrió con dulzura.
—Creo que es hora de una pijamada familiar.
Enzo soltó una carcajada baja.
La imagen no podía ser más perfecta.
Su esposa, con su camisa colgándole ligeramente de los hombros, descalza y con los dos pequeños en brazos.
Su familia.
Todo lo que alguna vez deseó sin atreverse a admitirlo.
—Gatita, entre esa vista y los niños en tus brazos, no sé si voy a poder resistirme a hacerte diez hijos más.
Amatista se rió divertida mientras se acercaba a la cama.
—Me conformo con estos dos por ahora.
Con cuidado, bajó a Renata, que apenas sus pies tocaron la cama, corrió tambaleándose hasta su padre.
Abraham hizo lo mismo un segundo después.
Enzo los atrapó a ambos con facilidad y los acomodó a su lado.
Amatista suspiró con ternura y se metió bajo las sábanas, acercándose a los tres.
Renata se acurrucó contra su pecho, mientras Abraham apoyaba su cabecita en el brazo de Enzo.
Todo estaba en su lugar.