Capítulo 51 La intensidad de la noche
La velada en el salón había llegado a su fin. Tras el inolvidable momento compartido en el piano, Amatista y Enzo decidieron que era hora de retirarse. Se despidieron de los presentes con la misma elegancia que los caracterizaba, pero no sin antes recibir miradas cargadas de curiosidad y envidia de algunos de los asistentes. Amatista tomó la mano de Enzo mientras se dirigían al estacionamiento, su sonrisa reflejando el bienestar que sentía estando a su lado.
El trayecto en el auto hacia la mansión Bourth estuvo lleno de pequeños gestos que solo fortalecían su conexión. Amatista, juguetona, comenzó a acariciar el brazo de Enzo mientras él conducía. Su mano, ligera y provocadora, recorría lentamente desde su muñeca hasta el hombro, deteniéndose ocasionalmente para presionar suavemente con las uñas.
—Gatita, si sigues así, vamos a terminar estacionados en cualquier lugar menos en la mansión —bromeó Enzo con un tono divertido, aunque sus labios formaban una sonrisa que delataba cuánto disfrutaba de sus caricias.
—Eso no sería tan malo, amor —respondió Amatista con picardía, inclinándose hacia él para dejar un beso en su mejilla.
Enzo soltó una risa breve y negó con la cabeza.
—Déjame concentrarme en llegar. Prometo que después tendrás toda mi atención.
La tranquilidad de la noche parecía haberse instalado en la mansión Bourth mientras Amatista y Enzo entraban a su habitación. La atmósfera se sentía más densa, cargada de algo intangible que ambos compartían con miradas llenas de intención. Amatista fue la primera en moverse, dirigiéndose al vestidor con pasos ligeros, mientras Enzo permanecía en la entrada observándola.
Desde el interior del vestidor, Amatista comenzó a quitarse los zapatos, sus movimientos tranquilos y despreocupados. El suave roce de los materiales parecía amplificar el silencio del espacio. Enzo no tardó en seguirla, deteniéndose en el umbral para observarla con atención, como si fuera incapaz de apartar la vista.
—¿Vienes a supervisar, amor? —preguntó Amatista con una sonrisa mientras se giraba hacia él.
—Algo así, gatita —respondió Enzo, su tono bajo y cargado de intención.
Se acercó con pasos firmes, su presencia llenando el vestidor. Sin decir una palabra más, colocó sus manos sobre sus hombros, sus dedos rozando su piel expuesta. Con movimientos calculados, bajó lentamente el cierre del vestido, dejando un rastro de besos en su cuello y hombros.
Amatista dejó escapar un leve suspiro, inclinando ligeramente la cabeza para darle más acceso.
—Enzo… —murmuró, su voz apenas un susurro.
—Shh, gatita. Solo déjame cuidarte —respondió, su voz ronca y cálida contra su oído.
El vestido cayó al suelo con un suave susurro, dejando a Amatista con solo su ropa interior. Enzo dejó que sus manos recorrieran sus curvas, deteniéndose para acariciar sus caderas. Su respiración era pesada, y los gemidos suaves de Amatista encendían aún más su deseo.
De un movimiento fluido, Enzo la alzó, sentándola sobre uno de los muebles del vestidor. Sus labios encontraron los de ella en un beso profundo y hambriento, mientras sus manos la sostenían firmemente por las caderas. Amatista respondió envolviendo sus piernas alrededor de su cintura, acercándolo aún más.
—Te necesito, amor… —susurró Amatista, su voz entrecortada por la intensidad del momento.
—Eres todo para mí, gatita —respondió Enzo antes de inclinarse para besar su cuello, dejando marcas suaves en su piel.
Con una mano, Enzo comenzó a desabrochar los botones de su camisa, mientras la otra se mantenía firmemente en la espalda de Amatista. Dejó caer la prenda al suelo, revelando su torso definido. Amatista deslizó sus manos por su pecho, trazando líneas invisibles con sus uñas mientras lo miraba con una mezcla de deseo y admiración.
Enzo no se detuvo ahí. Bajó sus manos para desabrochar su cinturón y luego el botón de sus pantalones, dejándolos caer junto con el resto de su ropa. Ahora, ambos estaban completamente expuestos, sus cuerpos unidos en una sincronía perfecta.
—Eres tan hermosa… —susurró Enzo mientras sus labios se movían desde el cuello hasta el pecho de Amatista, arrancándole gemidos suaves.
—Enzo… más… —murmuró ella, arqueando la espalda mientras sus manos se aferraban a sus hombros.
El ambiente del vestidor se llenó de suspiros y gemidos mientras se entregaban el uno al otro, el mueble crujía ligeramente bajo el peso de su pasión. Enzo acarició la espalda de Amatista con lentitud, sus dedos trazando patrones que parecían encender cada centímetro de su piel.
Tras un tiempo que parecía eterno, Enzo la cargó nuevamente, sus manos firmes en sus muslos mientras la sostenían con facilidad. Sus labios nunca se separaron mientras avanzaban hacia la cama, ambos completamente absorbidos el uno por el otro.
Amatista lo miró con una sonrisa juguetona mientras lo rodeaba con las piernas.
—Eres insaciable, amor.
—Solo contigo, gatita —respondió él, tumbándola suavemente sobre las sábanas.
Sus cuerpos se encontraron nuevamente en un vaivén de pasión y ternura. Amatista deslizó sus dedos por el cabello de Enzo, mientras sus labios se encontraban en besos que oscilaban entre la suavidad y la urgencia.
—Enzo… —susurró ella, su voz temblando ligeramente mientras él acariciaba cada rincón de su piel.
—Dime, gatita —respondió él, sus labios moviéndose por su cuello hasta llegar a su oído.
—No pares…
Y él no lo hizo. La noche avanzó mientras ambos se perdían en la intensidad de sus emociones, olvidando el mundo exterior y concentrándose únicamente en el amor y el deseo que los unía. En la mansión Bourth, el silencio de la noche era interrumpido solo por los ecos de su pasión, dejando claro que, en ese momento, no existía nada más importante que ellos dos.
El amanecer iluminaba suavemente la habitación principal de la mansión Bourth. Los rayos del sol se filtraban a través de las cortinas, tiñendo todo con un cálido resplandor. Amatista abrió los ojos lentamente, encontrando a Enzo recostado a su lado, observándola con una mezcla de ternura y admiración.
—¿Cuánto tiempo llevas mirándome? —preguntó con una sonrisa divertida mientras se acercaba a él.
—El suficiente para recordar que nunca me cansaré de hacerlo, gatita —respondió Enzo, levantando la mano para acariciar su cabello con suavidad.
Amatista rio, acomodándose más cerca.
—¿No tienes que trabajar hoy?
Enzo soltó un suspiro corto mientras continuaba acariciándole el cabello.
—Hoy vienen los Ruffo. Me quedaré a trabajar en la casa para recibirlos.
Amatista levantó una ceja, su tono juguetón.
—Podría ayudarte, amor. Ser tu secretaria no suena tan mal.
La risa de Enzo llenó la habitación, profunda y relajada.
—Si fueras mi secretaria, no podría concentrarme ni un segundo.
Amatista rio junto con él y lo miró con una mezcla de picardía y cariño.
—No sabes lo que te pierdes. Por cierto, te dejé toda la información del curso en tu escritorio.
—Lo vi, gatita —respondió con una sonrisa de complicidad mientras le daba un suave beso en la frente—. Haré que tengas todo lo necesario para empezar.
Tras unos minutos de risas y charla, ambos decidieron levantarse. Compartieron una ducha, donde las bromas y el roce constante de sus cuerpos crearon un ambiente de intimidad que hacía que cada momento pareciera especial. Una vez vestidos, bajaron juntos a desayunar.
Después del desayuno, Enzo se dirigió a su despacho. Roque llegó poco después, puntual y preparado.
—Roque, necesito que consigas todo lo que está en esta lista y pagues el curso que eligió Amatista —dijo Enzo mientras le entregaba las hojas que ella había dejado.
Roque las revisó con atención y luego sugirió, con tono práctico:
—Señor, sería bueno comprar una computadora para la señora Amatista. Así podrá trabajar sin necesidad de usar la suya.
Enzo se detuvo un momento y asintió.
—Buena idea, Roque. Encárgate de eso también.
—Enseguida, señor —respondió Roque con un ligero asentimiento antes de retirarse.
Mientras tanto, Amatista se había instalado en el jardín. Aunque el día era caluroso, una brisa ocasional aliviaba el calor. Con un libro en las manos, disfrutaba de la tranquilidad. Había decidido no comer galletitas debido a un leve malestar estomacal, pero eso no le impedía disfrutar de la calma de la mañana.
Por la tarde, Enzo optó por trabajar desde el jardín. Se instaló en una de las mesas bajo la sombra de un árbol, llevando consigo una pila de informes. Al notar su presencia, Amatista se unió a él, llevando su libro y una botella de agua. Se acomodó en uno de los asientos, colocando los pies sobre las piernas de Enzo mientras continuaba con su lectura.
—¿Así planeas trabajar, gatita? —bromeó Enzo mientras deslizaba una mano por sus piernas con suavidad.
—¿Te molesta, amor? —respondió ella con una sonrisa sin apartar la vista de su libro.
—Nunca —murmuró él, regresando a sus papeles.
El ambiente era relajado, casi idílico. La conexión entre ambos era evidente, incluso en los pequeños gestos. Enzo alternaba entre revisar documentos y acariciar distraídamente las piernas de Amatista, quien parecía completamente absorta en su lectura.
Poco después, Roque regresó al jardín.
—Señor, ya conseguí todo lo que me pidió. Dejé los materiales y la computadora en su habitación.
Enzo asintió, satisfecho.
—Bien hecho, Roque. Gracias.
Cuando Roque se retiró, Enzo giró hacia Amatista, que lo miraba con curiosidad.
—Gatita, Roque consiguió todo lo que pediste para el curso, además de una computadora nueva para ti.
Amatista cerró su libro, sus ojos brillando con gratitud y emoción.
—¿En serio? Gracias, amor.
—Fue idea de Roque lo de la computadora —admitió Enzo con una sonrisa leve.
Amatista se inclinó hacia él y le plantó un beso en la mejilla antes de volver a acomodarse en su silla.
—Igualmente, gracias.
La tarde transcurrió con tranquilidad hasta que Roque regresó para anunciar la llegada de Hugo Ruffo y su hija Martina.
—Señor, los Ruffo han llegado. Están en la entrada.
Enzo soltó un suspiro breve y se puso de pie, inclinándose para plantar un beso rápido en los labios de Amatista.
—Volveré enseguida, gatita.
—No tardes demasiado, amor —respondió ella con una sonrisa, volviendo a abrir su libro mientras lo veía alejarse hacia la casa con pasos firmes.
La llegada de los Ruffo marcaba el inicio de una reunión que prometía ser tensa, pero Enzo estaba preparado para lo que fuera necesario.
Enzo entró a su despacho con pasos firmes, encontrándose con Hugo y Martina Ruffo ya instalados. Hugo, un hombre en sus cincuentas, vestía un traje gris perfectamente planchado que intentaba reflejar una elegancia acorde a la ocasión, aunque su porte era más bien el de alguien acostumbrado a buscar ventajas en cada situación. Su rostro mostraba una sonrisa aparentemente amistosa, pero había algo en su mirada que resultaba oportunista.
Martina, por otro lado, tenía una presencia más llamativa. De una edad cercana a la de Enzo, vestía un conjunto elegante que resaltaba su figura, con un cabello oscuro cuidadosamente peinado y maquillaje que acentuaba sus facciones. Su actitud era serena, aunque sus ojos traicionaban un interés constante por todo lo que la rodeaba, como si evaluara cada detalle en busca de algo.
Enzo los saludó de manera cortés, aunque su expresión no ocultaba del todo el leve fastidio que sentía. Sabía que Hugo rara vez hacía algo sin un propósito claro, y el que vinieran a la mansión con tan poca información lo tenía en guardia.
—Hugo, Martina —comenzó, señalando los asientos frente a su escritorio—. Supongo que este encuentro tiene un propósito más allá de las formalidades.
Hugo soltó una risa baja, levantando una mano en un gesto despreocupado.
—Por supuesto, Enzo, pero primero, ¿qué tal si nos ponemos al día? Ha pasado tanto tiempo desde que mi familia y la tuya compartieron momentos. Romano, tu padre, era un hombre de gran visión, y siempre valoré nuestra relación...
Enzo lo escuchaba con paciencia medida, sus dedos tamborileando ligeramente sobre el escritorio.
—Sin duda, mi padre sabía cómo elegir a sus aliados —respondió con tono neutral, dejando claro que no estaba interesado en prolongar las charlas innecesarias.
Hugo continuó hablando, girando la conversación hacia recuerdos de la familia Bourth y anécdotas de tiempos pasados. Mientras hablaba, Enzo notaba cómo Martina lo observaba de manera sutil pero constante, como si estuviera intentando descifrarlo.
Finalmente, tras unos minutos de rodeos, Hugo se acomodó en su silla y soltó un suspiro.
—Enzo, la verdad es que he venido aquí porque hay algo importante que discutir. Sin embargo, creo que sería mejor dejarlo para la cena. Es un tema delicado, y me gustaría abordarlo con la calma que el momento requiere.
Los ojos de Enzo se estrecharon ligeramente, pero su rostro permaneció imperturbable.
—Si es algo tan importante, preferiría que lo hablaras ahora.
—Entiendo tu postura, pero confío en que sea mejor así —respondió Hugo con una sonrisa forzada—. Además, sería un honor pasar un poco más de tiempo en esta hermosa mansión. Si nos permites quedarnos, creo que la cena será el momento perfecto para discutir lo que nos trae aquí.
El irritante rodeo de Hugo hizo que Enzo apretara ligeramente la mandíbula antes de asentir con un leve movimiento de cabeza.
—Está bien. Les prepararé habitaciones para que se acomoden. Hablaremos durante la cena —respondió, su tono cortante dejando en claro que no tenía intención de prolongar más la conversación.
Se levantó de su asiento, indicando que la reunión había terminado por el momento. Hugo y Martina también se pusieron de pie, agradeciendo la hospitalidad.
—Agradezco mucho tu generosidad, Enzo. Prometo que no nos tomaremos demasiado tiempo —dijo Hugo con su sonrisa habitual.
Martina, quien había permanecido en silencio durante la mayor parte del encuentro, inclinó ligeramente la cabeza en señal de agradecimiento antes de seguir a su padre hacia las habitaciones que Roque había preparado para ellos.
Una vez instalados, Hugo y Martina informaron que saldrían por unas horas para hacer algunas visitas en la ciudad, pero prometieron regresar puntualmente para la cena.
Enzo los despidió con un leve asentimiento, viendo cómo desaparecían por la puerta principal. Una vez que quedaron solos, lanzó un suspiro bajo y cruzó los brazos.
—Gatita, esto será interesante... —murmuró para sí mismo antes de dirigirse al jardín, donde Amatista seguía leyendo bajo la sombra de un árbol, completamente ajena a las tensiones que se avecinaban.