Capítulo 85 El silencio en la mañana
La luz suave de la mañana se filtraba a través de las cortinas. Amatista despertó con su mente aún llena de ideas. La necesidad de dar forma a esos pensamientos la impulsó a levantarse con cautela, sin hacer ruido para no interrumpir el sueño de Enzo. Con delicadeza, se deslizó fuera de la cama y se vistió. No quería que su amor se despertara aún.
Se sentó en la pequeña mesa de trabajo que había dispuesto cerca de la ventana, donde la luz matutina le ofrecía la mejor vista para concentrarse. Su mente comenzó a volcar sus ideas sobre el papel.. Mientras trabajaba, sus ojos se deslizaban hacia la figura de él, que permanecía inmóvil sobre la cama, envuelto en la sábana. La visión de Enzo, con su cuerpo relajado en el descanso, era un recordatorio constante de que todo lo que hacía estaba, de alguna manera, ligado a él.
A medida que el tiempo pasaba, la habitación comenzó a llenarse de una luz más fuerte, anunciando que el día estaba avanzando. Fue entonces cuando Enzo comenzó a moverse en la cama, despertando lentamente. Amatista no hizo ningún gesto de sorpresa al ver que sus ojos se abrían y se fijaban en ella. Con una sonrisa suave, él se incorporó en la cama.
"¿Qué haces despierta tan temprano, gatita?", preguntó Enzo, su voz aún entrecortada por el sueño, pero con una suavidad que solo él podía ofrecer.
Amatista levantó la mirada hacia él, sin dejar de trabajar. "Quiero terminar el diseño para entregarlo más tarde", respondió, su tono calmado pero decidido. Con una leve sonrisa, le mostró el boceto del colgante, al que había añadido unos aros complementarios, buscando que el conjunto tuviera una armonía perfecta.
Enzo se acercó lentamente, observando el diseño con atención. La admiración en sus ojos era evidente. "Está muy bien, gatita. Eres increíble", le dijo, su tono cargado de satisfacción. Miró la hora, y luego levantó la vista hacia ella, como si un pensamiento lo hubiera atravesado. "Es hora del baño, ¿no crees?", añadió, sus ojos destellando con una mezcla de ternura y complicidad.
Amatista no necesitó que lo dijera dos veces. Era un ritual que ambos compartían, casi como un lenguaje secreto entre ellos. Se levantaron juntos, y el agua caliente del baño envolvió sus cuerpos mientras se sumergían en la intimidad del momento. No necesitaban palabras para comprenderse, solo el roce de las manos, el susurro de la respiración del otro, y la cercanía que les daba la sensación de estar en casa, juntos, sin nada que los separara. Un baño compartido, siempre, como si fuera una pequeña promesa de unión.
Después del baño, se vistieron rápidamente. Enzo tenía una agenda llena de reuniones, y Amatista, después de un día exigente, tomaba su clase, seguida de una sesión de ejercicio en el gimnasio. La rutina en el gimnasio era para ella una válvula de escape, una forma de mantener su cuerpo y mente en equilibrio. Enzo sabía que ese tiempo para ella era sagrado, pero también entendía que, al final del día, ella siempre volvería a él. Mientras tanto, él se sumergía en sus compromisos de negocios, tratando de coordinar la ampliación de sus proyectos con la misma eficacia con la que trataba a sus socios.
En el gimnasio, Amatista se entregaba a la rutina sin reservas. Comenzaba con una carrera ligera en la cinta, enfocándose en el ritmo de sus pasos y la sensación de su cuerpo en movimiento. Era un momento que no compartía con Enzo, y le gustaba esa pequeña independencia. A veces, durante su carrera, pensaba en todo lo que había dejado atrás, en el mundo exterior que sentía tan lejano, pero la sensación del sudor en su piel y el aire fresco que le acariciaba la cara la anclaba al presente. La rutina era una forma de liberar su mente. Después de correr, pasaba a una serie de ejercicios de pesas, concentrándose en tonificar sus músculos y mejorar su resistencia. No le gustaba sentirse vulnerable, y el gimnasio era su forma de combatir esa sensación. Cada levantamiento era un recordatorio de que podía sostenerse a sí misma, aunque su corazón siempre estuviera atado a Enzo.
Al regresar a la suite por la tarde, se encontró con una situación que ya había experimentado, pero que esta vez tenía una carga diferente. La misma pareja de días atrás estaba en el vestíbulo del hotel. La mujer la observó con una sonrisa que no llegó a ser amable, y sus palabras llegaron a los oídos de Amatista con una claridad perturbadora.
"Algunas solo pueden permitirse estar en lugares de lujo a cambio de algo", dijo la mujer, su tono cargado de juicio y desprecio. Amatista, al escuchar esas palabras, no dejó que el comentario la tocara. Sabía que había algo más profundo detrás de las críticas de esa pareja, pero no estaba dispuesta a permitir que las opiniones ajenas la afectaran.
La mujer, sin embargo, continuó. "Seguro que solo por estar con él puedes disfrutar de todo esto, ¿verdad?", comentó, señalando con un gesto hacia el lujo que rodeaba el hotel. Amatista no respondió, solo mantuvo la calma, observando al hombre, que miraba hacia ella con una mezcla de curiosidad y desdén.
Al llegar al ascensor, la mujer observó que Amatista marcaba el piso de una de las suites del hotel. El hombre, con una sonrisa burlona, comentó que conocía a uno de los dueños del hotel y que hablaría con él para "controlar mejor" a los huéspedes, insinuando que personas como ella deberían ser vigiladas. Amatista, sin inmutarse, decidió no perder el tiempo con sus insinuaciones. Se mantuvo firme, ignorando sus comentarios, y sin decir una palabra más, dejó que el ascensor subiera hasta su piso..
Cuando la pareja bajó y el ascensor continuó su ascenso, Amatista respiró profundamente. El peso de las palabras de la mujer había quedado atrás, y ahora solo quedaba el silencio de su entorno.
El ascensor llegó a su destino. La puerta se abrió y Amatista salió, caminando tranquila hacia la suite.
Después de un día agotador lleno de reuniones y conversaciones cargadas de tensión, Amatista y Enzo finalmente se encontraron en la quietud de la noche. Había algo en la atmósfera que les pedía escapar, romper con la rutina y ceder a un momento de desconexión. El día había sido largo, pero el horizonte prometía algo más ligero, algo que les permitiera relajarse y disfrutar de la compañía del otro sin pensar en lo que los rodeaba. Cuando el teléfono de Amatista sonó, la voz de Enzo en el otro lado fue como un respiro.
—Gatita, prepárate. Te espero en la puerta del hotel en veinte minutos. Vamos a un restaurante cercano. Me dijeron que la comida italiana es excelente y el vino… —Enzo dejó la frase en suspenso, seguro de que ella entendería a qué se refería.
Amatista sonrió al escuchar su voz. A pesar de lo agitado de su día, había algo reconfortante en escuchar esas palabras. Dejó que el teléfono se deslizara entre sus manos mientras pensaba en lo que iba a ponerse. No iba a ser una noche cualquiera, pero tampoco quería mostrar más de lo que ya había revelado. El vestido negro era simple, elegante. El tipo de prenda que le otorgaba un aire de sofisticación sin esfuerzo, con un escote discreto en la espalda que al mismo tiempo insinuaba. Se perfumó con su fragancia favorita, esa que sabía que a Enzo le encantaba, y recogió su cabello en un sencillo moño. La espera sería breve, pero necesitaba sentirse bien.
El eco de sus tacones resonaba por el pasillo del hotel mientras se dirigía hacia la puerta. Estaba lista para salir, y la noche parecía invitarla a relajarse, a desconectarse de los recuerdos y las preocupaciones. Mientras se recargaba en el marco de la puerta, su mirada recorrió el hall, y fue en ese instante cuando la vio. La pareja desagradable que había cruzado su camino por la mañana, esa misma pareja que no perdía oportunidad para hacer comentarios indebidos, se encontraba justo frente a ella, charlando con Javier, uno de los socios más cercanos a Enzo.
—Quizás deberíamos revisar mejor a los huéspedes, no vaya a ser que alguien venga a desprestigiar el lugar —sugirió la mujer de la pareja, su tono envenenado y cargado de desdén.
Javier, sin embargo, no prestó mucha atención a la sugerencia. Le dedicó una mirada rápida a Amatista, evaluándola con una indiferencia calculada. A pesar de que el hombre de la pareja era un amigo cercano suyo, la falta de respeto de sus palabras no merecía su respuesta.
—Claro, claro. No se preocupen —respondió Javier, cambiando rápidamente de tema. Su actitud calmada sugirió que no le gustaba perder el tiempo con trivialidades. Luego, les indicó que entraran a comer algo. La conversación, aunque cargada de tensión, se disipó de inmediato cuando Javier se dispuso a guiarlos al restaurante.
Amatista, ajena a la escena que se desarrollaba ante sus ojos, no podía perder tiempo con personas como esas. Estaba decidida a centrarse en lo que realmente importaba: Enzo. Pronto, vio la camioneta de Enzo acercarse, y al instante, su corazón dio un pequeño salto. La puerta se abrió, y él apareció frente a ella, con una sonrisa traviesa que siempre lograba hacerla sentir especial.
—Gatita —murmuró Enzo mientras la miraba de arriba a abajo, su tono bajo, suave—, qué hermosa estás.
Amatista se sintió acalorada por el cumplido, pero más que todo, por la forma en que sus palabras la tocaban. No hacía falta más para que ella se sintiera a gusto, a salvo, como si el resto del mundo no importara.
Ambos se acomodaron en la camioneta, y mientras Enzo conducía hacia el restaurante, la conversación fue ligera, tranquila. Los dos sabían que necesitaban desconectar, pero también sabían que la noche traía consigo un toque de diversión y complicidad. El restaurante era pequeño, con una decoración acogedora y un ambiente relajado. Se sentaron cerca de una ventana, desde donde podían ver la ciudad iluminada mientras disfrutaban de su cena.
La pasta fue deliciosa, y aunque ambos se sintieron inclinados a probar el vino del lugar, Enzo, al ser el conductor, sugirió llevar la botella para probarla más tarde, en la intimidad de la suite. No era la primera vez que hacían algo así; en muchas ocasiones, lo pequeño y privado les resultaba más atractivo que cualquier evento grandioso. Entre risas y charlas sobre trivialidades, el tiempo se les escapó sin que se dieran cuenta.
Cuando ya estaban listos para marcharse, un rostro familiar apareció en la puerta del restaurante. Gabriel, otro socio de Enzo, los observó desde su mesa. Desde su posición, pudo ver claramente a Enzo, pero no alcanzó a identificar a la mujer que lo acompañaba. No la conocía, y aunque algo en la manera en que Enzo la trataba le pareció peculiar, no se atrevió a hacer ninguna suposición. Gabriel los observó en silencio, con una expresión pensativa, pero Enzo, ajeno a su presencia, no se dio cuenta de que lo estaban mirando. Amatista, igualmente, no notó la mirada de Gabriel.
Gabriel sonrió sutilmente mientras veía cómo Enzo tomaba la mano de Amatista y se dirigían hacia la salida. No se atrevió a hacer un comentario y, sin que Enzo lo notara, se quedó observando hasta que ambos desaparecieron por la puerta del restaurante.
El regreso al hotel fue tranquilo. La camioneta avanzaba lentamente, y el sonido de la música de fondo en el vehículo era la única compañía mientras Amatista y Enzo compartían una conversación íntima sobre lo que habían visto, lo que habían hecho. Al llegar a la suite, Enzo no perdió tiempo y abrió la botella de vino, sirviendo un vaso para cada uno. Aunque Amatista nunca se consideró una amante del vino, había aprendido a apreciar sus matices, sobre todo porque sabía lo mucho que a Enzo le gustaba.
Mientras conversaban, las palabras se deslizaban suavemente entre ellos, pero a medida que el vino hacía su efecto, Amatista comenzó a sentirse ligeramente relajada, más ligera. La sensación del alcohol en su cuerpo le otorgaba una cierta calidez que no podía negar, pero también le hacía perder el control de sus pensamientos de una forma placentera.
Enzo, atento a cómo se sentía, le sugirió que descansara.
—Vamos a la cama, gatita —dijo con suavidad, quitándole los zapatos y la ropa para que pudiera estar más cómoda. La tapó con la manta, dándole un beso en la frente antes de levantarse para darse una ducha rápida.
El agua caliente del baño corría sobre el cuerpo de Enzo, relajándolo después de un día agitado. Aprovechaba esos momentos de soledad para ordenar sus pensamientos y liberar el cansancio acumulado. Al terminar, se envolvió en una toalla y salió del baño con el cabello aún húmedo, dispuesto a disfrutar de una noche tranquila junto a Amatista. Sin embargo, lo que vio lo tomó por sorpresa.
Amatista estaba sentada en la cama, con las piernas cruzadas y una expresión que mezclaba la tristeza y el desconcierto. Su cabello ligeramente despeinado y el rubor en sus mejillas, provocado tanto por el vino como por la calidez de la habitación, le daban un aire infantil y vulnerable. Llevaba puesta solo su ropa interior, tal como él la había dejado después de desvestirla y acomodarla en la cama. Sus ojos, brillantes y vidriosos, se levantaron hacia él cuando escuchó sus pasos.
—¿Qué pasa, gatita? —preguntó Enzo, acercándose con calma mientras se inclinaba un poco para mirarla mejor. La curiosidad se mezclaba con una pizca de preocupación.
Amatista lo miró fijamente por un momento, como si estuviera decidiendo si lo que veía era real o no. De repente, extendió los brazos hacia él, con un gesto que era una mezcla entre un abrazo desesperado y un intento de atrapar un oso de peluche.
—¡Amor! —exclamó, con una voz un poco más alta de lo normal. Enzo se rió por lo bajo, tomando sus manos antes de que se tambaleara y terminara de cara contra las almohadas. Pero ella se aferró a él como si su vida dependiera de ello.
—Gatita, ¿qué es todo este drama? —preguntó divertido, acariciando suavemente su mejilla.
—Pensé que te habías ido —confesó Amatista, su voz quebrándose por un instante, aunque inmediatamente se rió de manera nerviosa, como si el pensamiento fuera tan absurdo que la hacía dudar de sí misma—. Como cuando estábamos en la mansión, ¿recuerdas? —Continuó, con los ojos fijos en él, llenos de esa mezcla de tristeza y vino que solo ella podía llevar con tanta gracia—. Te ibas por días y yo... yo me quedaba sola. Y ahora, entraste al baño y... y pensé que... —Hizo una pausa, dejando que su cabeza cayera ligeramente hacia adelante, como si estuviera agotada por la intensidad de sus propias emociones.
Enzo soltó una carcajada suave, más divertido que preocupado. Su gatita, incluso en ese estado, lograba arrancarle una sonrisa. Se sentó junto a ella en la cama, envolviéndola con un brazo para sostenerla mejor.
—¿De verdad pensaste que iba a abandonarte por una ducha? —bromeó, levantándole el rostro con suavidad para mirarla a los ojos.
—¡Lo parecías! —protestó ella, inflando las mejillas como una niña enojada antes de dejarse caer contra su pecho, aferrándose a él como si estuviera salvándose de un naufragio—. Estaba aquí sola... sola y sin ti... y sin... sin el vino.
—Ah, entonces es el vino lo que realmente extrañabas —respondió Enzo con una sonrisa torcida, pasando una mano por su cabello para calmarla.
—No, amor... no es solo el vino —murmuró Amatista, aunque su tono dramático le arrancó otra risa a Enzo—. Es que tú me dejaste ahí, toda... toda tirada como un almohadón bonito.
—Un almohadón bonito, ¿eh? —repitió él, negando con la cabeza mientras la acomodaba mejor sobre sus piernas.
—Sí, pero no quiero ser un almohadón bonito —continuó Amatista con un puchero adorable—. Quiero ser tu almohadón favorito. Y no me dejes nunca, ¿ok? Prométemelo... prométemelo ahora mismo, o me pondré a llorar de verdad. —Lo miró con una intensidad que hizo que Enzo tuviera que morderse el labio para no estallar en carcajadas.
—Gatita, no voy a ningún lado, nunca. —Su tono fue sincero, aunque el brillo divertido en sus ojos traicionaba su esfuerzo por mantenerse serio. Se inclinó para besarle la frente, dejando que ella se relajara un poco en sus brazos—. Ahora, basta de tonterías. Estás borracha y cansada. Necesitas descansar.
—Pero me quitaste el vestido... —dijo de repente, mirándolo con acusación fingida.
—Claro que lo hice, estabas a punto de dormir con los tacones puestos también. ¿Te imaginas lo incómodo que sería eso? —respondió él, rodando los ojos.
—¿Entonces me desvestiste como si fuera una muñeca? —insistió Amatista, llevándose una mano al pecho como si estuviera profundamente ofendida, aunque la sonrisa que intentaba ocultar delataba que estaba jugando.
—Por supuesto, y lo haría otra vez. Ahora, ¿quieres dormir o quieres seguir inventando teorías sobre mi abandono? —replicó Enzo, alzando una ceja.
Amatista soltó una risita, dejando que su cuerpo se aflojara completamente en los brazos de Enzo.
—No te vayas, amor... nunca te vayas. —Susurró finalmente, apoyando su cabeza contra su pecho, con la voz ahora más suave y cargada de sueño.
—Nunca, gatita. Estoy aquí contigo, siempre. —Le aseguró, ajustándola entre sus brazos mientras la recostaba con cuidado en la cama una vez más.
La habitación quedó en silencio, excepto por la respiración tranquila de Amatista, que finalmente se dejó llevar por el sueño. Enzo se quedó a su lado, viéndola dormir, una sonrisa suave en su rostro mientras acariciaba su cabello con ternura.