Capítulo 23 Verdades a la luz: una noche en el club privado
La madrugada avanzaba lenta, dibujando un velo tenue sobre el club privado, un espacio que, aunque vacío de clientela ordinaria, estaba cargado de tensiones inusuales. Los relojes señalaban que pronto amanecería, pero para los hombres de negocios que habían clausurado el lugar esa noche, el tiempo parecía detenido. El eco de los pasos de Enzo resonaba con firmeza mientras ingresaba al recinto. En su rostro, una mezcla de hastío e irritación delataba su estado de ánimo. Detestaba los conflictos banales, y aún más cuando involucraban mujeres que, a su juicio, encarnaban la superficialidad y el caos.
Dentro del club, la escena no podía ser más contrastante. A un lado estaba Massimo, uno de los aliados más cercanos de Enzo, con la mejilla marcada por un hematoma reciente y la camisa desaliñada, evidenciando la intensidad de lo que había ocurrido. A su lado estaba Mateo, imperturbable y con una expresión que reflejaba tanto lealtad como confianza en su compañero. En el extremo opuesto, un hombre alto, corpulento y de cabello entrecano mal peinado, gritaba con tal vehemencia que las venas de su cuello parecían a punto de estallar. Ignacio Sool era conocido por su temperamento explosivo, y esa noche no era la excepción. Su figura barrigona se movía con nerviosismo mientras maldecía repetidamente a Massimo, lanzando acusaciones que no dejaban lugar a dudas de su postura.
En un rincón, Andrea, la causa de todo el alboroto, se aferraba al papel de víctima con una habilidad casi teatral. Su vestido, ahora arrugado, y sus mejillas ligeramente húmedas por lágrimas que parecían perfectamente calculadas, reforzaban la imagen de una mujer presuntamente ultrajada. Enzo dirigió una mirada breve hacia ella, notando de inmediato lo que otros hombres no podían percibir: la farsa tras su actitud. Para él, Andrea era el tipo de mujer que había aprendido a identificar y despreciar con los años, una que veía el mundo como un tablero donde los hombres eran piezas manipulables a su antojo.
Mateo fue el primero en romper el incómodo silencio que se había instalado tras la llegada de Enzo. Con palabras medidas, relató los hechos desde el principio. Según lo que Massimo había contado, Andrea había intentado seducirlo de manera insistente, y al ser rechazada, no tardó en invertir los papeles, acusándolo de haber querido aprovecharse de ella. Mateo, con su temple habitual, añadió que el club estaba lleno de cámaras de seguridad que seguramente tendrían la prueba definitiva de lo ocurrido. Sus palabras fueron un alivio para Massimo, que hasta ese momento había estado enfrentando solo las amenazas de Ignacio y los susurros acusatorios de Andrea.
Enzo, cruzándose de brazos, lanzó una mirada severa a Ignacio, cuya furia comenzaba a dar paso a la duda. “¿Pondrías en juego todo lo que tienes, incluyendo nuestras negociaciones, por la credibilidad de Andrea?” preguntó Enzo con voz firme, casi cortante. Ignacio, que había pasado años construyendo su posición junto a Enzo, retrocedió un paso, observando a la mujer con más detenimiento. Tras unos segundos de silencio, respondió tajantemente: “No.”
El giro en la conversación dejó a Andrea helada. Su expresión de victimismo comenzó a resquebrajarse, y la palidez tomó el lugar del maquillaje meticulosamente aplicado. Enzo repitió la pregunta, esta vez dirigiéndose a Massimo, que, sin titubear, negó estar dispuesto a arriesgar todo por una mentira tan evidente.
Enzo entonces dirigió su mirada a Mateo y le pidió que consiguiera las grabaciones del incidente. Antes de que este partiera, el líder se giró hacia Andrea con una advertencia fría como el hielo: “Si tu intención era provocar que dos hombres se enfrentaran por ti, olvídate de volver a poner un pie en este club, en ninguna fiesta, evento o siquiera en el campo de golf.” Las palabras de Enzo cayeron como un peso insoportable sobre Andrea, cuya actuación empezaba a desmoronarse rápidamente.
Mateo regresó pocos minutos después, sosteniendo un dispositivo que contenía la grabación. El video fue reproducido en una de las pantallas del club, y todos los presentes pudieron observar cómo Andrea se insinuaba repetidamente a Massimo, quien, visiblemente incómodo, la rechazaba con firmeza. La prueba era irrefutable. Enzo, visiblemente molesto, apagó el dispositivo y se dirigió a Ignacio con una mezcla de desdén y autoridad. “Dime, Ignacio, ¿cómo piensas remediar el daño que has causado al confiar ciegamente en alguien como ella?”
Ignacio se volvió hacia Andrea con una furia renovada, pero esta vez dirigida hacia ella. Con un movimiento de su mano, ordenó a sus hombres que se llevaran a la mujer, murmurando algo sobre que “aprendiera la lección.” Acto seguido, se disculpó con Massimo, Mateo y especialmente con Enzo, reconociendo el error de haber permitido que su juicio fuera nublado por palabras vacías. Para suavizar las tensiones, Ignacio ofreció invitarles unos tragos como muestra de arrepentimiento. Sin embargo, Enzo, lejos de sentirse complacido, dejó en claro su postura: “Si vuelvo a ser molestado por algo tan insignificante como esto, nuestras negociaciones se romperán de inmediato.” Aunque la amenaza parecía abarcar a todos, tanto Massimo como Mateo entendieron que iba dirigida exclusivamente a Ignacio.
Con el conflicto aparentemente resuelto, Enzo abandonó el club privado, pero su humor seguía teñido por la irritación. Cuando revisó la hora, se dio cuenta de que regresar a la mansión en el campo sería inútil, ya que tendría que volver a salir casi de inmediato. Decidió dirigirse a la mansión Bourth, una de las propiedades familiares más cercanas. En menos de treinta minutos ya estaba allí. Tras tomar un café en el comedor principal, subió a su habitación para darse un baño y cambiarse de ropa. El agua caliente, aunque reconfortante, no logró borrar el mal sabor de boca que la noche había dejado.
Cuando bajaba las escaleras para dirigirse a su despacho, se encontró con Alessandra, su hermana menor, quien sostenía un montón de papeles en la mano. “¿Podrías firmar estas autorizaciones para la escuela? Mamá olvidó hacerlo, y no quiero despertarla,” le pidió ella con tono apresurado. Enzo, aunque agotado, aceptó con un asentimiento y se dirigió al comedor para esperar a que Alessandra regresara con un bolígrafo.
Mientras estaba sentado, una figura apareció en lo alto de la escalera. Daphne, todavía con pijama y cabello despeinado, comenzó a bajar lentamente, adoptando una postura deliberadamente vulnerable. Enzo, que tenía un don para leer intenciones ocultas, captó de inmediato lo que intentaba hacer. Daphne saludó con una voz que pretendía sonar adormilada, pero Enzo no le dio el gusto de una respuesta amigable. “Te sugiero que no vuelvas a aparecer en el comedor de esta casa vestida así,” le advirtió con frialdad. “Aquí conviven más personas, y sería prudente que no olvides eso.”
Daphne, incómoda, asintió con una sonrisa forzada, pero Enzo no terminó allí. “Y recuerda el trato que hicimos. Cualquier incumplimiento, por mínimo que sea, romperá el contrato de inmediato.” Las palabras eran claras, pero Daphne, aunque aparentaba entender, estaba lejos de aceptar los límites que Enzo le imponía. Sin embargo, no tuvo oportunidad de replicar, ya que Alessandra regresó en ese momento con el bolígrafo, interrumpiendo la tensión en el ambiente.
Mientras firmaba los documentos de su hermana, Enzo no podía evitar sentir una creciente frustración. La noche había sido un recordatorio incómodo de las complicaciones innecesarias que ciertas personas podían traer a su vida. Pero, como siempre, Enzo tenía la capacidad de retomar el control, y estaba decidido a que nadie, ni siquiera alguien como Daphne o Andrea, volviera a ponerlo en una posición tan irritante.
Enzo, tras firmar los documentos de Alessandra, sacó su billetera y le extendió una generosa cantidad de dinero. “Para que te diviertas en tu excursión y no te falte nada,” dijo, esbozando una leve sonrisa mientras acariciaba el cabello de su hermana. Luego, inclinándose hacia ella, le dejó un beso en la frente. “Pásala bien, pero ten cuidado,” añadió con suavidad, mostrando un lado protector que pocos tenían el privilegio de ver. Alessandra asintió emocionada, abrazando el dinero como si ya estuviera disfrutando de la aventura. Enzo se incorporó, su expresión volvió a endurecerse, y sin decir más, se dirigió hacia el despacho, dejando atrás la mansión Bourth.
Cuando llegó a su oficina en el centro de la ciudad, el ambiente era tan sobrio y estructurado como siempre. Pasó la mañana atendiendo algunas reuniones menores con socios que, aunque no requerían decisiones importantes, servían para mantener las alianzas en equilibrio. A pesar de estar concentrado en su trabajo, su mente divagaba ocasionalmente hacia la mansión del campo y la sensación inquietante que había sentido al partir esa madrugada, dejando a Amatista dormida.
Mientras tanto, en la mansión del campo, Amatista estaba sentada en la cocina, absorta en sus pensamientos, mientras Rose charlaba animadamente.
“La cena romántica fue un éxito,” decía Rose, con los ojos brillantes y una sonrisa radiante. “Nicolás no dejó de alagarme toda la noche, dijo que nunca me había visto tan hermosa.” Rose reía con alegría mientras describía los detalles de la velada, pero notó que Amatista apenas le prestaba atención.
Los pensamientos de Amatista vagaban hacia la madrugada, recordando la partida repentina de Enzo. Ese pensamiento la perseguía, pero fue interrumpido por la voz de Rose.
“¿En qué piensas? Pareces en otro mundo,” preguntó con curiosidad. Amatista sacudió la cabeza para despejarse, pero antes de que pudiera responder, Rose cambió el tema.
“Estaba pensando en mi madre,” continuó Rose. “Siempre decían que éramos muy diferentes. Tanto, que muchos dudaban si éramos realmente parientes. Aunque creo que nos parecemos más de lo que la gente cree,” añadió con un dejo de melancolía. Rose, notando el silencio prolongado de Amatista, se atrevió a preguntar: “¿Y tu madre? ¿Se parecían ustedes?”
Amatista quedó pensativa unos segundos, y luego respondió con voz baja: “No lo recuerdo muy bien. Yo era solo una niña, tenía cuatro años cuando murió.” Su mirada se perdió por un instante, pero continuó: “Tengo una foto de ella en alguna parte, creo que en mi habitación. Espérame, la buscaré.”
Se levantó con calma y subió las escaleras hacia su cuarto. Allí, en una vieja caja de madera que guardaba en su armario, contenía sus recuerdos más preciados. Mientras revisaba el contenido, una carta doblada cayó al suelo. La recogió y la observó con atención. No la había abierto nunca. La caligrafía en el sobre le resultaba desconocida, pero algo en su interior le decía que pertenecía a su madre. Aunque no podía recordarlo con certeza, pues era muy pequeña cuando Isabel murió, el hallazgo le causó una extraña mezcla de intriga y temor. Tomó la carta junto con la foto y bajó a la cocina.
“Esta es mi madre, Isabel,” dijo al llegar, mostrando la foto a Rose con una sonrisa leve pero sincera. Rose tomó la foto con cuidado, observándola con detenimiento.
“¡Son iguales!” exclamó sorprendida. “La forma de tus ojos, tu sonrisa… es como si la estuviera viendo a ella, pero más joven.”
Amatista rio suavemente, un destello de orgullo y ternura iluminando su rostro. Tomó la foto de vuelta, la observó por un momento y pensó: “Mamá era una mujer muy hermosa.”
Después de guardar la foto en su bolsillo, se acercó a la mesa y dejó caer la carta frente a Rose. “También encontré esto,” dijo, mirando el sobre con cierta vacilación.
Rose arqueó las cejas, curiosa. “¿Qué es? ¿De quién es?”
“No lo sé,” admitió Amatista, cruzando los brazos sobre el pecho. “La caligrafía me resulta desconocida, pero creo que podría ser de mi madre. No la recuerdo mucho, pero... me lo dice una parte de mí.”
Rose inclinó la cabeza, observando el sobre con atención. “¿Y no la has abierto?”
Amatista negó con la cabeza. “Nunca lo hice. No sé si debería hacerlo ahora.”
Ambas permanecieron en silencio por un momento, mirando la carta como si fuese un portal a otro tiempo, cargado de secretos y recuerdos olvidados. “Tal vez sea el momento,” sugirió Rose suavemente.
Amatista asintió apenas, aún indecisa, pero tomó la carta entre sus manos. Aunque no la abrió de inmediato, se quedó contemplándola, sabiendo que lo que guardaba podía cambiar todo lo que sabía sobre su madre... y sobre sí misma.