Capítulo 90 El compromiso silencioso
El amanecer llegó de manera tranquila a la suite del hotel. La luz suave del sol se filtraba a través de las cortinas, tiñendo la habitación de un tono cálido y dorado. Enzo se encontraba recostado en la cama, mirando a Amatista mientras ella dormía plácidamente a su lado. Aunque la fiebre que había tenido la noche anterior parecía haberse desvanecido, su preocupación no desaparecía. La imagen de su esposa enferma aún persistía en su mente, como una sombra que no lograba disiparse por completo.
Sus ojos, atentos, recorrían su rostro delicado, observando cada respiración profunda y tranquila. Amatista había sido su obsesión durante años, y aunque había crecido en él una necesidad de protegerla, también había una ansiedad oculta en su pecho: el miedo a que algo, a pesar de todos sus esfuerzos, pudiera sucederle mientras él no estuviera cerca. Esa era la única debilidad que tenía Enzo, la única que permitía que su control sobre ella se desvaneciera, aunque solo fuera por un momento.
Amatista comenzó a moverse lentamente, despertando poco a poco, y una ligera sonrisa se dibujó en su rostro al ver la mirada de Enzo fija sobre ella. Sabía lo que él necesitaba, sin palabras, y también entendía que su bienestar era la única preocupación constante en la mente de Enzo.
—¿Cómo te sientes, gatita? —preguntó él, su voz suave pero llena de una profunda preocupación, como si quisiera asegurarse de que todo estuviera bien.
Amatista le respondió con una sonrisa tranquila, aunque su cuerpo aún sentía los efectos de la fiebre que había arrasado con ella la noche anterior. Pero no quería preocupar a Enzo, y si bien sabía que no podía mentirle por completo, tampoco quería que él se quedara intranquilo. Sabía que, a su lado, él siempre temía perder el control.
—Estoy bien, amor —dijo, tratando de transmitirle calma, acariciando su brazo en un gesto afectuoso.
Enzo la miró unos segundos más, como si buscara alguna señal de que no todo estaba bien. Sus ojos oscuros recorrían su figura con atención, pero al no detectar nada fuera de lugar, su rostro se relajó. Aun así, la inquietud seguía presente, como un eco silencioso que no lograba desaparecer por completo.
—Voy a la reunión —dijo Enzo finalmente, sus palabras firmes y decididas—. Me gustaría que me acompañaras. No quiero quedarme tranquilo dejándote sola.
Amatista asintió sin dudar, comprendiendo perfectamente las razones de Enzo. Sabía que la preocupación que él sentía por ella era algo constante, una necesidad de mantenerla cerca. Aunque a veces se sentía sobreprotegida, entendía que no podía hacer nada al respecto. Enzo era así: un hombre con un control absoluto sobre todo a su alrededor, incluso sobre ella. Sin embargo, en el fondo, Amatista sabía que no podría vivir sin él, ni siquiera si quisiera.
—Lo que necesites, amor —respondió, sonriendo débilmente.
Ambos se levantaron de la cama con agilidad. Enzo la observaba en silencio mientras ella se dirigía al baño, un espacio en el que compartían más que solo el cuidado personal. Se desnudaron y se metieron bajo el chorro de agua cálida, el vapor llenando la habitación mientras sus cuerpos se frotaban con suavidad. La ducha, para ambos, era más que una rutina: era un momento íntimo de conexión en el que las palabras sobraban y el tacto lo decía todo.
Cuando salieron, ambos se vistieron con rapidez, el silencio solo interrumpido por el suave sonido de la tela rozando la piel. Amatista se ajustó una blusa sencilla y unos pantalones cómodos, consciente de que la ocasión no requería nada elaborado, especialmente cuando iba a acompañar a Enzo a una reunión de negocios. No era momento de vestirse de manera llamativa, aunque las ropas que Enzo elegía para ella siempre la hacían sentirse especial.
El ascensor llegó con un suave tintineo, y al entrar, Amatista miró a Enzo con una ligera sonrisa.
—Hay una pastelería cerca que tiene unas galletitas muy ricas —dijo ella, como si estuviera buscando algo en lo que distraer su mente, mientras sus ojos se encontraban con los de él—. Quiero ir a comprar algunas y luego me uno a la sala de reuniones.
Enzo la miró, pero en lugar de rechazar la propuesta como habría hecho en otras circunstancias, su rostro se suavizó. La animación en la voz de Amatista, la manera en que sus ojos brillaban mientras hablaba de algo tan simple, le indicó que estaba bien, que su ánimo no había decaído. La enfermedad parecía haber quedado atrás, y esa energía tranquila pero reconfortante le transmitió una sensación de alivio.
—Está bien, gatita —respondió con una sonrisa pequeña, pero genuina—. Pero no tardes mucho. No me gusta que te quedes sola.
Amatista asintió y, al llegar al piso de la reunión, le dio un rápido beso en la mejilla, ese beso que siempre lo tranquilizaba. Él la miró con ternura antes de salir del ascensor, sabiendo que se quedaría un momento más.
Amatista, por su parte, siguió su camino. Mientras el ascensor descendía, el bullicio de la recepción le pareció lejano, como si estuviera en un espacio separado de todo lo demás. Los minutos en los que caminaba hacia la pastelería se sentían suyos, solo suyos. La pequeña parada en el camino a la reunión no era solo un capricho; era su manera de encontrar un poco de independencia en medio del control que siempre lo rodeaba.
Enzo había permitido que ella fuera a comprar las galletitas sin insistir, como si le estuviera dando la libertad que tanto necesitaba en esos momentos. En su mente, el temor de que ella estuviera sola seguía presente, pero se mantenía en silencio, porque en el fondo sabía que ella era capaz de cuidar de sí misma, aunque no dejara de depender de él.
Cuando Amatista llegó a la pastelería, el cálido aroma a galletas recién horneadas la envolvió de inmediato. Sonrió para sí misma mientras escogía las que más le gustaban, ese pequeño gesto de normalidad en medio del caos que a veces era su vida. Aunque las galletitas no fueran un gran lujo, ese simple momento de paz la reconfortaba más de lo que imaginaba.
Enzo llegó a la sala de reuniones, saludando con un breve asentimiento de cabeza a los socios presentes antes de acomodarse en su lugar en la cabecera de la mesa. El ambiente estaba cargado de expectación, como siempre que las decisiones importantes estaban por tomarse. Los ojos de todos los presentes seguían a Enzo con atención, esperando que él abriera la reunión.
Se sentó con su habitual postura recta, su mirada fija y segura, como si no hubiera nada que pudiera desestabilizarlo. Sin perder tiempo, miró a los presentes y, sin más preámbulos, comentó:
—Mi esposa se unirá a nosotros en breve.
Un murmullo recorrió la sala. Algunos de los socios, como Pablo y Javier, intercambiaron miradas sorprendidas. La noticia no solo los tomó por sorpresa, sino que generó confusión. Nadie, al menos no de forma abierta, sabía que Enzo estaba casado. Siempre había sido tan reservado, tan impenetrable, que la idea de verlo en una relación estable parecía fuera de lugar.
—¿Casado? —preguntó Pablo, casi sin querer, con una expresión entre sorpresa y curiosidad, mirando a Javier para confirmar si había entendido bien.
—¿Tu esposa? —repitió Javier, sin ocultar su incredulidad. Aunque había trabajado con Enzo durante años, nunca antes había oído hablar de una mujer en su vida.
Enzo, sin perder la compostura, respondió de manera directa y firme:
—Sí, estoy casado.
El tono de su voz era claro y definitivo, sin espacio para dudas. La afirmación dejó a todos en la sala algo desconcertados. Algunos no sabían cómo reaccionar, mientras que otros, como Leticia y Kaila, intentaban disimular sus emociones.
Leticia, que durante los últimos días había intentado acercarse a Enzo de manera sutil, lanzaba miradas rápidas hacia él. Sabía que Enzo no era de los que se dejaban atrapar fácilmente, pero su ego no le permitía aceptar que, en ese preciso momento, otra mujer había ganado su interés. Aún más, la idea de que estuviera casado era una bofetada directa a sus esperanzas de que algún día pudieran ser algo más.
—¿Tu esposa? —repitió Leticia, ahora con una sonrisa forzada que apenas disimulaba su desconcierto y malestar. Intentó mantener su tono neutral, pero su voz delataba su incomodidad. —No sabía que... bueno, no sabía nada sobre tu vida personal, Enzo.
Kaila, por su parte, no podía ocultar su malestar. Durante días había intentado seducir a Enzo, siempre envenenando sus conversaciones con insinuaciones, pero ahora se encontraba ante la cruda realidad. Enzo ya no estaba disponible, y la posibilidad de que él hubiera elegido a alguien más la enfurecía. Su rostro, antes lleno de coquetería, se había tornado más serio, incluso algo tenso.
—¿Casado? —murmuró Kaila, con una expresión que oscilaba entre la sorpresa y la molestia. Su mirada estaba fija en Enzo, pero no podía evitar sentir que todo lo que había intentado construir se desmoronaba frente a sus ojos.
Enzo, completamente ajeno a los pensamientos de Kaila y Leticia, continuó con la reunión con la misma calma. Su tono no había cambiado, su autoridad seguía intacta. Dejó claro que no había lugar para distracciones.
—Sí, estoy casado. —La firmeza en su voz dejaba claro que no aceptaría más preguntas al respecto. —Ahora, empecemos con la reunión.
El ambiente en la sala se volvió más denso. Los socios, aunque sorprendidos, sabían que había un tema más importante en la mesa.
Amatista entró a la sala de reuniones con su paso ligero, su presencia cálida contrastando con la seriedad del entorno. En su mano derecha llevaba la bolsa de galletitas y el café que había comprado para Enzo, mientras que con la otra, sostenía algo que no era tan fácil de ocultar: un pequeño cachorrito que miraba alrededor con curiosidad.
Al verla entrar, Enzo levantó la vista, su expresión neutral, pero al notar el pequeño animal, frunció ligeramente el ceño.
—Gatita, ¿qué es eso? —preguntó, su voz suave pero con una clara señal de desconcierto.
Amatista, con su típica sonrisa que conseguía ablandar hasta al hombre más duro, levantó al perrito hacia él, dejando que se asomara con su pequeña carita.
—Lo encontré fuera, solo y triste. Me gustaría quedármelo... ¿Puedo? —preguntó, con una mezcla de dulzura y esperanza en sus ojos.
Enzo la observó un momento, su mirada profunda y calculadora, pero también cariñosa. Sabía que Amatista no le pedía nada que no pudiera darle, pero un perro en la casa no era algo que le entusiasmara, mucho menos cuando el cachorro parecía una nueva preocupación en su vida ya de por sí compleja.
—Tú puedes tener lo que quieras, gatita —respondió, dejando que sus palabras flotaran en el aire antes de que ella pudiera entusiasmarse demasiado—, pero no estoy seguro de que un perro sea lo que necesitamos ahora.
Amatista, sin perder su sonrisa, inclinó un poco la cabeza y miró al cachorro, luego de vuelta a Enzo. Sabía que esa respuesta no significaba un no definitivo. Enzo podía ser inflexible a veces, pero también la quería complacida.
—¿Por qué no? —dijo, su tono juguetón mientras acariciaba la cabeza del pequeño perrito. —Es tan lindo, ¿no?
Enzo suspiró con ligera exasperación, pero finalmente cedió.
—Está bien, lo pensaré. —Hizo una pausa, mirando al empleado que había estado esperando en la puerta, observando la escena. —Llévatelo al centro para que le den un baño y las vacunas necesarias. Asegúrate de que lo cuiden bien.
Amatista se mostró encantada, aunque no dijo nada más. Sabía que Enzo, aunque no lo dijera abiertamente, aceptaba que el cachorro se quedara. El empleado, tras una breve inclinación de cabeza, tomó al perrito y lo llevó de la sala, dejando a los dos con una atmósfera más ligera, aunque los socios observaban el pequeño incidente con una mezcla de curiosidad y diversión.
—Gracias, Enzo —dijo Amatista, agradecida. Luego miró al perro alejarse, como si ya estuviera pensando en el nombre que le pondría. —Ahora, necesitamos pensar en un nombre para él.
Enzo asintió distraído, todavía procesando todo lo que había sucedido en los últimos minutos. Volvió a centrarse en la reunión, pero no sin darle una última mirada al cachorro que salía por la puerta.
—Claro, lo que tú quieras, gatita —respondió, un tono de cariño suavizando su usual dureza.
Después de que el empleado se fue, Enzo retomó la conversación con sus socios, pero antes de que pudiera hablar, miró a Amatista y, con una leve sonrisa, la presentó formalmente.
—Esta es mi esposa, Amatista —dijo, su voz firme y autoritaria, pero con un toque suave cuando miró a la mujer que ocupaba su lado. Los socios intercambiaron miradas, algunos sorprendidos, otros más discretos, pero todos sabían que Enzo jamás había mostrado tanta apertura hacia alguien.
Amatista, sonriendo con dulzura, hizo una ligera inclinación de cabeza en señal de saludo a los presentes. Luego, sin dejar de sonreír, se dirigió al baño de la sala para lavarse las manos, como si todo fuera parte de su rutina. Al regresar, se sentó junto a Enzo, quien ya había comenzado a hablar de los próximos temas de la reunión, pero su presencia, tranquila y segura, alteraba el aire de la sala.
Los socios se acomodaron, algunos aún algo desconcertados por la pequeña escena, mientras la reunión continuaba. Enzo parecía menos rígido, algo suavizado por la presencia de su esposa, y aunque el ambiente seguía siendo profesional, ahora había un toque de calidez que nunca antes había estado presente.