Capítulo 195 La celebración comienza
El tiempo había pasado más rápido de lo que cualquiera de los dos imaginó. Un año desde que habían regresado a la mansión Bourth, un año desde que Amatista y Enzo finalmente se permitieron estar juntos sin más barreras.
Los gemelos, Renata y Abraham, ya no eran esos bebés diminutos que dormían tranquilos en sus cunas. Ahora eran niños inquietos, llenos de energía, que recorrían la casa con risas y pequeños pasitos inseguros, mientras Amatista y Enzo intentaban equilibrar su vida entre el trabajo y la familia.
Esa tarde, estaban en medio de una de las decisiones más importantes: encontrar a la persona adecuada que los ayudaría con el cuidado de los niños. Mariel, la cocinera, siempre había sido un apoyo invaluable, pero con los gemelos cada vez más activos, era necesario alguien más para asistirla.
Varias mujeres habían pasado por la sala principal de la mansión en las últimas horas. Algunas demasiado estrictas, otras demasiado torpes, y unas cuantas que simplemente no convencieron ni a Amatista ni a Enzo.
—Definitivamente, esta no —dijo Amatista tras despedir a una de las candidatas.
—Ni hablar —coincidió Enzo, pasándose una mano por el cabello.
Amatista suspiró y se dejó caer en uno de los sillones, agotada.
—Tomemos un descanso antes de seguir.
—Buena idea, Gatita —
respondió Enzo, dándole la razón.
Fueron a la terraza, donde la brisa fresca del atardecer les ofreció un respiro después de tantas entrevistas. Mariel, siempre atenta, les llevó algo fresco para beber.
Amatista tomó un sorbo de su jugo mientras apoyaba el codo sobre la mesa. Enzo, sin decir nada, dejó la vista fija en su mano.
Ese anillo.
Un anillo lujoso, digno de la familia Bourth. Un diseño exclusivo, con un diamante impecable engarzado en platino, acompañado de pequeñas incrustaciones de zafiros que le daban un brillo distinguido. Enzo lo había elegido personalmente, asegurándose de que no solo fuera una joya, sino una marca de su poder y compromiso.
Suspiró y apoyó la espalda en la silla antes de murmurar con un dejo de diversión en la voz:
—En dos días será nuestro aniversario.
Amatista, que seguía bebiendo su jugo, se rió y dejó el vaso en la mesa.
—Sí… ya llevamos ocho meses casados.
Enzo la observó con una sonrisa de lado.
—¿Te das cuenta de que estarás ocupada con esas reuniones de Lune?
Amatista asintió, moviendo los dedos contra el borde de su vaso. Su empresa de joyería se encontraba en plena expansión, y la fusión con un nuevo socio significaba que el trabajo sería más intenso, aunque también mejor distribuido.
—Sí, conoceré al nuevo equipo en unos días —comentó—. Pero no significa que no podamos celebrar.
Enzo la miró con interés.
—Entonces, ¿qué te parece si lo hacemos esta noche?
Amatista inclinó la cabeza, analizándolo con una pequeña sonrisa.
—Me parece bien… ¿qué tal un restaurante italiano?
—Podemos ir al del centro de la ciudad —sugirió Enzo.
Amatista se rió y apoyó el mentón en su mano, mirándolo con diversión.
—Y después podemos ir al hotel que está a dos cuadras… —murmuró con un tono coqueto.
Los ojos de Enzo se oscurecieron ligeramente mientras su sonrisa se volvía más marcada.
—Gatita, esa idea me encanta.
Amatista tomó otro sorbo de su jugo antes de mirarlo de reojo y añadir con naturalidad:
—Entonces, encárgate de comprar protección.
Enzo dejó escapar una risa baja y llena de intención.
—No te preocupes por eso. Estaré más que listo… espero que vos también lo estés.
Amatista sonrió y jugueteó con su anillo antes de contestar con un simple:
—Siempre.
La tensión entre ellos era evidente, pero antes de que pudieran seguir provocándose, Mariel se asomó por la puerta.
—Señor Bourth, señora Amatista, la siguiente candidata está lista.
Ambos se pusieron de pie de inmediato y regresaron a la sala principal.
La tarde continuó con más entrevistas, cada una más frustrante que la anterior. Sin embargo, cuando ya estaban por darse por vencidos, apareció la última candidata.
Esther.
Una joven humilde, de voz suave y modales delicados, que desde el primer momento mostró una actitud dulce y tranquila. No solo se veía confiable, sino que, al hablar de niños, su mirada brillaba con una calidez genuina.
—Tengo experiencia cuidando niños pequeños —les explicó—. Trabajé con una familia durante tres años hasta que se mudaron a otro país.
Amatista intercambió una mirada con Enzo.
—¿Y si pasamos al área de juegos? —propuso ella—. Me gustaría ver cómo interactúa con los gemelos.
Esther asintió con entusiasmo.
Mariel los llevó al área donde Renata y Abraham jugaban con algunos de sus juguetes favoritos. Apenas entraron, Esther se agachó con naturalidad y comenzó a hablarles con voz suave, sin forzar ningún contacto.
Los gemelos, lejos de mostrarse reacios, se acercaron a ella con curiosidad. Esther les sonrió y les enseñó uno de los juguetes con una paciencia natural. En pocos minutos, Abraham ya le había dado su peluche favorito y Renata le ofrecía su sonajero.
Amatista cruzó los brazos, observando la escena con satisfacción.
—Me gusta.
Enzo asintió, observando cómo los niños parecían aceptarla con facilidad.
—A mí también.
Cuando volvieron a la sala, Enzo se dirigió a la joven con seriedad.
—Bien, Esther. Si aceptás el trabajo, empezarías mañana.
Esther asintió rápidamente.
—Por supuesto, señor Bourth. No los decepcionaré.
Amatista le dedicó una sonrisa antes de añadir:
—Bienvenida a la familia Bourth.
Esther sonrió con gratitud y, tras despedirse, se retiró para organizar sus cosas antes de comenzar su nuevo trabajo.
Cuando se quedaron solos, Amatista estiró los brazos y suspiró.
—Bueno, ya tenemos niñera. Ahora podemos enfocarnos en lo importante…
Enzo la miró con diversión.
—¿Nuestra cena de aniversario?
Amatista sonrió, acercándose a él.
—Exacto.
Enzo pasó un brazo por su cintura y la atrajo con fuerza.
—Esta noche será especial, Gatita.
—Lo sé, amor… —susurró ella contra sus labios antes de besarlo suavemente.
La habitación estaba iluminada tenuemente por las luces cálidas, creando el ambiente perfecto para lo que vendría. Enzo y Amatista se encontraban en el baño, envueltos en el vapor del agua caliente que caía sobre sus cuerpos.
Amatista inclinó la cabeza hacia atrás, dejando que el agua deslizara por su piel mientras Enzo deslizaba sus manos por su espalda, recorriéndola con calma.
—Podríamos llegar tarde si seguimos así… —murmuró ella, sintiendo cómo su piel se erizaba bajo su toque.
Enzo sonrió contra su cuello, dejando un beso lento antes de susurrar:
—Podemos llegar tarde… o no ir.
Amatista rió suavemente y se giró para mirarlo a los ojos.
—No vamos a perdernos la cena, amor.
—Está bien, Gatita… —respondió con una sonrisa antes de robarle un último beso bajo el agua.
Salieron de la ducha y Amatista tomó una toalla para envolver su cuerpo antes de caminar hacia el tocador. En lugar de vestirse de inmediato, decidió primero peinarse y maquillarse con calma.
Enzo, por su parte, se puso un traje negro impecable que resaltaba aún más su porte imponente. Justo cuando estaba ajustándose las mangas, su teléfono sonó.
—Tengo que atender esto —le dijo a Amatista, acercándose para dejar un beso en su cabello—. Te espero abajo.
—Está bien —respondió ella sin apartar la vista de su reflejo en el espejo.
En cuanto Enzo salió de la habitación, una sonrisa traviesa se formó en sus labios.
Se dirigió rápidamente a su armario y buscó algo especial. Encontró lo que quería: un conjunto de lencería de encaje negro, delicado y provocador, justo lo que sabía que enloquecería a Enzo. Se lo puso con calma, disfrutando del roce de la tela sobre su piel, y luego se colocó un vestido negro con brillos, corto y de mangas largas, que abrazaba sus curvas a la perfección.
Para completar el look, se puso un collar y unos aros a juego, asegurándose de que cada detalle estuviera en su lugar antes de bajar.
Cuando entró en la sala, Enzo ya la esperaba. Su mirada se deslizó lentamente sobre ella, recorriéndola con una intensidad que hizo que la piel de Amatista se estremeciera.
—Estás hermosa, Gatita —murmuró, acercándose a ella con pasos controlados.
Amatista sonrió, sintiendo cómo su corazón latía un poco más rápido.
—Gracias, amor.
Enzo alzó una ceja y le tomó la mano con suavidad.
—No importa cuántos años pasen, siempre te verás increíblemente hermosa.
Las palabras la envolvieron con una calidez inesperada, haciéndola sentir completamente encantada. Estaba a punto de agradecerle, de dedicarle unas palabras llenas de amor, cuando sintió cómo Enzo dirigía su mano hacia su entrepierna.
Su boca se entreabrió con sorpresa y lo miró con un brillo divertido en los ojos.
—¿Qué estás haciendo?
Enzo se inclinó hasta que sus labios quedaron cerca de su oído, su voz ronca y llena de deseo.
—Solo quiero que sientas cuánto me ha gustado verte con ese vestido.
Amatista soltó una risa baja, sin apartarse.
—Creo que ya me di cuenta… y bastante.
Enzo sonrió con arrogancia, pero antes de que la tentación los desviara de sus planes, se separó lentamente.
—Vamos, Gatita. Nos espera nuestra cena.
Amatista suspiró con fingida resignación y lo siguió hacia la salida.
Ambos subieron a la camioneta y, con el deseo aún latente en sus cuerpos, emprendieron el camino hacia la celebración de su aniversario.
El restaurante italiano en el centro de la ciudad tenía un ambiente elegante, iluminado con luces tenues que reflejaban la calidez de la ocasión. La cena transcurría entre miradas cómplices y suaves roces de manos sobre la mesa.
Amatista degustaba un sorbo de vino cuando notó la forma en la que Enzo la observaba. No era solo deseo, sino algo más profundo, algo que la hizo sonreír con ternura.
—¿Qué pasa, amor? —preguntó, inclinando la cabeza.
Enzo dejó su copa en la mesa y entrelazó sus dedos con los de ella.
—Desde la primera vez que te vi, supe que pasaríamos la vida entera juntos.
Amatista parpadeó antes de soltar una risa suave.
—Amor, yo tenía dos años y vos cuatro… ¿cómo podías saber algo así?
Enzo esbozó una sonrisa de lado y se encogió de hombros con aire despreocupado.
—Reíte todo lo que quieras, Gatita. Pero yo ya lo sabía.
Amatista negó con la cabeza, aún divertida.
—Bueno, si te sirve de consuelo, siempre quise ser tu esposa.
Los ojos de Enzo brillaron con satisfacción.
—Lo sé. Siempre recuerdo aquella vez en la mansión del campo… cuando discutimos y me dijiste que soñabas con casarte conmigo y tener hijos.
Amatista se quedó en silencio un momento antes de sonreír con nostalgia.
—Sí, lo recuerdo. Pero también recuerdo que en esa misma pelea te dije que jamás tendría hijos con vos para criarlos en cautiverio.
Enzo desvió la mirada un instante, como si todavía pudiera sentir el impacto de esas palabras.
—Sí, Gatita. Lo recuerdo.
Amatista suspiró y le acarició la mano con suavidad.
—Sé que te lastimé mucho con eso.
Enzo sostuvo su mirada y, en lugar de negar su dolor, simplemente asintió con honestidad.
—Lo hiciste. Pero me lo merecía.
Hubo un momento de silencio entre ellos, un espacio cargado de entendimiento. Amatista podía ver el peso de los años en su mirada, pero también la certeza de que, a pesar de todo, estaban exactamente donde debían estar.
—Pero miranos ahora… —continuó Enzo, su tono bajo y profundo—. Lo mejor que me pasó en la vida fue conocerte. La segunda mejor cosa fue tener hijos con vos.
Amatista sintió que su corazón se encogía con ternura, pero él aún no había terminado.
—Y la tercera es tener el honor de decir que sos mi esposa y que puedo caminar a tu lado.
Las palabras la envolvieron por completo, robándole el aliento. Sintió un nudo en la garganta, pero en lugar de hablar, solo apretó su mano con fuerza, buscando transmitirle lo mucho que esas palabras significaban para ella.
—Te amo, amor… —susurró finalmente, con la voz temblorosa.
Enzo llevó su mano a sus labios y la besó con reverencia.
—Y yo a vos, Gatita.
No hacía falta más. Ambos sabían que el destino les pertenecía desde aquella primera vez, cuando eran solo dos niños que, sin entenderlo del todo, ya sabían que sus vidas siempre estarían entrelazadas.
La cena transcurrió con la misma calidez con la que había comenzado. Entre risas suaves y miradas que decían mucho más que las palabras, Amatista y Enzo disfrutaron cada bocado, cada instante juntos. No había prisa, pero ambos sabían que la verdadera celebración de su aniversario aún no había comenzado.
Cuando terminaron, Enzo pidió la cuenta sin apartar la mirada de ella. Amatista lo observó con una pequeña sonrisa, disfrutando de la forma en la que sus ojos la devoraban sin disimulo.
—Listo, Gatita —murmuró Enzo, dejando algunos billetes sobre la mesa antes de levantarse.
Amatista se puso de pie con gracia y, con su vestido negro ajustándose a cada movimiento, lo siguió fuera del restaurante.
Subieron a la camioneta y el trayecto hacia el hotel fue silencioso, pero no porque faltaran cosas que decir. Era esa clase de silencio que solo ocurría cuando la tensión hablaba por sí sola, cuando las promesas de la noche flotaban en el aire y la anticipación se volvía cada vez más palpable.
Enzo condujo con calma, aunque su mano libre permanecía sobre el muslo de Amatista, acariciándola lentamente.
Cuando llegaron al hotel, Enzo aparcó y bajó del vehículo con su típica seguridad, rodeando la camioneta para abrirle la puerta a Amatista.
—Vamos, Gatita.
Ella bajó con elegancia y le dedicó una sonrisa antes de entrelazar sus dedos con los de él mientras ingresaban al lobby del hotel.
No había necesidad de muchas palabras. Enzo simplemente se dirigió a la recepción y, con su tono firme y autoritario, pidió una de las mejores suites disponibles.
El recepcionista no tardó en entregarles la llave y, en cuanto subieron al ascensor, el ambiente entre ellos se volvió aún más denso.
Las puertas se cerraron y Enzo la miró fijamente, con esa intensidad oscura que siempre la desarmaba.
—¿Estás lista? —preguntó en un susurro.
Amatista esbozó una sonrisa traviesa y se acercó a él, sus labios rozando su mandíbula.
—Siempre.
El ascensor llegó a su destino con un leve sonido y ambos salieron, caminando hacia la suite con pasos controlados. En cuanto Enzo cerró la puerta detrás de ellos, el mundo exterior dejó de existir.
El penthouse era impecable, con ventanales enormes que mostraban la ciudad iluminada y un ambiente de lujo indiscutible. Pero ni Enzo ni Amatista estaban interesados en los detalles de la habitación.
Enzo avanzó hacia ella con calma depredadora, deslizando sus manos por su cintura mientras la hacía retroceder hasta que su espalda chocó contra la pared.
—Quiero ver lo que escondés debajo de ese vestido, Gatita —murmuró, su aliento cálido contra su piel.
Amatista sonrió y, sin apartar la mirada de la suya, llevó sus manos a la parte baja de su vestido y lo deslizó lentamente por su cuerpo, dejándolo caer al suelo.
Enzo inhaló profundamente, sus ojos recorriéndola con absoluta adoración y deseo.
La lencería de encaje negro era exactamente como la había imaginado. Fina, provocativa, diseñada para tentar y enloquecer.
—Sabías lo que hacías cuando elegiste esto —susurró, deslizando un dedo por la delicada tela.
—Siempre sé lo que hago cuando se trata de vos, amor —respondió Amatista, inclinándose para besarlo.
El roce de sus labios era lento, profundo, cargado de esa intensidad que solo existía entre ellos. Enzo la sostuvo con firmeza, su cuerpo presionando el de Amatista contra la suavidad de la cama mientras sus manos recorrían sus curvas con calma calculada.
Amatista suspiró contra su boca, su piel encendiéndose con cada caricia, con cada roce de los dedos de Enzo explorándola a través del delicado encaje negro que aún cubría su cuerpo.
—Sabía que te iba a gustar —murmuró ella, con una sonrisa traviesa, mientras sus dedos se deslizaban por la tela de la camisa de Enzo, comenzando a desabrochar los botones uno a uno.
—Me encanta, Gatita… —susurró Enzo contra su cuello, dejando un rastro de besos y mordidas suaves que la hicieron estremecer—. Pero quiero verlo todo.
Con un movimiento ágil, sus manos bajaron por sus muslos, delineando cada centímetro de piel hasta aferrarse a la tela de la lencería. Amatista dejó escapar un jadeo entrecortado cuando él se apartó lo justo para admirarla, sus ojos oscuros recorriendo cada detalle con la devoción de quien tenía en frente su posesión más preciada.
—Eres perfecta —murmuró con voz grave antes de inclinarse nuevamente para besarla, su boca devorándola con necesidad contenida.
Amatista lo sintió reclamar cada parte de ella con su lengua, con sus manos firmes guiándola bajo su dominio absoluto. Sin pensarlo, sus piernas se enredaron alrededor de su cintura, atrayéndolo más cerca, dejando que el calor de su cuerpo hablara por sí solo.
Enzo gruñó en respuesta, deslizando una mano hasta su nuca para profundizar el beso mientras la otra continuaba explorando cada rincón de su piel.
—Me volves loco… —susurró contra sus labios, su respiración entrecortada, su autocontrol pendiendo de un hilo.
—Entonces… —Amatista sonrió contra su boca. —. Déjate volver loco, amor.
La ropa quedó en el olvido, la habitación sumida en sombras y murmullos ahogados. Cada caricia, cada beso, cada susurro entrecortado hablaba más que cualquier palabra.