Capítulo 106 Entre sueños y cadenas
Enzo llegó al hotel pasada la medianoche. Su cuerpo estaba tenso, y su mente no dejaba de repetir la misma imagen: Amatista trabajando como diseñadora lejos de él, rodeada de otras personas, con su atención centrada en algo que no era él. Aunque sabía que su enojo era irracional, no podía evitarlo. Esa mujer era suya, y la sola idea de perder parte de su tiempo, su presencia, o peor, su lealtad, lo desquiciaba.
La puerta de la suite estaba apenas entreabierta, y escuchó movimientos en el interior. Amatista estaba empacando las maletas para volver a la mansión Bourth. Respiró hondo, tratando de calmarse, y empujó la puerta. Amatista levantó la vista de inmediato y sonrió al verlo entrar.
—¡Amor! —exclamó, dejando lo que estaba haciendo y acercándose a él para besarlo.
Él correspondió al beso, pero su postura rígida y sus ojos fríos delataron que algo no estaba bien. Amatista lo miró, confundida.
—¿Te pasa algo? —preguntó, ladeando la cabeza con esa dulzura que solía desarmarlo.
Enzo dejó su chaqueta sobre el respaldo de una silla y suspiró, intentando no explotar desde el inicio.
—Quiero entender algo, gatita —dijo con una calma forzada, cruzando los brazos—. ¿Por qué lo hiciste?
Amatista parpadeó, intentando descifrar a qué se refería. Luego, su rostro se iluminó con comprensión.
—¿Te refieres a lo de Santiago Orsini? —preguntó con suavidad, aunque ya notaba la tensión creciente en Enzo.
Él asintió, mirándola fijamente. Amatista, anticipando que aquello podría escalar, se acercó un poco más, tratando de mantener la situación bajo control.
—No esperaba que realmente me ofreciera un puesto, Enzo. Fue algo espontáneo. Solo quería mostrarle mis diseños... —comenzó a explicar Amatista, con calma pero también con un deje de cansancio en la voz.
—¿Y creíste que no era importante decírmelo antes? —la interrumpió Enzo, su voz baja, cargada de reproche.
Amatista lo miró directamente, decidida a mantener su postura.
—Te lo dije, Enzo. Te lo mencioné hace unos días, y en ese momento estuviste de acuerdo. No entiendo por qué ahora reaccionas así —respondió con firmeza, aunque sin elevar el tono.
Enzo frunció el ceño, tratando de recordar, pero su enojo nublaba su mente. Cruzó los brazos y la miró con dureza.
—Una cosa es que quieras mostrar tus diseños, y otra muy diferente es aceptar un puesto de trabajo sin hablarlo conmigo primero. No es lo mismo, gatita —respondió, sus palabras cortantes.
Amatista dejó las prendas que estaba doblando sobre la cama y se giró hacia él, cruzando los brazos también, en un gesto casi desafiante.
—¿Y con qué propósito crees que presenté mis diseños, Enzo? —preguntó con una mezcla de incredulidad y paciencia—. ¿Esperabas que solo los mostrara para recibir halagos? Si los presenté, fue porque quiero trabajar como diseñadora.
El silencio que siguió fue tenso. Amatista dio un paso hacia él, bajando el tono, buscando hacerlo razonar.
—No se trata de alejarme de ti, amor. Solo quiero hacer algo por mí misma —dijo con suavidad, pero sin dejar de expresar su deseo con claridad.
Aquello encendió una chispa peligrosa en él. Dio un paso al frente, acortando la distancia entre ambos, su rostro endureciéndose.
—¿Algo por ti misma? ¿Y qué se supone que te falta? Tienes todo lo que podrías desear, Amatista. —Su tono comenzaba a subir, aunque intentaba mantenerlo bajo control.
Amatista levantó la mirada hacia él, con paciencia, pero también con firmeza.
—No se trata de tener cosas, Enzo. Se trata de perseguir algo que me apasiona. Diseñar siempre ha sido importante para mí.
—¿Y qué hay de lo que es importante para mí? —replicó, con el ceño fruncido—. Te quiero a mi lado, no distraída con tonterías como estas.
—No es una tontería —dijo Amatista, levantando la voz por primera vez. Había tratado de mantener la calma, pero la actitud de Enzo comenzaba a frustrarla—. ¿Acaso estoy diciendo que quiero dejarte o alejarme de ti? Estoy aquí, ¿no? Siempre estoy aquí.
Enzo apretó los puños, su rostro reflejando una mezcla de enojo y vulnerabilidad.
—No necesitas demostrar nada, gatita. No necesitas trabajar. Tu lugar es conmigo. Eso debería bastarte.
Amatista dio un paso atrás, cruzando los brazos mientras lo miraba, herida.
—¿Bastarme? Enzo, he aceptado cada cosa que me has impuesto sin protestar. Me encerraste en esa mansión en medio de la nada. Soporté tu compromiso con Daphne. Pasé infinitas noches sola, esperando a que volvieras, y cuando por fin lo hacías, bastaba una llamada para que te fueras otra vez. ¿De verdad crees que no merezco algo para mí misma?
Enzo cerró los ojos un momento, tratando de contenerse. Las palabras de Amatista golpeaban con fuerza, removiendo culpas y miedos que había intentado enterrar. Pero su orgullo y su necesidad de control no le permitían ceder.
—No puedes tener ambas cosas, Amatista. —Su voz era firme, cargada de autoridad—. No puedes tenerme a mí y ese sueño absurdo al mismo tiempo.
Ella lo miró incrédula, como si no pudiera creer lo que acababa de escuchar.
—¿Eso crees? —preguntó con un tono bajo, lleno de dolor—. ¿Estás seguro de lo que estás diciendo, Enzo?
—Sí. Elige. —La mirada de Enzo era dura, pero en el fondo, sus palabras estaban cargadas de un miedo profundo, de una inseguridad que no sabía cómo manejar.
Amatista lo miró fijamente durante unos segundos, incapaz de responder. No porque no tuviera palabras, sino porque el peso de aquel ultimátum era abrumador. Antes de que pudiera articular algo, Enzo giró sobre sus talones y se dirigió hacia la puerta. Al pasar junto a la mesa, golpeó la superficie con fuerza, haciendo que los objetos sobre ella temblaran. Cerró la puerta de la suite de un portazo, dejándola sola con sus pensamientos y una sensación de vacío en el pecho.
Cuando llegó a la recepción, encontró al administrador, que lo saludó nervioso. Enzo se detuvo frente a él, su presencia imponente más intimidante que nunca.
—Escúchame bien. La próxima vez que alguien suba a la suite de mi esposa, averigua quién es y asegúrate de llamarme antes de dejarlo pasar. ¿Quedó claro?
El hombre asintió rápidamente, balbuceando un "Sí, señor Bourth". Enzo no esperó más, salió del hotel con pasos firmes, su enojo aún latente. Se subió a su auto y arrancó con furia, dejando atrás el edificio que ahora sentía como un escenario de una batalla emocional que no sabía si podía ganar.
Enzo llegó a la recepción con pasos firmes, cada uno resonando en el silencio del lujoso vestíbulo del hotel. Sus ojos, oscuros y cargados de ira, se posaron en el administrador, que lo saludó con nerviosismo evidente. La tensión en el aire era palpable.
—Escúchame bien. —La voz de Enzo era baja, pero su tono gélido hacía que cada palabra cayera como una sentencia—. La próxima vez que alguien suba a la suite de mi esposa, averigua quién es y asegúrate de llamarme antes de dejarlo pasar. ¿Quedó claro?
El hombre, intimidado, asintió rápidamente, su cabeza moviéndose como si estuviera en peligro de que se la arrancaran.
—S-sí, señor Bourth. Por supuesto. No volverá a ocurrir.
Enzo dio un paso más cerca, inclinándose ligeramente hacia el administrador, su mirada perforante.
—Y una cosa más —dijo, con un tono aún más bajo pero cargado de amenaza—. Mi esposa solo tuvo una reunión de trabajo. Eso es todo lo que pasó. Pero si vuelves a insinuar, aunque sea por un segundo, que algo más ocurrió, será lo último que hagas.
El rostro del administrador palideció, y sus manos comenzaron a temblar. Quiso responder algo, pero las palabras se quedaron atoradas en su garganta. Enzo lo observó por un instante más, asegurándose de que el mensaje quedara claro, antes de girarse y salir del hotel.
Enzo conducía a toda velocidad hacia la casa de Emilio, con la mente nublada por la ira y el orgullo herido. A pesar de que su enojo con Amatista no tenía un verdadero fundamento racional, no podía sacarse de la cabeza el sentimiento de pérdida de control. Las luces de la imponente mansión de Emilio brillaban en la distancia, y al llegar, notó que ya había otros invitados.
Massimo, Mateo y Paolo estaban sentados en el salón principal, charlando con copas en mano, pero al verlo llegar con el ceño fruncido y los hombros tensos, guardaron silencio. Emilio, siempre perspicaz, intuyó que algo no estaba bien. Le hizo una seña a uno de los empleados para que sirviera un whisky a Enzo, quien lo aceptó sin decir palabra.
Se sentó con los demás, tomó el vaso y lo vació de un solo trago, señalando al empleado que lo llenara de nuevo. Los demás se miraron entre sí, incrédulos por el silencio y el evidente mal humor del hombre. Finalmente, Emilio rompió el incómodo silencio.
—¿Qué pasó, Enzo? —preguntó con tono calmado, aunque directo.
Enzo dejó el vaso vacío sobre la mesa y se cruzó de brazos, mirando a un punto fijo en el suelo antes de responder.
—Me peleé con Amatista.
Los otros se mantuvieron atentos, esperando más detalles. Enzo suspiró y, aunque no era dado a compartir sus problemas personales, esa noche hizo una excepción. Les relató brevemente lo ocurrido: el asunto del puesto de diseñadora, el ultimátum, y cómo había salido furioso del hotel.
El primero en reaccionar fue Emilio, quien apoyó el vaso en la mesa y lo miró directamente.
—Enzo, aunque me mates por lo que voy a decir, creo que eres un idiota —declaró sin rodeos—. Porque si trabajara como diseñadora, ¿de verdad crees que eso la alejaría de ti?
Enzo apretó la mandíbula, pero antes de que pudiera responder, Massimo, Mateo y Paolo buscaron respaldar el comentario de Emilio.
—Estoy de acuerdo con él —añadió Mateo—. Lanzarle un ultimátum para que elija fue estúpido. Las cosas no se manejan así, Enzo.
Massimo, siempre el más analítico del grupo, negó con la cabeza mientras hablaba.
—Nunca entendí esa necesidad de mantenerla bajo un control tan excesivo, sabiendo que ella te es leal. ¿Qué más necesitas para confiar en ella?
Paolo, quien había estado escuchando en silencio, se inclinó hacia adelante para unirse a la conversación.
—Tu actitud, Enzo, no solo es innecesaria. Es peligrosa. Hará que Amatista se aleje de ti. Tal vez no ahora, pero eventualmente, con el tiempo, podría pasar.
Las palabras de sus amigos cayeron como una avalancha sobre Enzo. Cada comentario se sentía como un golpe a su orgullo, pero también como un eco de algo que él mismo sabía en el fondo. La culpa y la frustración lo hicieron hundirse más en el alcohol, vaciando vaso tras vaso mientras sus amigos lo observaban con una mezcla de preocupación y resignación.
El ambiente estaba cargado de tensión cuando el teléfono de Enzo comenzó a sonar, sacándolo momentáneamente de su letargo. Sacó el dispositivo del bolsillo y vio el nombre del administrador del hotel en la pantalla. Contestó con un gruñido, sin molestarse en disculparse.
—¿Qué pasa? —preguntó con voz áspera.
—Señor Bourth, solo llamo para informarle que la señora entregó las llaves de la suite y se fue en un taxi hace unos minutos. Algunas de sus pertenencias aún están en la habitación —informó el administrador, con evidente cautela.
Enzo se quedó en silencio unos segundos, procesando la información. Apretó el teléfono con tanta fuerza que sus nudillos se pusieron blancos.
—¿Se fue? —preguntó, con un tono tan frío que el administrador titubeó antes de responder.
—Sí, señor. No dijo a dónde iba.
Sin decir nada más, Enzo cortó la llamada y lanzó el teléfono sobre la mesa con un golpe seco. Los demás lo miraron con curiosidad y algo de preocupación.
—¿Qué pasó ahora? —preguntó Emilio, rompiendo el silencio una vez más.
Enzo se pasó una mano por el cabello, frustrado.
—Se fue del hotel. No dijo a dónde.
Sus palabras resonaron en la habitación. Aunque intentaba mantener una fachada de enojo, era evidente que lo que sentía era miedo. Miedo de haberla empujado demasiado lejos. Miedo de que, por primera vez, Amatista hubiera elegido apartarse de él.
Los demás intercambiaron miradas, pero nadie dijo nada. Sabían que cualquier palabra solo sería gasolina para el fuego. Enzo se sirvió otro vaso de whisky, pero esta vez no lo bebió de inmediato. Se quedó mirando el líquido ámbar, como si buscara respuestas en él.
—Tarde o temprano tendrás que arreglar esto, Enzo —dijo finalmente Massimo, con un tono más suave—. Pero no lo harás con amenazas o control. Tendrás que aprender a escucharla.
Enzo no respondió. Bebió el whisky de un trago y se levantó de golpe.
—Voy a arreglarlo a mi manera —dijo, su voz cargada de determinación. Luego salió de la sala sin mirar atrás, dejando a los demás en un silencio lleno de incertidumbre.
Amatista descendió del taxi frente a la elegante mansión de Daniel Torner. Respiró profundamente antes de cruzar las puertas, sintiendo una mezcla de nerviosismo y alivio. No era su estilo llegar sin previo aviso, pero no tenía otro lugar a dónde ir en ese momento.
Cuando tocó el timbre, fue Daniel quien abrió la puerta, sorprendido al verla allí tan tarde.
—¿Amatista? ¿Qué haces aquí? —preguntó, aunque su tono no era de reproche, sino de preocupación.
—Perdón por aparecer así, pero... —dudó un instante antes de continuar—. Quería saber si podría quedarme aquí un tiempo.
La expresión de Daniel se suavizó de inmediato, y una sonrisa cálida apareció en su rostro.
—Por supuesto, está siempre será tu casa —respondió, dejando espacio para que entrara.
En cuanto cruzó el umbral, Mariam y Jazmín aparecieron en el vestíbulo, curiosas por la inesperada visita. Ambas la recibieron con entusiasmo.
—¡Amatista! Qué alegría verte —dijo Mariam, acercándose para abrazarla con cariño.
—¿Te quedarás con nosotros? —preguntó Jazmín emocionada, sus ojos brillando de felicidad.
Amatista asintió tímidamente, sintiéndose un poco más tranquila por la cálida bienvenida.
—Sí, al menos por un tiempo, si no es molestia.
—¡Molestia para nada! —aseguró Mariam.
Daniel tomó el control de la situación, notando que Amatista parecía cansada.
—Acabamos de cenar, pero hay más que suficiente para ti. Ven, siéntate con nosotros —dijo mientras le hacía un gesto para que lo acompañara al comedor.
Amatista intentó protestar, pero su padre insistió.
—Nada de excusas. Comerás algo, y luego descansarás.
Se giró hacia uno de los empleados y dio una orden con firmeza, pero amabilidad.
—Acomoda las cosas de Amatista en una de las habitaciones de invitados. Asegúrate de que todo esté en orden.
El empleado asintió y tomó las pertenencias que Amatista había traído consigo. Ella agradeció con una leve inclinación de cabeza antes de seguir a Daniel al comedor.
Cuando se sentó, Mariam y Jazmín se aseguraron de que tuviera todo lo necesario, ofreciéndole una y otra vez más comida o bebida. Aunque Amatista todavía tenía la mente enredada en los eventos de la noche, se permitió un pequeño alivio al sentirse rodeada de personas que genuinamente se preocupaban por ella.