Capítulo 137 La ira de enzo
Las horas parecían haberse estirado más de lo que Enzo habría imaginado. La sala de espera, fría y silenciosa, reflejaba la tensión que envolvía a todos los presentes. Emilio, Mateo, Isis y Rita se mantenían en sus asientos, casi inmóviles, sus miradas fijas en Enzo, que caminaba de un lado a otro, cada paso más pesado que el anterior.
El enojo en su rostro era evidente, incluso con la prueba de ADN en sus manos que confirmaba lo que ya sospechaba: el bebé era suyo. Sin embargo, ese alivio no lograba apagar la furia que ardía en su pecho. La traición de Amatista era algo que no podía dejar pasar. No había duda en su mente: ella lo había engañado, y la imagen de ella con Santiago entrando al hotel lo perseguía constantemente. La mentira de Amatista era algo que lo había destrozado por dentro, y ahora debía enfrentarse a esa dolorosa verdad.
Fue Emilio quien rompió el silencio.
—Enzo, ¿qué pasó? —su voz sonó tensa, como si temiera la respuesta.
Enzo lo miró con ojos llenos de rabia, y luego, casi como si no pudiera evitarlo, comenzó a hablar.
—Vi un maldito video. Amatista y Santiago entrando a un hotel. Y esas fotos... —Su tono se tornó aún más oscuro—. Se ven demasiado cercanos, demasiado... cariñosos. No sé qué está pasando, Emilio, pero no puedo ignorarlo.
Emilio se quedó en silencio por un momento, observando a Enzo con una mezcla de incredulidad y desconcierto.
—¿De verdad crees que Amatista es capaz de traicionarte? —preguntó con cautela.
Enzo apretó los dientes y se giró hacia él, dejando escapar una risa amarga.
—No me importa si me engañó o no, Emilio. El bebé es mío. Lo perdonaré, pero no puedo dejarlo pasar tan fácilmente. —Sus palabras fueron duras, llenas de determinación, pero también de dolor.
Isis y Rita se miraron de manera silenciosa, compartiendo una frustración que se hacía cada vez más evidente. No entendían el enfoque de Enzo, pero sabían que discutir con él en ese momento no conduciría a nada.
—¿Y si ella no te perdona lo que hiciste? —preguntó Emilio, casi con una preocupación palpable en su voz.
Enzo lo miró fijamente, la furia reflejada en sus ojos, y tras unos segundos de silencio, respondió.
—Si no lo hace... me la llevaré a la fuerza. —La frialdad en su tono hizo que Emilio se quedara helado.
Emilio parpadeó, sorprendido por la declaración de Enzo. Nunca lo había visto tan decidido, tan dispuesto a arriesgarlo todo.
Antes de que pudiera responder, Federico apareció de nuevo en la sala de espera con su bata blanca y el rostro visiblemente cansado. Sostenía una carpeta en la mano y escaneaba la sala, buscando al siguiente paciente.
—Sofía Gutiérrez —llamó en voz alta, sin dirigir la mirada a ninguno de los presentes.
Enzo, que permanecía sentado con el ceño fruncido, se levantó de inmediato y se acercó a Federico, interrumpiéndolo antes de que pudiera continuar.
—¿Cómo está Amatista? —preguntó con impaciencia, su tono seco y autoritario.
Federico lo miró, respirando hondo antes de responder.
—Está en reposo. La operación fue complicada, pero está evolucionando favorablemente. —Dijo, con un tono que buscaba tranquilizarlo, aunque sabía que nada de eso aliviaría la tormenta dentro de Enzo.
—Quiero verla. —La petición de Enzo salió como un mandato.
Federico dudó antes de responder.
—Amatista no quiere verte, Enzo. Necesita descansar. —su tono fue firme, tratando de hacerle entender la gravedad de la situación.
—No me importa. —La respuesta de Enzo fue fría y tajante, como un golpe que cortaba el aire.
Federico se acercó un poco más a Enzo, tratando de razonar con él.
—Escúchame, Enzo. Lo que hiciste no fue sencillo. Ya de por sí, el procedimiento fue riesgoso. Verte a ti podría aumentar el estrés y poner en peligro la salud de Amatista y del bebé. Ella necesita tiempo para recuperarse.
Enzo se quedó en silencio por unos segundos, la rabia nuevamente surgiendo dentro de él. Su rostro se tensó, y antes de que pudiera decir algo más, dio media vuelta y salió de la clínica rápidamente.
Emilio y Mateo lo siguieron de cerca, sin saber qué hacer o cómo calmarlo. El aire parecía volverse más denso a medida que se dirigían hacia la empresa Lune.
Al llegar, Enzo entró en el edificio con paso firme y alterado. No perdió tiempo buscando a Santiago. Cuando lo encontró, su visión se nubló por completo.
—¡Santiago! —gritó, acercándose rápidamente a él. Sin mediar palabra, comenzó a lanzar golpes, cada uno acompañado de sus palabras de furia—. ¡Aléjate de Amatista! ¡No quiero volver a verlos juntos! —Mientras lo atacaba, lanzó las fotos que aún tenía en su bolsillo, aquellas que mostraban a Amatista y a Santiago abrazados, riendo, compartiendo una complicidad que a Enzo le resultaba insoportable.
Santiago, al ver las fotos, levantó las manos en señal de defensa.
—¡Esas fotos no son reales! —exclamó, tratando de protegerse.
Enzo, cegado por la rabia, se preparó para golpearlo nuevamente, pero en ese instante Emilio y Mateo se interpusieron entre ellos, deteniendo a Enzo antes de que pudiera hacer más daño.
—¡Enzo, basta! —gritó Emilio, sujetándolo con fuerza—. ¡Esto no te llevará a nada!
—¡Déjame, Emilio! ¡Él es el que está destruyendo todo! —Enzo se debatía entre la ira y el dolor, pero finalmente, tras unos segundos, accedió a calmarse, aunque no sin resentimiento.
Mateo, viendo que la situación ya no era controlable, tomó a Enzo por los hombros y lo guio hacia la salida.
Enzo llegó a la mansión Bourth con la furia ardiendo en sus venas. Apenas cruzó la puerta, se dirigió directo a la barra, como si la bebida pudiera calmar las tormentas que rugían en su interior. Sus manos temblaban mientras servía el primer trago, y no dejó de beber. Cada copa parecía ahogar un poco más el dolor y la ira, pero no lograba calmarse.
Mateo, preocupado por su estado, se acercó lentamente, manteniéndose en silencio. Emilio, al ver a Enzo en ese estado tan volátil, aprovechó el momento para hablar con Roque.
—Enzo está convencido de que Amatista y Santiago lo engañaron —comentó Emilio en voz baja, mirando a Enzo, que apenas podía mantenerse de pie.
Roque frunció el ceño y negó con la cabeza.
—Eso es imposible —respondió, pero la duda estaba presente en su voz. Sabía que algo no cuadraba.
—Lo sé, pero lo peor es lo que dijo. Si Amatista no lo perdona, va a llevársela a la fuerza —continuó Emilio, inquieto.
Roque se quedó en silencio por un momento, procesando las palabras de Emilio. Sabía que Enzo no era alguien que tomara esas amenazas a la ligera, y si algo lo sacaba de sus casillas, era la idea de perder el control sobre Amatista.
—Es peligroso —murmuró Roque—. Debemos mantenerlo aquí. Yo me encargaré de que Amatista esté a salvo.
Emilio asintió, sabiendo que no había mucho más que hacer en ese momento.
Mientras tanto, Isis y Rita observaban desde una esquina de la mansión. Enzo se sumía más y más en la bebida, cada trago más pesado que el anterior. Isis, con una sonrisa calculadora, se acercó a Rita y le susurró al oído.
—Cuando esté borracho, es nuestro momento. Tal vez puedes aprovechar la situación para pasar la noche con él. —dijo Isis, su tono de voz cargado de intenciones.
Rita asintió, pero su mirada no mostraba entusiasmo. Sabía lo que Isis quería, y aunque la oportunidad estaba allí, algo le decía que no todo estaba tan claro como parecía.
A solo unos minutos de distancia, Roque llegó a la clínica. Entró con rapidez y sin perder tiempo se dirigió directamente a Federico.
—¿Cómo está Amatista? —preguntó, su tono firme.
Federico lo miró, dudando por un momento antes de responder.
—Está estable, pero necesita descansar. El procedimiento fue complicado y su cuerpo necesita tiempo.
Roque frunció el ceño, sabiendo que eso no era suficiente.
—Si no la sacan, Enzo la va a llevar a la fuerza —dijo, dejando en claro la gravedad de la situación.
Federico, sorprendido por la seriedad de Roque, parecía dudar, como si quisiera ayudar a Amatista, pero temiera las consecuencias. Sin embargo, Roque fue claro.
—Lo que quiero es lo mejor para el bebé —dijo con firmeza, y eso fue suficiente para que Federico tomara la decisión de ayudarlo.
El médico condujo a Roque hasta la habitación de Amatista. Ella estaba despierta, pero su rostro reflejaba el cansancio y el dolor.
—Enzo piensa llevarte. Incluso a la fuerza —le dijo Roque, sin rodeos.
Amatista, aunque cansada, asintió con una ligera sonrisa. Confiaba plenamente en Roque. Sabía que él haría lo que fuera necesario para mantenerla a salvo.
Federico les explicó que lo mejor era sacar a Amatista en silla de ruedas por la puerta trasera para evitar que los empleados la vieran. Además, le dio los medicamentos necesarios en caso de complicaciones.
Roque asintió, tomó a Amatista con cuidado y la acomodó en la silla. Con paso firme, la sacó de la clínica y la subió a la camioneta. En el camino, apenas intercambiaron palabras, pero el silencio entre ellos hablaba por sí mismo.
Tras unos minutos de viaje, Roque llegó a un edificio de aspecto discreto. Bajó a Amatista de la camioneta y la acomodó nuevamente en la silla de ruedas. Al ingresar al edificio, la llevó a un departamento vacío, pero completamente equipado.
—Aquí estarás a salvo. Nadie te encontrará —le aseguró Roque, mirando alrededor para asegurarse de que todo estuviera en orden.
Amatista asintió, agradecida, aunque sus ojos reflejaban una mezcla de miedo y alivio. Se recostó en la cama, cansada por la tensión acumulada, y cerró los ojos con la esperanza de que, al menos por un tiempo, estaría lejos del caos.
Roque, observando su agotamiento, le sonrió suavemente.
—Voy a avisar a Rose que venga a verte. No estás sola, no te preocupes.
Roque salió del departamento silenciosamente, asegurándose de que Amatista estuviera cómoda y segura antes de partir. Su regreso a la mansión Bourth fue rápido y discreto, evitando levantar sospechas. Al entrar, se encontró con un ambiente cargado de tensión.
Enzo estaba completamente borracho, desplomado en uno de los sillones, con la botella de whisky en una mano y la mirada perdida. Emilio y Mateo estaban cerca, observando con preocupación cómo la ira de Enzo se desbordaba en palabras.
—¡Ese malnacido de Santiago! —gruñó Enzo, apretando los dientes—. Se va a arrepentir de haber puesto los ojos en mi mujer… —golpeó la mesa con el puño, haciendo temblar los vasos.
Su voz se quebró por un momento, y su mirada se perdió en el vacío. Sus palabras se tornaron contradictorias, mezclando furia y devoción.
—Pero... mi gatita… ella no me haría esto, ¿verdad? —murmuró, con la voz apenas audible. Luego volvió a alzar la voz, iracundo—. ¡No! ¡Claro que lo hizo! ¡Me traicionó! ¡Se burló de mí! ¡De mí!
Mateo intercambió una mirada incómoda con Emilio. Enzo continuaba hablando, pero ahora su tono era más vulnerable, casi suplicante.
—Pero... ¿y si todo fue un malentendido? Mi gatita… ella es mía… siempre ha sido mía. —Una risa amarga escapó de sus labios—. Y si no quiere serlo, ¡la traeré de vuelta aunque tenga que arrancarla de donde esté!
—Enzo, basta —intervino Emilio, intentando calmarlo—. Estás diciendo cosas que no tienen sentido.
—¡No me digas qué hacer, Emilio! —espetó Enzo, señalándolo con el dedo tembloroso—. Ella es mía. Nadie la toca, nadie la aleja de mí.
Mateo se acercó lentamente.
—Vamos, Enzo. Tienes que descansar.
—¡Déjenme en paz! —rugió, pero su cuerpo tambaleante ya no le respondía bien. Sin embargo, cuando Mateo intentó guiarlo hacia su habitación, Enzo se desvió, tambaleando hasta su oficina.
—¡No me sigan! —advirtió antes de encerrarse con llave. Desde dentro, sus voces apagadas continuaron:
—Gatita… yo te amaba… te amaba más que a nada. ¿Por qué hiciste esto? —Su tono se quebraba entre sollozos ahogados y susurros amargos—. Pero si no vuelves conmigo… si no me perdonas… te voy a traer de vuelta. A mi lado. Donde debes estar.
Emilio suspiró, frotándose el rostro con frustración.
—Será mejor dejarlo solo por ahora —susurró a Mateo—. Pero nos quedamos aquí. No podemos arriesgarnos a que haga alguna locura.
Mateo asintió, cruzándose de brazos mientras ambos se mantenían atentos fuera de la oficina.
Desde la distancia, Isis observaba la escena con fastidio. Sus planes se desmoronaban.
—No hay forma de acercarse a él ahora —susurró Isis, molesta.
—Mejor volvamos a nuestras habitaciones —murmuró Rita, sin mucho entusiasmo—. Esto ya no tiene sentido.
Sin más opción, ambas se dirigieron a sus cuartos, conscientes de que la oportunidad que pensaron tener se había desvanecido.
La mansión quedó en silencio, solo interrumpido por los murmullos incoherentes de Enzo detrás de la puerta cerrada, luchando entre el amor, la obsesión y la traición.