Capítulo 69 La espera y la comodidad
El sol aún no había comenzado a despuntar en el horizonte cuando Federico, el médico que Enzo había solicitado con urgencia, llegó a la mansión Bourth. Su coche pasó por las amplias puertas de hierro de la entrada y avanzó por el camino pavimentado hasta detenerse frente a la entrada principal. Enzo, que lo había esperado pacientemente, lo recibió con una ligera inclinación de cabeza y un gesto que invitaba al médico a seguirlo dentro de la mansión.
—Gracias por venir tan tarde, Federico —dijo Enzo, su tono serio pero agradecido. A pesar de la calma aparente, se percibía la tensión bajo la superficie de sus palabras.
Federico, un hombre de unos cincuenta años con cabello gris y gafas finas, sonrió cortésmente.
—Es un placer, Enzo. Sabes que siempre estoy disponible para ustedes —respondió, su voz grave y profesional.
Enzo asintió y lo condujo por el pasillo hasta la habitación donde Amatista descansaba. La puerta estaba entreabierta, y Enzo la empujó suavemente antes de entrar. Amatista, aún con su bata de baño, estaba sentada en la cama, aparentemente más tranquila, pero la ansiedad de la situación no desaparecía del aire.
—¿Cómo te sientes, gatita? —preguntó Enzo mientras se acercaba a ella, posando su mano suavemente sobre su hombro.
Amatista sonrió, aunque su expresión estaba algo agotada.
—Un poco mejor, amor. No te preocupes.
Federico se acercó a la cama, su actitud profesional y tranquila, y sacó de su maletín varios instrumentos médicos. Enzo se apartó un paso para darle espacio, pero no apartó la vista de Amatista ni un segundo.
—Buenas noches, señora —dijo Federico, inclinándose levemente para saludarla. —Voy a comenzar con una revisión básica. Primero, quiero asegurarme de que el posible embarazo esté claro.
Amatista asintió, con una leve sonrisa nerviosa en su rostro, mientras Federico comenzaba con el examen. Enzo se mantenía cerca, observando con atención pero sin interrumpir, consciente de la gravedad de la situación. Finalmente, después de unos minutos, Federico se apartó y suspiró, pareciendo pensativo.
—Puedo decir que, por el momento, no puedo estar seguro de que esté embarazada. Sin embargo, podríamos llevarla a la clínica mañana mismo para realizar las pruebas adecuadas, en las que podremos confirmar todo —comentó el médico con seriedad.
Enzo asintió, la incertidumbre sobre el estado de Amatista aún pesando en su pecho. No obstante, sus palabras eran un alivio, aunque pequeño. Se giró hacia ella, buscando sus ojos.
—Lo haremos, amor —respondió con firmeza. —Mañana, te llevaré al consultorio. Lo resolveremos, no importa lo que sea.
Federico, sin embargo, continuó con su evaluación médica, y su rostro se tornó algo más grave al examinar las muñecas de Amatista. Las marcas dejadas por las cuerdas que la habían atado eran aún visibles, y Federico se inclinó para inspeccionarlas más de cerca.
—Esas marcas son bastante profundas, pero por suerte no son graves. Sin embargo, le recomiendo que use esta crema tres veces al día hasta que cicatricen completamente —dijo el médico, entregándole un pequeño frasco a Enzo—. Asegúrese de que las muñecas se mantengan vendadas para evitar cualquier infección.
Amatista levantó la vista hacia él, un poco avergonzada por la recomendación, pero agradecida.
—Gracias, Federico —murmuró, aceptando el frasco de crema. —Haré lo que me dice.
Federico sonrió suavemente, asegurándose de que todo estuviera en orden antes de hablar nuevamente.
—Los golpes en su cuerpo son superficiales, señora. Se curarán con el tiempo. No debe preocuparse demasiado, aunque le recomendaría descansar lo más posible —finalizó, recogiéndolo todo y guardando nuevamente su maletín.
Enzo lo miró, asintiendo una vez más.
—Te agradezco mucho que hayas venido tan tarde —dijo, extendiendo la mano para estrechar la de Federico. —Te acompañaré hasta la puerta.
Federico asintió y se dirigió hacia la salida. Amatista, al quedar sola con Enzo, se acomodó mejor en la cama, viendo cómo su mirada se posaba en ella con una intensidad difícil de ignorar. Amatista le sonrió, intentando aliviar su preocupación.
—No te preocupes tanto, amor. Lo que deba ser, será —dijo, su tono suave pero lleno de una extraña calma.
Enzo la observó por un momento, sin poder evitar la preocupación que se reflejaba en sus ojos. Pero luego, un leve resplandor de ternura apareció en su rostro, y se acercó para besar su frente.
—No sé qué haría sin ti, gatita —dijo, su voz baja, como si las palabras fueran un susurro cargado de significado.
El ambiente se suavizó, y en ese instante, Amatista cambió de tema, buscando cambiar el tono tenso de la conversación. Su estómago, que había estado inquieto desde hacía un rato, dejó escapar un suave rugido, y la joven no pudo evitar sonrojarse ligeramente.
—¡Tengo hambre! —exclamó con una pequeña risa, tratando de aligerar la situación.
Enzo no pudo evitar reír junto a ella, aliviado por su actitud tranquila, incluso después de todo lo que había sucedido.
—Bueno, en ese caso, vístete, gatita —dijo con tono juguetón—. Yo mismo te cocinaré algo.
Amatista levantó una ceja, sorprendida.
—¿Tú? —preguntó, entre risas—. ¿Cocinar?
Enzo la miró con una sonrisa amplia y cómplice.
—No soy tan malo en la cocina —respondió, con cierto aire de orgullo. —Lo suficiente para prepararte algo rico.
Amatista no dijo nada más, solo se levantó de la cama, aún un poco cansada, pero sabiendo que Enzo se ocuparía de todo. En pocos minutos, ambos bajaron las escaleras, y la mansión Bourth estaba casi en silencio, con solo el sonido de sus pasos retumbando suavemente en el pasillo.
Cuando llegaron a la cocina, la luz de la mañana comenzaba a filtrarse por las ventanas, tiñendo todo de tonos suaves. Enzo se movió rápidamente, sacando frutas, pan y un par de ingredientes más de los estantes. Amatista se sentó en una de las sillas, observando cómo Enzo se movía por la cocina con una agilidad que no le había visto antes.
—Me siento afortunada de que estés aquí —dijo Amatista, sonriendo mientras observaba cómo él preparaba todo. —Aunque... realmente te ves fatal cocinando —añadió con una risa juguetona.
Enzo levantó la vista, y en su rostro apareció una expresión fingidamente indignada, antes de sonreír.
—No creas que soy tan malo, gatita —respondió, mientras continuaba trabajando en la comida.
Finalmente, Enzo preparó un desayuno sencillo pero delicioso: un buen batido de frutas, tostadas y algo de mermelada. Todo se veía tan apetitoso que, sin pensarlo, Amatista empezó a comer con gusto, disfrutando cada bocado.
Mientras ella comía, Enzo se quedó junto a ella, acariciando su cabello suavemente, como si el simple hecho de estar cerca de ella le diera paz. El ambiente era cálido, reconfortante, y a pesar de todo lo sucedido, en ese momento, parecía que el tiempo se detenía solo para ellos dos.
Amatista, después de un par de bocados, se inclinó ligeramente hacia Enzo, su mirada llena de afecto.
—Disfruto mucho de tu compañía, amor —dijo, con una sinceridad que hizo que su voz sonara aún más suave—. Aunque te ves realmente mal cocinando, no lo voy a negar.
Enzo sonrió con ternura, sin molestarse por la broma.
—Lo sé, gatita —respondió, disfrutando del momento—. Pero como sea, estar a tu lado es lo único que realmente importa.
Amatista, viendo cómo Enzo se veía algo cansado, tocó su brazo con suavidad.
—Descansamos un poco, amor. Lo mejor será que ambos tomemos un respiro. Ya por la tarde podemos ir a la consulta médica.
Enzo la miró, y aunque dudó un instante, la suavidad de sus palabras le dio paz.
—Tienes razón, gatita. Estamos ambos agotados.
La habitación estaba sumida en el silencio de la mañana, y la luz suave del mediodía se filtraba a través de las cortinas, bañando la habitación con una claridad tranquila. Enzo se despertó lentamente, sintiendo el peso de una quietud que no había experimentado en mucho tiempo. Se dio cuenta de que Amatista, dormida a su lado, estaba casi sobre él, su cuerpo ligeramente inclinado hacia el suyo. Parte de ella descansaba sobre su pecho, como si buscara inconscientemente una seguridad que él solo podía darle.
Durante los últimos veinte días, en los que estuvo atrapado en la tortura de la incertidumbre y la angustia por su ausencia, Enzo había encontrado algo que lo mantenía cuerdo: las imágenes de Amatista, en su mente, su rostro, su risa, sus palabras. Todo eso lo mantenía a flote, pero ahora, tenerla cerca de nuevo, era una sensación abrumadora. No le molestaba en absoluto. De hecho, lo llenaba de paz. La suavidad de su respiración, el calor de su cuerpo sobre él, lo reconfortaba de maneras que no sabía cómo expresar.
Enzo se quedó unos minutos observándola en silencio, sin moverse, solo disfrutando de la tranquilidad del momento. Su corazón latía con una mezcla de emociones que solo él entendía, pero que no podía controlar: amor, frustración, desesperación por lo que había sufrido, y una furia contenida hacia aquellos que le habían hecho daño. Pero todo eso parecía desvanecerse cuando tenía a Amatista cerca. Él necesitaba sentirla cerca, necesitaba saber que estaba bien.
Con una sonrisa casi imperceptible, Enzo se inclinó lentamente hacia ella y, con la suavidad que solo él podía manejar, comenzó a despertarla, acariciando su cabello con sus dedos.
—Gatita, es hora de despertar —susurró, su voz suave, casi como un murmullo.
Amatista, aún medio dormida, se aferró a él, acurrucándose más cerca de su cuerpo, como si intentara aferrarse a la paz que le daba estar allí, con él.
—Déjame dormir un poco más, amor… —murmuró entre sueños, su voz suave y adormilada, pidiendo sin palabras que la dejara seguir descansando.
Enzo, a pesar de las ganas de quedarse allí y disfrutar de ese momento, sabía que debían levantarse. Pasó unos minutos más observándola, sintiendo su respiración tranquila. Pero, finalmente, acarició su rostro con ternura, presionando suavemente en su mejilla para despertarla.
—Amor, tienes que levantarte —dijo con suavidad, sintiendo la necesidad de que ella se sintiera bien, que no siguiera cargando todo lo que había sufrido en esos días. —Tenemos que ir al médico.
Amatista se desperezó lentamente, emitiendo un leve suspiro y abriendo los ojos con pereza. Cuando sus ojos encontraron los de Enzo, sonrió débilmente, como si el despertar en sus brazos le diera la paz que necesitaba.
—Ya estoy despierta —dijo, frotándose los ojos, aún un poco aturdida.
Enzo la abrazó un poco más, apretándola contra su pecho por un momento más antes de levantarse.
—Vamos, gatita. Necesitamos un baño —le dijo, levantándola suavemente y guiándola al baño, sin prisa, como si ese pequeño ritual de estar juntos de nuevo fuera la única prioridad en su mente.
El baño fue un espacio compartido de intimidad y necesidad. Enzo la miraba con una mezcla de ternura y frustración mientras la ayudaba a entrar en la ducha. No podía evitar acariciar su cuerpo con dulzura, tocando su piel como si el solo hecho de sentirla lo calmara. Pero, al mismo tiempo, su toque estaba cargado de rabia. Ver los golpes en su cuerpo, las marcas de los lazos, lo llenaba de furia. Cada vez que sus dedos rozaban la piel de Amatista, él deseaba que esas marcas desaparecieran para siempre.
Enzo se movió detrás de ella, sus manos acariciando suavemente su espalda, cada roce un recordatorio de todo lo que había perdido. Pero también cada caricia era un juramento silencioso de que no la dejaría ir nunca más. Ella lo miraba de vez en cuando, con una expresión suave, como si entendiera la tormenta interna que él enfrentaba.
—No quiero que esto vuelva a pasar, gatita —murmuró, abrazándola por detrás mientras el agua caía sobre ellos.
Amatista asintió, un poco sorprendida por la intensidad de sus palabras, pero no dijo nada más. Solo se dejó llevar por el momento, por el calor del agua y el consuelo de estar en sus brazos nuevamente. Cuando terminaron de bañarse, se vistieron rápidamente, Enzo se movió con rapidez, preparándose para salir. Sabía que no podían perder más tiempo.
Al bajar al comedor, Enzo y Amatista encontraron a Alicia y Roque esperando, con cierta incertidumbre sobre si debían interrumpir o no. Alicia observó a su hijo y a Amatista con una leve sonrisa de alivio, aunque su mirada seguía reflejando preocupación.
—Me alegra ver que ambos están mejor —comentó Alicia, suavemente.
Enzo asintió, agradeciendo en silencio a su madre por su apoyo, aunque sabía que el momento era delicado. No estaba acostumbrado a mostrarse vulnerable, pero en presencia de Amatista, todo lo demás se desvanecía.
Tras un breve intercambio, Enzo y Amatista se dirigieron hacia la salida. Roque abrió la puerta para que subieran al coche, y el vehículo comenzó su recorrido hacia la clínica. Durante el trayecto, el silencio entre ellos era palpable, pero fue Amatista quien rompió la quietud.
—Después de la consulta, me muero por comer algo rico —comentó, buscando distraer la tensión.
Enzo sonrió levemente.
—¿Te gustaría ir a algún restaurante? —preguntó, mirando por un momento hacia ella. —Podríamos ir juntos, relajarnos un poco.
Amatista asintió, sonriendo.
—Me encantaría.
En menos de 20 minutos, llegaron a la clínica. Amatista se aferró al brazo de Enzo mientras caminaban hacia la entrada, conscientes de que la respuesta a sus dudas estaba cerca.