Capítulo 18 El secreto bajo la piel del lobo
El aire del café exclusivo estaba impregnado de un aroma suave a granos recién molidos y un murmullo constante de voces mezclado con el tintineo de tazas. Enzo Bourth ocupaba su lugar habitual en una mesa apartada, rodeado de sus socios. Ethan Wolf exponía los detalles de un terreno prometedor para su nuevo proyecto, mientras Massimo, Emilio, Mateo y Paolo escuchaban atentos. Cada uno tenía una taza frente a ellos, aunque era evidente que solo Paolo se molestaba en beber el espresso que se enfriaba lentamente. Enzo, por su parte, mantenía los ojos fijos en el mapa desplegado sobre la mesa, pero su mente vagaba en otro sitio.
Llevaba semanas sin ver a Amatista. La última vez que estuvieron juntos, le había dado una promesa vacía, una mentira descarada que ahora le pesaba en el alma como una piedra. La culpa no era un sentimiento con el que estuviera familiarizado, y mucho menos cómodo. Sin embargo, cada vez que pensaba en su "gatita", un nudo le atenazaba el pecho. Había evitado volver a verla, usando como excusa el exceso de trabajo. Pero la verdad era que no sabía cómo mirarla a los ojos después de lo que había hecho. "Prometí que jamás le mentiría, y la primera oportunidad que tuve, lo hice", pensó, ocultando el malestar tras su fachada de acero.
El ambiente del café cambió repentinamente cuando un grupo de mujeres elegantes, vestidas para llamar la atención, comenzó a moverse estratégicamente hacia su mesa. Era una escena familiar. Aquellas mujeres siempre rondaban este tipo de lugares, buscando la compañía de hombres poderosos como Enzo y sus socios. Al principio, las intrusas se acercaron a Paolo y Emilio, desplegando risas ensayadas y miradas coquetas. Emilio, amable como siempre, intercambió algunas palabras, aunque con indiferencia. Paolo, más sociable, les dedicó un par de sonrisas antes de volver a concentrarse en la conversación sobre el terreno.
Enzo, sin embargo, observaba todo con una frialdad que helaba el ambiente. "No tengo paciencia para esto," pensó mientras las mujeres comenzaban a cambiar su objetivo. Una de ellas, especialmente atrevida, se dirigió hacia él con una sonrisa que habría hecho vacilar a cualquier otro hombre. Pero no a Enzo.
—¿No vas a invitarme un café, Bourth? —dijo la mujer, inclinándose hacia él, dejando al descubierto más de lo que era necesario.
El gesto provocó en Enzo una mezcla de desagrado y furia contenida. Lentamente, alzó la mirada hacia ella, y la intensidad de sus ojos hizo que el resto de la mesa quedara en silencio.
—No. Y te sugiero que retrocedas antes de que te diga algo que no quieras oír —espetó, con una voz tan cortante que la mujer dio un paso atrás, claramente intimidada.
Otra, menos perceptiva, se unió al intento fallido.
—Vamos, Enzo. No seas tan cruel. Sólo queremos pasar un buen rato. —Ella le tocó el brazo, como si tuviera derecho alguno a invadir su espacio.
Enzo apartó su brazo de un tirón y se inclinó hacia ella, lo suficiente para que nadie más que ella escuchara lo que dijo:
—Escucha bien, porque no voy a repetirlo. Aléjate de mi mesa, o haré que te saquen de este lugar. No tengo interés en tus juegos ni en tu compañía.
La frialdad de sus palabras, junto con el odio puro en su mirada, hizo que la mujer retrocediera rápidamente, llevándose al resto con ella.
Massimo dejó escapar una risa breve y seca.
—Siempre tan encantador, Enzo —dijo, burlón.
Pero Enzo no respondió. En su interior, la irritación crecía. "No tengo tiempo para este tipo de distracciones," pensó, apretando la mandíbula. Era como si el mero hecho de interactuar con ellas fuera un insulto a lo que realmente deseaba: volver a casa y verla a ella. A Amatista.
Cuando el ambiente comenzaba a calmarse, Daniel Torner entró al café. Era un hombre alto y robusto, de cabello canoso y mirada severa. Reconoció a Enzo de inmediato, sentado en la mesa más prominente, y tras intercambiar unas palabras con otros conocidos del lugar, se acercó decidido.
—Bourth —dijo, deteniéndose junto a la mesa—. ¿Podemos hablar un momento? Es importante.
Enzo levantó la vista. No tenía una mala relación con Daniel, pero tampoco lo consideraba un amigo cercano. Aun así, asintió con un gesto breve y señaló una silla vacía. Daniel la ocupó rápidamente, su postura reflejando una mezcla de ansiedad y esperanza.
—Sé que estás ocupado, pero no podía esperar más. Estoy buscando a mi hija —empezó Daniel, clavando los ojos en Enzo.
Aquella declaración inicial no despertó mayor interés en Enzo, pero decidió escuchar. Daniel continuó, hablando de su investigación, de cómo había perdido el rastro de su hija hace años. Fue entonces cuando mencionó un nombre que hizo que Enzo se tensara, aunque logró ocultarlo a la perfección.
—Mi pareja, Isabel Fernández, trabajó en la mansión Bourth hace muchos años. Ella llegó allí con nuestra hija, Amatista. —La voz de Daniel se quebró ligeramente al mencionar el nombre.
El mundo de Enzo se sacudió en ese instante. Por un segundo, sintió como si le hubieran quitado el aire de los pulmones. "Amatista," repitió en su mente, pero no permitió que la emoción se reflejara en su rostro. Su corazón, sin embargo, latía con fuerza, y sus manos, ocultas bajo la mesa, se cerraron en puños.
Daniel continuó, inconsciente del efecto que sus palabras tenían en Enzo.
—Isabel trabajó allí hasta que... bueno, hasta que se suicidó. Según lo que he podido averiguar, Amatista vivió en la mansión hasta los diez años. Después de eso, el rastro desaparece. No sé qué pasó con ella, y pensé que tal vez tú podrías tener alguna información.
Enzo lo miró fijamente, su expresión impenetrable. "Claro que sé qué pasó con ella. Sé dónde está. Está conmigo. Es mía," pensó, mientras su mente trabajaba rápidamente en una respuesta que no levantara sospechas.
—Recuerdo algo de eso —dijo finalmente, con una voz calmada y medida—. Mi padre manejó la situación en aquel entonces. Isabel... fue una tragedia. En cuanto a la niña, no tengo información reciente. Pero puedo investigar un poco, ver si hay algo en los archivos antiguos de la familia.
Daniel asintió, la esperanza brillando en sus ojos.
—Te lo agradecería enormemente, Enzo. Llevo años buscándola. Sólo quiero saber que está bien.
Massimo, Paolo y Emilio, que habían escuchado toda la conversación, se unieron al gesto de apoyo.
—Seguro que la encuentras, Daniel. A veces las respuestas están más cerca de lo que creemos —dijo Emilio, con una sonrisa alentadora.
Enzo se mantuvo en silencio. Por dentro, estaba al borde del abismo. "No puedo permitir que la encuentre. Amatista no es su hija. Es mía. Sólo mía," pensó, mientras una oleada de rabia mezclada con miedo lo recorría.
Cuando Daniel finalmente se despidió y abandonó el café, Enzo sintió como si la tensión en el ambiente hubiera aumentado. Paolo fue el primero en romper el silencio.
—Deberías ayudarlo, Enzo. Es un hombre desesperado.
—Lo haré —respondió Enzo, con una tranquilidad que no sentía—. Pero no será fácil. Mi padre era muy reservado con ciertos asuntos.
Ethan retomó la conversación sobre el terreno, pero Enzo apenas lo escuchaba. Su mente estaba en Amatista. En cómo protegerla. "Debo actuar rápido," pensó, mientras sus socios continuaban hablando, ajenos al conflicto interno que lo consumía.
Enzo llegó a la mansión del campo como si una fuerza invisible lo empujara, los pensamientos cruzando su mente con tal rapidez que apenas podía procesarlos. "Tiene que estar aquí," se repetía mientras salía del auto, cerrando la puerta con un golpe seco. Su cuerpo estaba tenso, y sus pasos resonaban con fuerza en el suelo mientras entraba al vestíbulo y comenzaba a subir las escaleras hacia el segundo piso. La ansiedad lo estaba devorando, cada escalón parecía un obstáculo interminable. Necesitaba verla. Su Amatista. Suya. Siempre suya.
Cuando llegó al pasillo, miró en dirección al comedor y decidió empezar por ahí. Al empujar la puerta, el espacio vacío le devolvió el silencio como única respuesta. La angustia se intensificó en su pecho, y sin dudarlo, se dirigió a la biblioteca. Allí, el aire aún olía al perfume de los libros antiguos, pero no había señales de ella. "¿Dónde está?" pensó con el ceño fruncido, sintiendo cómo la desesperación comenzaba a instalarse en su mente. Se apresuró hacia la habitación principal, abriendo la puerta de golpe, pero solo encontró un orden impecable. Nadie.
Su respiración se aceleró mientras su mirada recorría el cuarto vacío. Se pasó una mano por el cabello, intentando calmarse, aunque el miedo de no encontrarla crecía con cada segundo. Fue entonces cuando un sonido suave, apenas perceptible, lo guio: el goteo del agua. "El baño," pensó, y avanzó rápidamente, empujando la puerta con más fuerza de la necesaria.
Al entrar, el vapor cálido lo envolvió, y sus ojos encontraron a Amatista. Estaba sumergida en la tina, con los hombros apenas asomando entre la espuma, su cabello mojado cayendo en cascadas desordenadas sobre su cuello. Ella alzó la vista de inmediato, sobresaltada por la forma en que Enzo irrumpió en el baño. Su corazón se detuvo por un instante al ver la expresión en el rostro de él: tensa, casi desesperada.
—Amor... —susurró con suavidad, dejando que la preocupación se filtrara en su voz—. ¿Qué pasa? Me asustaste.
Enzo se quedó allí, inmóvil por un momento, mirando cómo el alivio comenzaba a llenar cada rincón de su ser. Su corazón, que había estado latiendo como si quisiera salir de su pecho, finalmente se calmó al verla. Estaba ahí, en su lugar, donde debía estar. Cerró los ojos por un instante, tragando la tensión acumulada, y luego dio un paso al interior.
—Nada gatita... —dijo con voz baja, aunque su tono traicionaba el peso que aún cargaba—. Necesitaba verte.
Amatista lo observó con atención, sus ojos claros buscando respuestas en su rostro. Algo no estaba bien; podía sentirlo. Pero en lugar de insistir, optó por suavizar el momento. Con una sonrisa, levantó ligeramente el brazo, dejando que algunas gotas resbalaran por su piel, y señaló la tina.
—Ven, el agua está deliciosa. Te hará bien.
Enzo la miró por unos segundos, dejando que la invitación lo envolviera. Su mirada recorrió el rostro de Amatista, cada línea que conocía a la perfección, cada gesto que lo ataba a ella. Finalmente, dejó escapar una risa suave y comenzó a desabotonarse la camisa. Prenda por prenda, fue dejando caer todo al suelo mientras los ojos de Amatista lo seguían con atención.
—Hazme espacio, amor —murmuró con una sonrisa ladina.
Amatista se movió ligeramente, haciendo lugar para él en la tina. Cuando Enzo finalmente se sumergió junto a ella, sintió el calor del agua aliviar no solo su cuerpo, sino también su mente. Por un instante, el mundo exterior dejó de importar. Amatista, su refugio, estaba ahí con él.
Ella se giró suavemente, sus piernas rozando las de él, y se inclinó lo suficiente para robarle un beso breve, pero cargado de una ternura que solo ella podía transmitirle. Pero, en cuanto lo hizo, algo en el aire captó su atención. Amatista frunció ligeramente el ceño y ladeó la cabeza.
—Amor... hueles diferente. —El tono era juguetón, pero directo. Esa mezcla dulce que no pertenecía a Enzo era inconfundible. Una chispa de celos asomó en su sonrisa mientras alzaba una ceja—. Parece que las mujeres no pueden apartarse de ti, ¿eh?
Enzo la miró con calma, consciente de que el comentario, aunque ligero, tenía peso. Pero Amatista no estaba molesta; no como otras veces. En cambio, se acercó más, inclinándose hacia él hasta que sus labios estuvieron junto a su oído.
—Sería mejor que te quites ese olor... —susurró con un tono que hizo que la respiración de Enzo se agitara ligeramente—, porque tengo muchas ganas de ti. Pero te advierto, no habrá nada si sigues oliendo a otra mujer.
La provocación en su voz encendió algo en él. Una sonrisa ladeada se formó en el rostro de Enzo mientras la rodeaba con sus brazos, acercándola más hacia su cuerpo. Sus ojos brillaban con intensidad, esa mezcla de posesión y adoración que siempre dirigía hacia ella.
—Como tú digas, gatita. —Su voz era baja, cargada de promesas.
Sin darle tiempo a reaccionar, Enzo capturó sus labios en un beso profundo, decidido a borrar cualquier rastro de dudas, cualquier sombra que pudiera interponerse entre ellos. Allí, en el calor del baño, el mundo exterior quedó atrás. No había problemas, ni amenazas, ni nombres del pasado. Solo ellos dos, inmersos en una conexión que siempre los había definido, como si el universo entero existiera únicamente para que estuvieran juntos.