Capítulo 139 Ecos de la ausencia
La luz de la mañana se filtraba suavemente por las cortinas del pequeño departamento, iluminando tenuemente la habitación donde Amatista descansaba. Un ruido lejano en la cocina rompió la quietud, sacándola lentamente de su sueño. Se incorporó con algo de dificultad, aún adormecida, y caminó descalza hacia la fuente de aquel sonido.
Al entrar en la cocina, encontró a Rose moviéndose de un lado a otro, rebuscando entre los estantes. Algunos utensilios estaban desordenados sobre la mesada, y la tostadora chisporroteaba.
—Ah, lo siento, Amatista. —Rose se giró al notar su presencia—. No quise despertarte. Me desesperé un poco al no encontrar las cosas.
Amatista esbozó una débil sonrisa, acomodándose un mechón de cabello detrás de la oreja.
—No te preocupes, Rose. De todos modos, creo que ya descansé demasiado.
Rose la observó con atención, notando que aunque lucía mejor, su rostro aún mostraba rastros de agotamiento.
—¿Cómo te sientes?
—Mucho mejor. —Amatista suspiró suavemente—. Siento que tengo más fuerzas, aunque todavía me queda algo de cansancio… y este dolor que no termina de irse.
Rose asintió comprensiva y se giró para tomar un vaso que había dejado sobre la mesa.
—Bebe esto. —Le extendió un batido de frutas—. Te servirá para recuperar energías. Enseguida te preparo unas tostadas.
Amatista aceptó el vaso y dio un sorbo, sintiendo la frescura del batido aliviar su garganta seca.
—Gracias, Rose.
La calidez de aquel gesto llenó momentáneamente el vacío que pesaba en su pecho. Sin embargo, sus pensamientos no tardaron en desviarse hacia Enzo, preguntándose qué estaría haciendo en ese momento.
Lejos de allí, en la mansión del campo, el sol matutino se filtraba tímidamente por los ventanales, iluminando la figura desordenada de Enzo sobre el sillón. Su cuerpo parecía de plomo, pesado por la resaca y la ansiedad. Intentó abrir los ojos, pero la punzada en sus sienes lo obligó a cerrar los párpados con fuerza. Su cabeza latía como si fuera a estallar, pero nada era peor que la angustia que lo carcomía por dentro.
Se levantó con torpeza, tambaleando hacia la sala principal. Allí estaban Emilio, Mateo, Paolo y Massimo, sentados en silencio, intercambiando miradas discretas.
—¿Dónde carajo está Roque? —gruñó Enzo, pasándose una mano por el rostro.
Emilio lo miró con cierta cautela antes de responder.
—Todavía no ha vuelto.
Enzo chasqueó la lengua, fastidiado. Sin decir más, se dirigió a la cocina. Tomó una botella de agua y bebió con avidez, buscando mitigar la deshidratación y el ardor de su garganta. Aquel alivio momentáneo no era suficiente.
Sin mediar palabra, volvió a subir las escaleras hasta su habitación. El silencio de la casa era abrumador. Entró al baño, dejó correr el agua de la ducha y se despojó de la ropa con movimientos pesados. El agua caliente cayó sobre su cuerpo, pero no logró relajar sus músculos tensos.
Apoyó ambas manos en la fría pared de azulejos, inclinando la cabeza hacia abajo. Un sollozo escapó de sus labios, seco, ahogado.
—Maldita sea, Amatista… —susurró con la voz rota—. ¿Por qué tuviste que hacerme esto?
El agua ocultaba las lágrimas que comenzaban a deslizarse por su rostro.
—No puedo perderte… No a vos.
Golpeó la pared con el puño, frustrado, sintiendo cómo la desesperación lo devoraba.
—Todo lo hice por vos… todo.
Su respiración se volvió errática, sus pensamientos giraban en círculos, enredándose en una maraña de dolor, amor y obsesión. No soportaba la idea de que Amatista estuviera lejos, que estuviera con alguien más… o peor, que ya no confiara en él.
El agua siguió corriendo, como si intentara arrastrar consigo su tormento. Pero era inútil.
Nada podía calmar el fuego que ardía dentro de Enzo.
Mientras tanto, en el departamento de Roque, Amatista terminó su desayuno con calma. Los restos de pan y café apenas cubrían la mesa. Se levantó y fue al baño para darse una ducha. El agua caliente le ofreció un alivio momentáneo, pero la inquietud en su pecho persistía.
Cuando salió del baño, vestida con ropa sencilla, escuchó el sonido de la puerta al abrirse. Roque había regresado.
— Enzo me mandó a investigar dónde estás, —soltó Roque al cerrar la puerta tras de sí. Su tono era serio, pero no amenazante.
Amatista frunció el ceño.
— ¿Y qué le dirás?
Roque se encogió de hombros.
— Que no encontré nada... pero tendrás que ser más cuidadosa.
Ella asintió, cruzando los brazos.
— Santiago me habló de una pasantía fuera de la ciudad. Me iré por la madrugada, solo serán cinco meses. Eso me permitirá desaparecer del radar de Enzo.
Roque la observó detenidamente.
— ¿Y cómo planeas cubrir tus gastos?
Amatista lo miró con una leve sonrisa.
— Soy la diseñadora de Lune.
Roque parpadeó, sorprendido.
— ¿Estás hablando en serio?
— Sí. He ahorrado bastante de las dos primeras presentaciones. Además, seguiré trabajando de forma anónima, haciendo diseños personalizados. Eso me permitirá mantenerme.
Roque soltó una carcajada seca.
— No puedo creerlo... Bueno, entonces estamos bien. Le diré a Enzo que no encontré nada. Pero tendrás que evitar dejar rastros: nada de tarjetas, ni aviones, ni movimientos que se puedan rastrear.
Amatista asintió con determinación.
— Debo comprar un boleto de micro.
Roque negó con la cabeza.
— Piden datos personales para eso. Pero puedo conseguirte una identificación falsa, por si surge algún problema.
— ¿Cuánto tiempo te llevará? —preguntó Amatista, ansiosa.
— Tengo un contacto que me debe un favor. Iré a hablar con él, lo haré rápido para que puedas salir esta misma madrugada.
— Gracias, Roque.
Roque la miró por un momento, evaluándola.
— Rose tiene razón, deberías comprar algo de ropa. No puedes irte solo con lo que tienes.
Amatista suspiró.
— No traje nada más que mis documentos y el teléfono.
Rose, que estaba sentada en el sillón, intervino:
— Yo puedo comprar la ropa. Tengo algo de dinero ahorrado, alcanzará para algunas prendas.
Roque negó con la cabeza.
— Conozco un lugar donde podemos comprar sin dejar rastros. Nadie sabrá que estuvimos ahí.
Amatista buscó en su bolso y le entregó su tarjeta bancaria a Roque.
— La clave es el cumpleaños de Enzo.
Roque arqueó una ceja, sorprendido por ese detalle, pero no dijo nada. Tomó la tarjeta y la guardó.
— Yo me encargaré de todo. Tú descansa, el viaje podría afectarte... y al bebé.
Esas últimas palabras hicieron que Amatista llevara una mano instintivamente a su vientre.
Roque se encaminó a la puerta.
— Nos vemos en un rato.
Y salió, dejando a Amatista sumida en pensamientos, acariciando suavemente su abdomen.
La sala principal de la mansión del campo estaba envuelta en un silencio tenso, solo interrumpido por el crepitar de la leña en la chimenea. Enzo estaba sentado en un sillón de cuero oscuro, con la espalda recta y los codos apoyados sobre las rodillas. Sus ojos fijos en el suelo denotaban impaciencia. A su alrededor, Emilio, Mateo, Massimo y Paolo permanecían en silencio, respetando la tensión que se respiraba en el ambiente.
Enzo rompió el silencio con voz grave.
— Roque ya debería haber llamado o enviado noticias.
Paolo, recostado con aparente despreocupación, levantó la vista y comentó:
— ¿Por qué no lo llamás? Tal vez tiene algo que decirte.
Sin pensarlo demasiado, Enzo tomó su teléfono y marcó el número de Roque. El tono de espera retumbó en el aire hasta que Roque atendió.
— ¿La encontraste? —preguntó Enzo, directo, sin disimular su irritación.
Roque dudó apenas un segundo antes de responder:
— Nada. No hay rastro de ella.
Un silencio pesado cayó entre ambos.
— ¡Tiene que estar en algún maldito lugar! —rugió Enzo, poniéndose de pie de golpe.
Roque intentó mantener la calma.
— Parece que sabe cómo cubrirse. No se registró en ningún hotel, no usó la tarjeta. Nada.
Enzo apretó los dientes.
— ¿Fuiste a buscarla a la casa de Santiago? —espetó con desprecio— Ese imbécil seguro sabe algo.
Roque negó con la cabeza, aunque Enzo no podía verlo.
— Santiago se fue de la ciudad anoche. Por lo que averigüé, se fue solo.
El ceño de Enzo se frunció aún más.
— Entonces vuelve a la mansión. Después seguiremos con la búsqueda.
Hubo un breve silencio.
— Pensé en ir a ver a Rose. Tal vez Amatista fue con ella.
Enzo meditó la idea por un segundo.
— Bien, eso no se me había ocurrido. Avísame si sabes algo.
Sin esperar respuesta, Enzo cortó la llamada de golpe. Roque soltó un suspiro de alivio y se apresuró a continuar con sus planes, sabiendo que no tenía margen de error.
De vuelta en la sala, Enzo murmuró para sí mismo, con la mirada perdida:
— No puede estar muy lejos.
Emilio, Massimo, Mateo y Paolo intercambiaron miradas fugaces, pero ninguno se atrevió a decir nada. La presencia de Enzo era tan imponente como su furia contenida.
Sin agregar palabra, Enzo se giró y se dirigió hacia las escaleras. Sus pasos resonaron firmes por el pasillo hasta llegar a su habitación. Al entrar, el aire parecía más pesado, cargado de recuerdos.
Avanzó hasta el vestidor y abrió las puertas. Frente a él, una colección de vestidos, joyas y zapatos de diseñador llenaban el espacio. Cada prenda había sido elegida por él, cada joya un regalo cuidadosamente seleccionado. Sin embargo, sabía que Amatista nunca se dejó deslumbrar por todo eso.
Recordó cómo ella prefería andar descalza en la mansión antes que calzarse esos zapatos caros. Cómo, cada vez que regresaba, la encontraba vestida con alguna de esas prendas de lujo, con una sonrisa seductora y la cena servida, perfecta, pensada solo para él.
Apretó los puños.
— ¿Cómo pudo engañarme con Santiago? —susurró, sintiendo cómo su pecho se endurecía.
Enzo permaneció en el vestidor, sus ojos clavados en el vestido que colgaba frente a él. Su mano recorría lentamente la tela fina, sintiendo cómo la suavidad de la tela se deslizaba entre sus dedos, como si intentara aferrarse a algo que ya no tenía. Ese vestido era uno de sus favoritos. Recordaba perfectamente cómo le quedaba a Amatista: perfecto. El contraste de la tela con su piel, cómo los pliegues caían con gracia sobre su figura. Pero, sobre todo, recordaba cómo ella se quitó el vestido que llevaba puesto, sin decir palabra, solo con una mirada desafiante, para ponerse ese que él le había regalado días antes.
Esa había sido la última vez que había estado en la mansión antes de irse abruptamente. La pelea que tuvieron. El enojo que vio en los ojos de Amatista cuando tuvo que irse sin previo aviso, sin explicaciones. Recordó cómo la había dejado sola, y cómo, al regresar dos semanas después, la sala de la mansión estaba destrozada. Amatista había descargado su furia en todo lo que había encontrado. Sin embargo, lo que más le sorprendió fue cómo, a pesar de todo, cuando él volvió, ella no le reprochó nada. En vez de eso, se mostró perfecta para él, con esa sonrisa seductora que siempre lo desarmaba.
— ¿Por qué siempre tan perfecta, gatita? —susurró Enzo, mirando el vestido con una mezcla de frustración y deseo.
Amatista nunca reclamaba, nunca discutía. Simplemente estaba allí, esperándolo, y siempre dispuesta a darle lo que él necesitaba. Esa noche, después de todo lo sucedido, ella lo había recibido como si nada, había preparado la cena, y se habían bañado juntos. Enzo recordó cómo se entregaron el uno al otro en una mezcla de deseo y desafío, cada uno en su propio juego de poder. Pero todo eso ya no importaba. Ahora, todo lo que podía pensar era en cómo había podido entregarse a Santiago.
— ¿Cómo pudiste, Amatista? —murmuró, apretando los dientes. Eres mía. Siempre has sido mía.
Sus pensamientos seguían dándole vueltas, inquietos, mientras se acercaba a otro conjunto de ropa en el vestidor. Todo lo que había hecho por ella, todo lo que había dado, todo lo que había querido para ella… ¿Y ahora esto? La traición de su ausencia. Enzo sentía que el suelo se le desvanecía bajo los pies. ¿Cómo podía ella irse con Santiago? ¿Por qué, después de todo lo que le había dado? Si siempre había sido suya. Si siempre había estado dispuesta a entregarse, a complacerlo.
Roque llegaba al departamento, con la identidad falsa que había conseguido para Amatista. Llevaba consigo una maleta con ropa comprada, el dinero que había retirado de su propio fondo y una tarjeta con el nombre falso. El peso de todo aquello lo oprimía, pero sabía que era lo correcto.
Al entrar al departamento, encontró a Amatista ya esperando, sentada en el sofá, con los ojos fijos en el suelo. Apenas levantó la vista cuando Roque entró, y un leve suspiro de alivio escapó de ella al ver lo que traía consigo.
— Aquí está todo lo que necesitas. —dijo Roque, entregándole la maleta y la tarjeta—. Es una nueva identidad. No uses tarjetas de crédito ni aviones, todo en efectivo. Y aquí está la ropa, suficiente para unos días.
Amatista asintió, tomando todo con manos temblorosas. No era miedo lo que sentía, sino incertidumbre, una sensación de que las piezas no encajaban del todo.
— ¿Cómo puedo agradecerte, Roque? —preguntó, levantando la mirada, con un leve brillo de gratitud en los ojos.
Roque le sonrió de manera cálida, pero su expresión también era seria.
— Cuídate, Amatista. Tengo que irme ya, Enzo podría levantar sospechas si me quedo más tiempo.
Amatista lo abrazó sin pensarlo, apretándolo con fuerza por un momento, agradecida por su discreción, por su apoyo en todo esto.
— Prometo que te mantendré informado.
El abrazo se rompió, pero los ojos de Amatista seguían fijos en los de Roque, como si estuviera buscando algo más, algo que no podía encontrar por sí sola.
— Roque... necesito saber qué está pasando. —su voz era suave, casi un susurro—. Yo no engañé a Enzo con Santiago, ni con nadie. No sé qué está sucediendo, pero alguien más está detrás de todo esto.
Roque la miró fijamente por unos segundos, comprendiendo la angustia en sus palabras.
— Lo investigaré, Amatista. Te prometo que lo haré. No te preocupes, pero tienes que irte pronto.
Amatista asintió lentamente, pero antes de que Roque pudiera irse, ella añadió con un leve suspiro.
— Voy a ir a la terminal en unas horas para comprar el boleto.
Roque le sonrió una vez más, dándole un gesto de despedida antes de salir por la puerta.
Amatista, por su parte, se quedó quieta por un momento, mirando la maleta, la ropa, la nueva identidad que ahora formaría parte de su vida. Un nudo se formó en su estómago, pero su mente estaba decidida.