Capítulo 138 Ecos de la desconfianza
La luz tenue del amanecer se filtraba por las cortinas del departamento donde Amatista descansaba. El silencio reinaba, solo interrumpido por el leve zumbido del reloj en la pared. Después de horas de sueño inquieto, Amatista abrió lentamente los ojos. Sus músculos resentían el procedimiento al que había sido sometida, y cada movimiento le recordaba la fragilidad de su estado. Aun así, sintió la punzada del hambre y, con cautela, se incorporó.
Se tomó su tiempo para caminar hacia la cocina, sosteniéndose de los muebles a su paso. Sobre la mesada, notó una bolsa con comida cuidadosamente preparada. Roque había pensado en todo. Con suavidad, sacó el recipiente y lo colocó en el microondas. Mientras el aparato emitía su característico zumbido, Amatista se apoyó en la encimera, sus pensamientos inundando su mente.
Recordó la mirada fría de Enzo, sus palabras afiladas cuando exigió la prueba de ADN sin importarle el riesgo. ¿Cómo podía creer que ella lo había engañado? ¿Cómo podía pensar que ese bebé no era suyo? La incomprensión la atravesó, y las lágrimas comenzaron a deslizarse por sus mejillas. Se apresuró a secarlas, reprimiendo el llanto. No podía permitirse debilitarse.
—Por ti haré lo que sea… —susurró, llevando una mano a su vientre.
El sonido del microondas la sacó de sus pensamientos. Sirvió la comida y se sentó lentamente a cenar, masticando sin mucho apetito, pero sabiendo que debía alimentarse.
En la mansión Bourth, el ambiente era espeso, cargado de tensión. Enzo llevaba horas encerrado en su oficina. Las botellas de licor que antes adornaban su escritorio ahora yacían vacías en el suelo. Ya no bebía, pero no por decisión propia; simplemente no quedaba nada más. Sus ojos, rojos y vidriosos, miraban al vacío.
—¿Cómo pudiste hacerme esto, gatita? —murmuraba para sí, la voz ronca y quebrada. Su tono fluctuaba entre la furia y una devoción dolida—. Todo te di… todo eras para mí…
Golpeó con fuerza el escritorio, haciendo temblar los papeles desordenados.
—¡Pero claro! ¿Qué podía esperar? ¿Pensabas que no lo descubriría? —se reía solo, pero su expresión no era de diversión. Era un hombre roto, prisionero de sus propios pensamientos.
Mientras tanto, en la sala principal, Emilio y Mateo se mantenían en silencio. Ambos sabían que forzar la situación solo empeoraría las cosas. La llegada de Paolo y Massimo trajo algo de respaldo, pero también incertidumbre.
Roque irrumpió en la sala, su mirada alerta.
—¿Cómo sigue? —preguntó, dirigiéndose a Mateo.
—Encerrado. No sale de la oficina desde hace horas —respondió Mateo, suspirando—. No queda ni una gota de alcohol, pero no parece querer salir.
Roque frunció el ceño.
—¿Intentaron hablar con él?
—¿Hablar? —Emilio soltó una risa seca—. Casi nos golpea cuando intentamos detenerlo con Santiago. Y luego, cuando quisimos que dejara de beber… No es buena idea forzarlo.
Paolo, apoyado contra la pared, cruzó los brazos.
—Dejen que se encierre. Meterse ahora solo empeorará todo.
—No creo que Amatista lo haya engañado, pero… si intentamos intervenir, Enzo podría volverse contra nosotros —añadió Massimo con cautela—. Ya sabemos cómo se pone cuando se trata de ella.
Roque los observó a todos con seriedad.
—No podemos quedarnos de brazos cruzados. Esto fue planeado. Quien dejó ese paquete sabía cómo burlar la seguridad. Nadie vio nada.
—¿Pudiste averiguar algo sobre las fotos? —preguntó Emilio, inclinándose hacia él.
Roque negó con la cabeza.
—No tuve acceso al USB ni a las fotos. Enzo estaba demasiado alterado.
—Las fotos… —Emilio suspiró—. Se las lanzó a Santiago después de golpearlo.
—¿Ves? —intervino Paolo—. Es mejor no meterse. Si Enzo descubre que estamos hurgando, podría volverse en nuestra contra.
Mateo asintió lentamente.
—Estoy de acuerdo. Recordemos cómo reaccionó antes. Intentar calmarlo casi nos cuesta un ojo. Si intentamos investigar esto sin su consentimiento, podría ser el fin.
Roque apretó la mandíbula, pero su tono se mantuvo firme.
—Alguien quiere destruir a Amatista. Y por extensión, a Enzo. Si no averiguamos quién está detrás, esto va a escalar. Lo haré de forma discreta.
Emilio se acercó, bajando la voz.
—Si necesitas ayuda, solo dímelo. Esto no puede quedar así.
Roque asintió con seriedad.
—Lo haré solo. No quiero que Enzo sospeche.
La sala quedó en silencio. Nadie se atrevía a romper el tenso equilibrio. Cada uno sabía que estaban en un terreno peligroso, y cualquier paso en falso podría desencadenar consecuencias fatales.
En la penumbra de la habitación de Isis, el aire estaba cargado de conspiración. Las cortinas pesadas mantenían el ambiente en penumbra, aislando el mundo exterior. Rita se encontraba sentada en el borde de la cama, jugando nerviosamente con los pliegues de su vestido, mientras Isis se paseaba con calma por la habitación, observando distraídamente su reflejo en el espejo.
—¿Estás segura de que esto va a funcionar? —preguntó Rita, rompiendo el silencio. Su voz sonaba tensa, insegura—. Enzo parece dispuesto a perdonar a Amatista… incluso quiere traerla a la fuerza.
Isis dejó escapar una risa seca, girando lentamente hacia ella.
—No, Rita. Mi primo no forzará a Amatista sabiendo que el bebé corre riesgo. Esa obsesión que tiene no le permitirá lastimarla… pero jamás le perdonará el engaño. Enzo es demasiado obsesivo para pasar por alto algo así.
Rita frunció el ceño, cruzándose de brazos.
—No sé, Isis. Enzo estaba completamente desquiciado. Parecía listo para matar a Santiago y arrastrar a Amatista de vuelta si era necesario.
Isis suspiró con fastidio.
—Incluso si va a buscarla, ¿crees que Amatista le perdonará haber puesto en riesgo al bebé? —La miró con desdén—. No lo hará. Esa desconfianza ya está sembrada.
Rita se recostó un poco hacia atrás, pensativa.
—Tal vez… pero ¿y si Amatista decide perdonarlo? No creo que quiera renunciar al estilo de vida que tiene. Después de todo, vive rodeada de lujos gracias a Enzo.
Isis sonrió con superioridad, acercándose lentamente a Rita.
—No te preocupes por eso. Tú solo debes comportarte como alguien débil y vulnerable. Enzo siempre ha tenido la necesidad de proteger. Si logras reemplazar a Amatista en ese rol… —sus ojos brillaron con malicia—. Será cuestión de tiempo para que se acerque a ti.
Rita sonrió, jugando con un mechón de su cabello.
—Está bien. Solo espero tener todo lo que Enzo le daba a Amatista… —sus ojos se iluminaron—. Ese vestidor increíble, los viajes, las joyas…
Isis rió suavemente, acercándose aún más.
—Tendrás mucho más. Enzo le dio todo eso a Amatista porque él quiso. Si ella hubiese pedido algo, se lo habría conseguido sin dudar. Pero nunca supo aprovecharlo.
Rita la miró con ojos brillantes, emocionada.
—¿Quieres decir que, si yo le pido cosas, podría tener aún más que Amatista?
Isis asintió con lentitud, su sonrisa llena de veneno.
—Exactamente. Solo debes ser inteligente. Es probable que Enzo no se enamore de ti de la noche a la mañana, pero ahora que está herido por la traición de Amatista, tienes la oportunidad de ganar terreno. Podrías casarte con él.
Rita apretó los labios, determinada.
—Haré lo que sea necesario. Quiero todo lo que Amatista tiene.
Isis río, su tono cargado de crueldad.
—Tenía, Rita. Tenía.
El silencio volvió a apoderarse de la habitación, pero esta vez estaba teñido de ambición y planes oscuros.
El eco de sus propios pasos resonaba en los pasillos mientras Enzo salía de su oficina. Su rostro estaba desencajado, irreconocible. Sus ojos, usualmente fríos y calculadores, ahora ardían con una furia contenida. Su respiración era pesada, y la tensión en sus músculos era evidente.
En el salón, Emilio, Mateo, Massimo y Paolo lo observaban en silencio. Nadie se atrevía a pronunciar palabra. La sola presencia de Enzo bastaba para llenar la sala de un aire sofocante.
De repente, su voz retumbó con un grito que rompió el silencio:
—¡Roque!
El llamado fue como un disparo, directo y potente.
Roque apareció casi de inmediato, con la tensión reflejada en su postura.
—¿Qué necesita, señor? —preguntó, manteniendo la compostura.
—Llévame a la clínica. Ahora. —La voz de Enzo era baja, pero cada palabra era una orden inquebrantable.
Sin perder tiempo, Roque asintió y se dirigió al vehículo. Emilio, Massimo y Mateo lo siguieron de cerca, mientras Paolo y Mateo subieron a otro auto para acompañar el convoy.
El trayecto fue silencioso, cargado de una tensión palpable. Tras varios minutos, llegaron a la clínica. Enzo bajó primero, caminando con pasos decididos hasta la recepción.
—Quiero ver a Amatista Fernández. Ahora. —Su tono no admitía réplica.
La recepcionista apenas pudo reaccionar antes de que Federico apareciera, acercándose con cautela.
—Enzo… Amatista ya no está aquí.
Enzo giró lentamente, sus ojos clavándose en Federico.
—¿Cómo que no está?
Federico se mantuvo firme, aunque podía sentir la amenaza en cada palabra de Enzo.
—Cuando fui a hacerle la revisión, me di cuenta de que se había ido. No me sorprende… estaba muy molesta.
El rostro de Enzo se endureció aún más.
—Si a ella le pasa algo, te juro que te mato. —Su voz era un susurro letal.
Federico alzó una ceja, sin intimidarse.
—Cálmate. Yo te advertí que el procedimiento era riesgoso. Incluso Amatista pidió esperar para hacer la prueba de ADN, pero tú insististe. La responsabilidad es solo tuya.
El silencio que siguió fue como un golpe. Enzo apretó los dientes, sabiendo que Federico tenía razón. Sin decir más, giró sobre sus talones y salió de la clínica.
Al llegar al vehículo, se quedó pensativo unos segundos. Luego, con frialdad, ordenó:
—Roque, llévame a la mansión de los Torner. Amatista seguramente se fue con Daniel.
Roque asintió y arrancó el motor. Emilio, Massimo y Mateo intercambiaron miradas, pero nadie se atrevió a cuestionar la decisión.
La camioneta se deslizó por el camino hasta la mansión Torner. Enzo bajó antes de que el auto se detuviera por completo, gritando con furia:
—¡Amatista! ¡Sal ahora mismo!
La propiedad permaneció en silencio. Pasaron unos minutos antes de que Daniel apareciera, acompañado por Marco, el guardia leal. Daniel lo miró con gravedad.
—¿Qué sucede, Enzo?
—Quiero ver a Amatista. Ahora.
Daniel frunció el ceño.
—¿De qué estás hablando? Se supone que Amatista está contigo.
Enzo dejó escapar una risa seca.
—No me vengas con ese show. Llámala. Quiero verla ya.
Daniel mantuvo la calma, pero sus ojos se endurecieron.
—Puedes entrar y revisar toda la mansión si quieres. Amatista no está aquí. —Hizo una pausa—. ¿Qué ocurrió?
Enzo desvió la mirada.
—Nada importante. Solo discutimos. —Dicho esto, dio media vuelta y regresó al auto.
Roque se acomodó en el asiento y giró hacia Enzo.
—¿A dónde, señor?
—A la casa de Jeremías Gartner.
Roque asintió y arrancó. El trayecto fue tenso, el ambiente cargado de expectativas. Al llegar, Enzo bajó sin dudar, seguido de cerca por Emilio, Mateo y Roque. Massimo y Paolo se quedaron afuera.
Dentro, Jeremías conversaba con Darío, Juan y Mariano sobre negociaciones pendientes. La entrada abrupta de Enzo interrumpió la charla.
—¿Dónde está Amatista? —preguntó sin rodeos.
Jeremías lo miró con calma.
—No lo sé. Ella no vive aquí.
La mandíbula de Enzo se tensó.
—No juegues conmigo, Gartner. Quiero verla. Ahora.
Los presentes intercambiaron miradas cargadas de diversión.
—Te repito, no está aquí. Jamás vino. Si quieres, revisa la mansión, pero no la encontrarás.
Emilio intentó intervenir, colocando una mano en el hombro de Enzo.
—Enzo, cálmate.
Jeremías lo miró fijamente.
—¿Qué pasó con Amatista?
—Nos peleamos. —La respuesta fue seca.
Jeremías entrecerró los ojos.
—¿Por qué?
Enzo se acercó de forma amenazante.
—Eso no te importa.
Luego, giró hacia Roque.
—¿Dónde demonios podría estar?
Roque pensó un momento.
—Tal vez fue con su madre, Isabel.
Enzo negó con brusquedad.
—No, Amatista jamás iría con ella.
Jeremías frunció el ceño.
—¿Con Isabel? ¿Por qué iría con ella si está muerta?
El silencio se apoderó de la sala. Enzo lo miró con frialdad.
—Isabel está viva.
Jeremías lo miró, incrédulo.
—¿Cómo es posible? ¿Dónde está?
Enzo lo observó con desdén.
—No es asunto tuyo.
Dicho esto, se giró y salió de la mansión, seguido por Emilio, Mateo y Roque.
Ya en el auto, Roque preguntó:
—¿A dónde, señor?
Enzo miró fijamente hacia el horizonte.
—A la mansión del campo.
Roque arrancó el motor. Nadie pronunció palabra. Solo el sonido del motor rompía el silencio, mientras la sombra de la incertidumbre crecía a su alrededor.
El camino hacia la mansión del campo se cubría de sombras, reflejo de la oscuridad que invadía la mente de Enzo. Roque mantenía el auto a una velocidad constante, sabiendo que cualquier palabra fuera de lugar podría desatar la furia contenida de su jefe. Emilio, Mateo y Massimo guardaban silencio, intercambiando miradas cautelosas.
Al llegar, Enzo bajó del vehículo con paso firme, empujando la pesada puerta de la mansión. Su mirada recorrió la vasta estancia con furia creciente. Subió rápidamente las escaleras, revisando habitación por habitación en el segundo piso. Abrió puertas con violencia, revisando cada rincón de la casa. Sin embargo, la mansión estaba vacía, solo el eco de sus pasos retumbaba en las paredes.
Frustrado, Enzo descendió pesadamente las escaleras y se dejó caer en uno de los sillones del salón principal. Tomó la botella de whisky que descansaba sobre la mesa y sirvió un trago. Esta vez no bebió con furia, sino con una melancolía silenciosa. Llevó el vaso a sus labios y bebió lentamente, como si el alcohol pudiera apagar el vacío que comenzaba a crecer dentro de él.
—Roque... —murmuró, sin apartar la vista del vaso—. Averigua dónde está Amatista. Haz lo que sea necesario.
Roque asintió, comprendiendo la gravedad de la orden. Se retiró con rapidez, sacando su teléfono mientras se alejaba de la sala.
Mientras tanto, lejos de la tensión de la mansión, Amatista descansaba en el pequeño departamento de Roque. Su cuerpo, aunque débil, comenzaba a recuperar fuerzas. Sentía todavía el peso del cansancio, pero su mente estaba más clara. Aprovechó ese momento de calma para tomar su teléfono y marcar un número conocido.
—Santiago... —susurró, llevándose la mano al pecho—. Escuchame, lo mejor es que desaparezcas por un tiempo. Hasta que pueda comprobar que las fotos y el video son falsos. Enzo… es capaz de cualquier cosa.
Del otro lado de la línea, la voz de Santiago sonó tensa pero serena.
—Ya lo sé. Por la tarde, Enzo vino a buscarme. Me golpeó... y seguro hubiera seguido si no lo hubieran detenido.
Amatista apretó los ojos con fuerza, sintiendo una punzada de culpa.
—Lo siento, Santiago. No quería que te involucraras en esto.
—No te preocupes. Solo cuídate tú. Yo me encargaré de dejar a alguien a cargo de Lune. Se comunicará contigo de forma anónima. Mientras tanto, me voy.
Amatista respiró hondo, aliviada por su comprensión.
—Gracias, Santiago. De verdad.
—Prométeme que vas a cuidarte, Amatista.
—Lo prometo.
La llamada terminó, dejando a Amatista sumida en un silencio cargado de pensamientos.