Capítulo 117 Sombras en la fiesta
El ascensor se abrió con un suave "ding", y Amatista, junto a Daniel, Mariam y Jazmín, se dispusieron a entrar. Jazmín se apoyaba en el brazo de su padre, visiblemente pálida.
—Ya se van? —La voz de Maximiliano interrumpió el movimiento, apareciendo con su habitual sonrisa despreocupada.
—Sí, Jazmín no se siente bien —respondió Daniel, lanzando una mirada preocupada a su hija menor.
Maximiliano entusiasmado ampliamente y, dirigiéndose a Amatista, sugirió:
—Todavía es temprano. Quédate un rato más, diviértete.
Daniel, aunque preocupado por Jazmín, se dirigió en dirección a su hija mayor.
—Tiene razón, Amatista. Has estado trabajando mucho. Es justo que te relajes un poco.
Antes de que Amatista pudiera responder, Maximiliano la tomó suavemente del brazo y, con una risa ligera, la guio de regreso al salón de la fiesta.
—Anda, diviértete un poco. No todos los días tienes esta oportunidad.
Amatista suspiró y, resignada, caminó hacia una de las mesas donde Alba y Sofía charlaban animadamente. Maximiliano, satisfecho con su acción, lanzó un guiño a Enzo desde la distancia. Enzo, con una expresión seria, le dedicó un leve gesto de aprobación antes de fijar su mirada en Amatista, quien ahora conversaba con las chicas.
Albertina, sentada junto a Enzo, no pasó por alto la frecuencia con la que su "novio" dirigía la mirada a una mujer al otro lado del salón. Frunció el ceño y, grabando la marca en el cuello de Enzo, sus pensamientos se agitaron.
"Debe ser ella", pensó con resentimiento, aunque no tenía pruebas concretas.
Poco después, Alba y Sofía se levantaron para ir a bailar, dejando a Amatista sola en la mesa. Con tranquilidad, ella miró alrededor del salón y, al divisar a Jeremías Gartner en una mesa cercana, tomó una decisión. Sabía que Enzo no tardaría en acercarse si seguía sola, así que decidió anticiparse.
Se levantó y caminó hacia Jeremías, manteniendo su elegancia habitual.
—Señor Gartner, ¿podemos continuar nuestra charla? —preguntó con educación tras saludar a los hombres de la mesa.
Jeremías avanzando y, sin mucho preámbulo, la acompañó hacia una mesa más apartada.
— ¿De verdad cree que usted podría ser mi padre? —preguntó Amatista con seriedad una vez que estuvieron sentados.
Jeremías suspiró, ajustando el nudo de su corbata.
—Isabel insinuó algo durante su embarazo, pero nunca estuve seguro. No quise involucrar a Daniel sin pruebas.
Amatista frunció el ceño.
—Si no estaba seguro, ¿por qué ahora quiere confirmar algo que podría ser solo una suposición?
—Podríamos hacer una prueba de ADN —propuso Jeremías con tono firme.
Amatista negoció con la cabeza, su desconfianza evidente.
—Primero necesito pruebas de su relación con mi madre. Fotos, cartas… algo que respalde su historia.
Jeremías avanzaba lentamente.
—Tengo muchas cosas que podrían servir, pero no puedo enviarlas. Si caen en manos de Daniel, sería peligroso.
Amatista lo miró con desconfianza, pero aceptó su propuesta.
—¿Dónde y cuándo?
—Mañana en el club de golf Bourth, por la tarde. Llevaré todo lo necesario. Además, podemos aprovechar para jugar un rato.
Amatista, tras un breve silencio, asintió.
—Está bien. Nos veremos ahí.
Tras despedirse, se retiró a otra sección del salón, manteniendo su puerta tranquila y despreocupada.
Desde su mesa, Enzo la observaba con intensidad, su mirada fija en Jeremías y el tiempo que habían pasado hablando. Su paciencia, ya de por sí limitada, estaba a punto de agotarse.
—¿Qué carajos habla mi gatita con ese desgraciado? —murmuró, su tono frío pero cargado de molestia.
Albertina, quien no apartaba la mirada de Enzo, finalmente lo entendió. Esa mujer con la que Jeremías hablaba era mucho más importante de lo que ella había imaginado. Recordó el momento en que Enzo le propuso ser su "novia" y la advertencia que acompañó esa oferta: "Solo amo a una mujer".
—Seguramente es ella —susurró para sí misma, sin poder ocultar su frustración.
Mientras tanto, Massimo, Mateo, Emilio y Paolo comenzaron a lanzar comentarios para molestarla, sin mencionar directamente a Amatista.
—La gatita de Enzo siempre encuentra la forma de llamar la atención, ¿eh? —bromeó Massimo, provocando risas en los demás.
—Debe necesitar un favor de Jeremías —soltó Albertina, intentando sonar despectiva.
Clara, aunque no dijo nada, no pudo evitar reírse discretamente, lo que hizo que Albertina frunciera aún más el ceño.
Emilio, con su habitual tono despreocupado, animó a Enzo:
—Si tanto te molesta, ¿por qué no vas y le preguntas?
Enzo negó con un gesto, su mandíbula tensa.
—Ya lo hice, y no quise decirme nada.
—Es lógico —intervino Emilio, encogiéndose de hombros—. Ya no tienen una relación como antes.
Enzo apretó los dientes, sin apartar la mirada de Amatista, mientras las palabras de Emilio resonaban en su mente. La tensión en su interior aumentaba con cada segundo que la veía interactuar con Jeremías. Su posesividad y frustración lo consumían, pero también sabía que no podía acercarse sin levantar sospechas o, peor aún, empujarla aún más lejos.
Desde su asiento, tamborileó los dedos sobre la mesa, manteniendo una apariencia calma ante los demás, pero por dentro era un torbellino. Sus ojos seguían cada movimiento de Amatista, analizándola, intentando descifrar qué podía estar tramando al hablar con un hombre como Gartner.
"¿Qué quiere de él?", pensó con rabia contenida.
Albertina, que observaba cada reacción de Enzo, sonriendo con ironía mientras finía beber de su copa. Sus sospechas eran cada vez más claras: esa mujer no era solo una conocida para Enzo. Había algo profundo, algo que él no podía ocultar, y Albertina comenzaba a comprender que estaba en medio de una partida que tal vez nunca podría ganar.
Mientras tanto, Amatista se levantaba con la misma calma elegante de siempre, dirigiéndose hacia otra sección del salón. Enzo, incapaz de contenerse más, entrecerró los ojos y se inclinó ligeramente hacia Emilio.
—Voy a averiguar qué diablos se trae entre manos —murmuró, más para sí mismo que para su amigo.
Emilio alarmantemente con sutileza, sin apartar su atención de la copa que sostenía.
—Buena suerte con eso, hermano. Algo me dice que tu gatita no te lo pondrá fácil esta vez.
Enzo avanzó con paso firme, sus zapatos resonando contra el suelo mientras su mirada no se apartaba de Amatista. Ella estaba en la mesa de postres, buscando algo que comer, completamente ajena a la tormenta que se gestaba a su alrededor. Enzo no se detuvo hasta estar a pocos pasos de ella.
—¡Gatita! —exclamó, su voz cargada de un extraño tono entre autoridad y desesperación.
Amatista se sobresaltó, girando rápidamente para encontrarse con él. Su rostro mostraba una mezcla de sorpresa y molestia.
—¿Qué quieres? Me asustaste.
Enzo no respondió. En cambio, extendiendo una mano hacia ella, su mirada fija en sus ojos.
—Bailamos.
Antes de que pudiera siquiera tramitar la invitación, Enzo la tomó de la mano con determinación y comenzó a llevarla hacia la pista de baile. Pero Amatista no era alguien que se dejara arrastrar. Con un movimiento rápido, se soltó de su agarre.
—No quiero bailar.
Su voz fue firme, cortante, y dejó claro que no iba a ceder. Dio media vuelta y comenzó a alejarse, dejando a Enzo plantado en el medio del salón. Su mandíbula se tensó mientras la furia y el desconcierto se mezclaban en su interior. Desde una mesa cercana, Massimo, Mateo, Emilio y Paolo observaban la interacción con atención. La tensión era palpable incluso a la distancia.
—Esto no va a terminar bien —murmuró Mateo, llevándose una mano a la frente.
Massimo ascendió, su mirada fija en Enzo.
—Si no intervenimos, hará algo estúpido.
—Voy yo —dijo Emilio, levantándose de inmediato—. Paolo, ven conmigo.
Los dos se dirigieron rápidamente hacia Enzo, mientras Mateo y Massimo se acercaban a Amatista, quien intentaba mantener la compostura a pesar de lo sucedido.
En la mesa, Albertina rodó los ojos con fastidio mientras Clara contenía una sonrisa.
Emilio fue el primero en llegar junto a Enzo, colocándole una mano en el hombro.
—Enzo, cálmate. No hagas una escena aquí.
Paolo, que había llegado justo detrás, agregó con un tono conciliador:
—Respira, hermano. Este no es el lugar ni el momento.
Pero Enzo apenas parecía escucharlos. Sus ojos estaban clavados en Amatista, quien ahora conversaba con Massimo y Mateo. La visión de ella tan tranquila, como si no le importara lo que acababa de pasar, lo enfurecía aún más.
Desde su lugar, Amatista levantó la voz.
—Enzo, deberías escuchar a tus amigos. ¿Qué ganas con esto?
Massimo intervino rápidamente, buscando desactivar la situación.
—Creo que sería mejor que todos vayamos a una de las salas privadas. Podríamos hablar tranquilamente.
—Yo no tengo nada que charlar con Enzo —respondió Amatista con frialdad.
La negativa hizo que el ambiente se tensara aún más. Enzo cruzó los brazos, su postura rígida y su mirada fija en un punto indeterminado. Finalmente, su voz baja y amenazante rompió el silencio.
—Amatista…
Ella lo miró directamente, su tono igual de desafiante.
—No soy como tus socios, Enzo. No puedes intimidarme con gritos o gestos. Así que no pierdas tu tiempo.
La tensión en el ambiente era tan densa que parecía imposible de cortar. Ante la negativa de ambos a ceder, Emilio dio un paso adelante.
—Está decidido. Nos vamos a una sala privada, todos.
Sin dar espacio a más protestas, él y Paolo tomaron a Enzo del brazo, mientras Massimo y Mateo hacían lo mismo con Amatista. La resistencia de ambos era evidente, pero el grupo logró llevarlos a una de las salas privadas, lejos de las miradas curiosas del resto de los invitados.
Una vez dentro, el aire se sentía cargado de emociones reprimidas. Nadie habló durante los primeros segundos, hasta que Enzo rompió el silencio, su mirada fija en Amatista.
— ¿Qué hacías con Jeremías Gartner?
Amatista lo miró con calma, pero su voz estaba cargada de determinación.
—Eso no es asunto tuyo. Tú mismo fuiste quien me dejó, Enzo. Tú pediste que me olvidara de ti. No tienes derecho a andar preguntando nada.
Las palabras de Amatista fueron como un balde de agua fría para Enzo. Paolo levantó las manos, tratando de mediar.
—Amatista tiene razón, Enzo. Tal vez deberías…
-¡No! —interrumpió Enzo, su voz más grave y firme. Dio un paso hacia Amatista, ignorando a los demás—. Te lo pregunto de nuevo: ¿qué hacías con Jeremías?
Amatista no retrocedió ni un centímetro.
—Te lo repito: no es algo que te deba importar.
Emilio colocó una mano en el pecho de Enzo, intentando contenerlo.
—Enzo, basta. Esto no está ayudando.
Pero Enzo estaba demasiado exaltado para escuchar. Su mandíbula se tensó, y sus ojos se estrecharon con una mezcla de furia y sarcasmo.
—Si necesitas un favor de él, mejor me lo pides a mí —dijo con un tono despectivo, dejando que su mirada recorriera lentamente el cuerpo de Amatista, deteniéndose en su cintura y luego en su cuello, como si estuviera evaluándola—. Después podemos arreglar cómo me lo pagas.
El sonido de la bofetada fue ensordecedor. Amatista lo había abofeteado con fuerza, sus ojos llenos de una mezcla de ira y decepción.
—¡Enzo! —exclamó Emilio, poniéndose entre ambos—. No puedes faltarle el respeto así.
Amatista, todavía temblando de furia, miró a Enzo con el rostro encendido.
—Eres despreciable. Por lo que acabas de insinuar... te lo explicaré solo porque sé cómo eres cuando pierdes el control. No voy a dejar que arruines todo por un ataque de celos.
Se tomó un momento para calmarse antes de continuar.
—Jeremías me explicó que él e Isabel, mi madre, eran amantes. Cree que yo puedo ser su hija, pero no está seguro. Me propuse una prueba de ADN para confirmarlo, sin involucrar a Daniel, para no lastimarlo si el resultado es negativo.
Enzo bufó con desdén.
—Ese tipo te está utilizando. No ves que solo quieres manipularte.
Amatista lo miró con una mezcla de frustración y cansancio mientras cruzaba los brazos.
—No confío en él. Por eso acordamos vernos en el club de golf. Jeremías llevaría pruebas de su relación con Isabel. No soy tan estúpida como para creerle ciegamente —dijo, con un tono firme pero evidentemente afectado.
Enzo apretó los puños, bajando ligeramente la mirada. Un destello de arrepentimiento cruzó su rostro. Dio un paso hacia ella, sus labios se entreabrieron como si fuera a disculparse, pero las palabras se le atoraron en la garganta. Finalmente, con voz tensa, intentó decir algo:
—Amatista, yo... no quise...
Ella lo interrumpió, alzando una mano para detenerlo. Sus ojos se clavaron en los de Enzo, llenos de una mezcla de determinación y hartazgo.
—No quiero disculpas, Enzo. Quiero que me dejes en paz.
El silencio que siguió fue denso, cargado de emociones contenidas, hasta que la puerta de la sala privada se abrió bruscamente. Albertina irrumpió con Clara siguiéndola, intentando detenerla.
—¡¿Qué demonios está pasando aquí?! —exclamó Albertina, sus ojos pasando de Enzo a Amatista con evidente ira.
Clara, visiblemente incómoda, trató de interponerse.
—Albertina, cálmate, esto no es asunto tuyo.
Albertina la ignoró y dio un paso hacia Amatista, su mirada llena de desprecio.
—¡Así que esta es la famosa mujer por la que Enzo pierde la cabeza! ¿Qué tienes tú que yo no? Seguro no es dignidad...
Antes de que pudiera seguir, Enzo reaccionó con furia. En un movimiento rápido, levantó la mano y le dio una cachetada que resonó en la sala. Albertina retrocedió, llevándose una mano a la mejilla mientras miraba a Enzo, atónita.
—Cierra la maldita boca, Albertina —dijo él con un tono bajo y amenazante.
Amatista, que había permanecido en silencio, respiró hondo y se giró hacia la puerta. Sin mirar a nadie, salió de la sala con pasos firmes, dejando atrás la tensión acumulada. Cada paso que daba era un recordatorio de que ya había tenido suficiente.
Mientras tanto, en la sala privada, los socios intercambian miradas cargadas de preocupación. Mateo rompió el silencio primero:
—Te pasaste con Amatista, Enzo. ¿De verdad crees que todo esto ayuda en algo?
Massimo asintiendo, cruzándose de brazos.
—Tiene razón. Si realmente quieres que ella vuelva a ti, no es así como lo vas a lograr.
Enzo se apoyó contra la pared, respirando pesadamente, mientras pasaba una mano por su rostro.
—Ella me provoca... ella... —comenzó a decir, pero Emilio lo interrumpió, serio.
—¿Te provoca qué, Enzo? ¿A comportarte como un imbécil? Porque eso es lo único que estás logrando. ¿Crees que hacer estas idioteces te va a permitir recuperar a Amatista?
Albertina, todavía en el rincón con la mejilla roja, soltó una risa amarga.
—Recuperarla... Por favor, ni siquiera puedes controlarte frente a ella. Es patético.
Paolo, manteniendo la calma, se acercó a Enzo y le puso una mano en el hombro.
—Ya basta. Por ahora, deja que las cosas se enfríen. Esto no va a ningún lado.
Enzo no respondió, pero su mirada perdida lo decía todo. Dentro de él, la frustración y el deseo de control chocaban como una tormenta imparable. Sin embargo, por primera vez en mucho tiempo, parecía haber algo más en sus ojos: duda.