Capítulo 43 La elegancia de lo cotidiano
El amanecer trajo consigo un aire de entusiasmo mientras Alicia Bourth, su hija Alesandra y Amatista se preparaban para una jornada de compras en el centro comercial. Amatista, aún un poco nerviosa, ajustó su campera mientras esperaba junto a las dos mujeres, quienes irradiaban una mezcla perfecta de sofisticación y calidez.
—Será una experiencia que vas a disfrutar, querida. No solo se trata de comprar; también se trata de explorar lo que te hace sentir más segura, más tú misma —comentó Alicia con esa serenidad que siempre imponía respeto y confianza.
—Y también se trata de divertirse. Mamá y yo solemos volver con demasiadas bolsas y demasiadas historias —añadió Alesandra, guiñándole un ojo a Amatista.
La atmósfera del centro comercial era vibrante: luces brillantes, escaparates que exhibían elegantes vestidos y maniquíes impecablemente adornados. El aroma de café y perfume caro flotaba en el aire mientras las tres mujeres comenzaban su recorrido.
La primera tienda que visitaron era una boutique exclusiva que Alicia solía frecuentar. Sus amplios espejos dorados y sillones aterciopelados hacían que cada clienta se sintiera como realeza. Los vestidos colgaban delicadamente, cada uno más impresionante que el anterior.
—Amatista, este vestido tiene tu nombre escrito —dijo Alicia, sosteniendo un diseño azul profundo con un escote sutil y un corte que acentuaba la figura de forma elegante.
Amatista lo tomó con cuidado, sintiendo la suavidad de la tela entre sus dedos.
—Es precioso…
—No más precioso que este rojo. Claro, mamá va a decir que es demasiado atrevido, pero ¿qué sabe ella? —bromeó Alesandra, sosteniendo un vestido corto con detalles de encaje en el escote.
—Sé lo suficiente para saber que ese vestido no es para ti, niña. Quizás Amatista pueda darle un mejor uso —respondió Alicia, lo que desató risas entre las tres.
La diversión creció cuando comenzaron a probarse los vestidos. Alicia, siempre compuesta, no podía evitar reírse al ver a Alesandra modelar de forma exagerada frente al espejo.
—Mírame, mamá. ¿No parezco una estrella de cine? —dijo Alesandra, girando dramáticamente mientras el vestido rojo giraba con ella.
—Parece más bien que estás a punto de estrenar un cabaret —bromeó Alicia, causando que Amatista riera hasta las lágrimas.
En uno de sus turnos, Amatista salió del probador con un vestido excesivamente adornado de lentejuelas.
—Creo que me veo como una lámpara de mesa… —dijo, girando para mostrar el efecto brillante del vestido.
Las risas resonaron por toda la tienda, atrayendo la atención de otros compradores, quienes no podían evitar sonreír al verlas disfrutar tanto.
Después de elegir un par de vestidos, Amatista se excusó y se dirigió a una tienda de lencería cercana que había visto al pasar. La boutique era un mundo aparte: estanterías decoradas con encajes y terciopelo, donde los tonos pastel convivían con los colores intensos y atrevidos.
Sus ojos recorrieron las opciones hasta detenerse en un conjunto negro con detalles dorados que le pareció perfecto. La delicadeza de la tela y los intrincados bordados lo hacían especial, y no pudo evitar imaginar la expresión de Enzo al verlo.
—Definitivamente, esto es lo que buscaba —murmuró para sí misma mientras lo llevaba al mostrador.
Cuando volvió con Alicia y Alesandra, estas estaban en medio de una discusión amistosa sobre qué vestido era más adecuado para una gala formal.
—¿Qué encontraste, querida? —preguntó Alicia, notando la pequeña bolsa que llevaba Amatista.
—Nada importante, solo algo pequeño… —respondió Amatista, sintiendo cómo un leve rubor se extendía por sus mejillas.
Alesandra alzó una ceja con una sonrisa cómplice.
—Ahora estoy curiosa. Pero bueno, espero que Enzo lo apruebe.
La risa de Amatista se mezcló con la de las otras dos mujeres, y juntas continuaron su recorrido hasta detenerse en un café dentro del centro comercial.
El lugar era encantador, decorado con tonos cálidos y flores frescas en cada mesa. Las vitrinas exhibían pasteles y tartas que parecían obras de arte, y el aroma a café recién molido llenaba el aire.
—Prueba esta tarta de frambuesa, Amatista. Es mi favorita —dijo Alicia, pasando un plato con un trozo perfectamente servido.
—Yo prefiero este cheesecake. Mamá siempre dice que es demasiado dulce, pero ¿qué sabe ella? —comentó Alesandra, guiñándole un ojo mientras tomaba un bocado generoso.
La conversación fluyó con facilidad. Alicia compartía historias de su juventud, mientras Alesandra llenaba los silencios con anécdotas divertidas sobre eventos familiares. Amatista, por su parte, disfrutaba de la calidez del momento, agradeciendo en silencio la oportunidad de sentirse tan aceptada.
De regreso a la mansión Bourth, compartieron un almuerzo ligero en el comedor principal, iluminado por grandes ventanales que dejaban entrar la luz del mediodía. Amatista escuchaba con atención las bromas de Alesandra y las sabias observaciones de Alicia, sintiéndose completamente en casa.
Mientras tanto, Enzo estaba en su despacho, lejos de la mansión. La mañana había comenzado con una serie de reuniones intensas junto a Massimo, Mateo, Emilio y Paolo. Sobre la mesa, mapas y documentos legales se acumulaban mientras discutían los terrenos presentados por Samuel.
—Este terreno es perfecto. Cumple con todo lo que necesitamos y no representa ningún riesgo —dijo Emilio, señalando un área en el mapa.
—Entonces avancemos con lo “legal” —añadió Massimo con una sonrisa cargada de ironía, sabiendo que sus operaciones siempre mantenían una fachada impecable.
Mientras revisaban los detalles, la atención al más mínimo error era crucial. Ethan había cumplido su parte, y ahora era momento de asegurar que todo avanzara sin contratiempos.
—Necesitamos que este proyecto parezca legítimo desde el inicio. Si alguien decide investigar, no debe encontrar nada fuera de lugar —comentó Enzo con firmeza.
Cuando finalmente cerraron los puntos principales, la conversación se desvió hacia la próxima fiesta de Francesco, un evento al que asistirían miembros importantes de su círculo.
—¿Irás con Amatista? —preguntó Emilio, curioso.
—Sí. Iré con ella, mi madre y Alesandra.
La respuesta fue sencilla, pero Enzo no pudo evitar revelar cierta preocupación.
—¿Temes que alguien quiera incomodarla? —preguntó Mateo, conocedor de la naturaleza protectora de Enzo.
—Siempre hay alguien que lo intenta. Por eso les pido que, si algo sucede fuera de mi vista o alcance, la protejan —dijo Enzo, su tono cargado de seriedad.
Paolo, el mayor del grupo, decidió aligerar el momento con una broma.
—La cuidaré como a una hija. Mis hermanas ya están demasiado viejas para eso.
Las risas resonaron en el despacho, y para sorpresa de todos, Enzo dejó escapar una carcajada genuina.
—¿Lo escuché bien? ¿Enzo riéndose? Esto es un día histórico —bromeó Massimo, aún impresionado.
—Debe ser cosa de su “gatita” —añadió Emilio, provocando más risas en el grupo.
El ambiente se mantuvo relajado mientras continuaban discutiendo los planes para la fiesta. Aunque la reunión había comenzado con seriedad, el final fue un recordatorio de que incluso en un mundo lleno de tensiones y estrategias, la camaradería y el humor eran necesarios para mantener el equilibrio.
Mientras Enzo observaba a sus socios y amigos reír, no pudo evitar pensar en Amatista, imaginándola sonriente y feliz en el centro comercial, probablemente buscando algo que, como siempre, terminaría sorprendiéndolo.
La noche había caído sobre la mansión, cubriéndola con un silencio que solo se interrumpía por el leve crujir de las hojas fuera. Amatista, envuelta en la tranquilidad del momento, decidió tomar un baño para relajarse. Llenó la bañera con agua caliente y agregó unas gotas de aceite aromático que impregnaron el aire con un delicado perfume a rosas.
El calor del agua acariciaba su piel mientras ella cerraba los ojos, dejando que su mente vagara. Pensó en la jornada que había compartido con Alicia y Alesandra y en la pequeña sorpresa que había preparado para Enzo. Una sonrisa se dibujó en sus labios al imaginar su reacción.
Al salir del baño, con una toalla envuelta alrededor de su cuerpo y otra enredada en su cabello, escuchó el inconfundible sonido de la puerta principal cerrándose. Enzo había llegado.
Antes de que pudiera reaccionar, lo vio aparecer en el umbral de la habitación, su silueta destacándose contra la tenue luz del pasillo. Su camisa estaba desabotonada, y el cansancio en su rostro contrastaba con la chispa que apareció en sus ojos al verla.
—¿Me abandonaste para bañarte sola, gatita? —le reprochó en tono juguetón, cruzando los brazos mientras la observaba de arriba abajo.
Amatista sonrió con una falsa inocencia, inclinando la cabeza ligeramente.
—No pensé que llegarías tan pronto, amor.
Enzo negó con la cabeza, acercándose a ella con pasos lentos pero firmes.
—Sabes que me gusta compartir esos momentos contigo. Pero está bien… ahora voy a darme una ducha rápida, y luego quiero que me esperes para dormir juntos. ¿Entendido?
Amatista asintió, dejando que una sonrisa traviesa asomara en sus labios.
—Te esperaré, amor.
Cuando Enzo desapareció en el baño, Amatista comenzó a prepararse. Su corazón latía con fuerza mientras sacaba la lencería negra con detalles dorados que había elegido especialmente para él. La delicada tela acariciaba su piel mientras se la colocaba, ajustándola para que quedara perfecta.
Luego, tomó su frasco de perfume favorito y roció ligeramente su cuello y muñecas. Un último vistazo en el espejo le confirmó que todo estaba en su lugar. Sus mejillas estaban ligeramente ruborizadas, y sus labios, curvados en una sonrisa nerviosa, anticipaban lo que estaba por venir.
Cuando Enzo salió del baño, con una toalla atada alrededor de su cintura y gotas de agua aún deslizándose por su pecho, su mirada se detuvo en ella. Por un instante, el tiempo pareció detenerse mientras él la observaba de pies a cabeza, tomando cada detalle.
Amatista, de pie junto a la cama, dejó que sus manos descansaran a los costados, permitiéndole apreciar completamente la lencería que tanto había anticipado. La forma en que la miraba hacía que el calor subiera por su piel, mientras él exhalaba un profundo suspiro.
—Gatita… —murmuró Enzo, avanzando hacia ella—. Me dijiste que me sorprenderías, pero no esperaba esto.
Sus palabras eran suaves, pero el tono grave de su voz contenía un deseo que se hacía palpable en el aire entre ellos. Cuando llegó hasta ella, Enzo levantó una mano para acariciar su mejilla antes de deslizarla hacia su cuello, dejando que sus dedos recorrieran la línea de la lencería sobre su pecho.
—Eres mía —susurró, su aliento rozando sus labios.
Amatista no respondió con palabras. En cambio, un gemido bajo y contenido escapó de su garganta, dejando claro que no había nada que quisiera más que ser completamente de él.
La distancia entre ellos desapareció en un instante. Los labios de Enzo buscaron los de Amatista con urgencia, y sus manos, firmes pero cuidadosas, recorrieron cada centímetro de su piel. Ella, enredando los dedos en su cabello aún húmedo, dejó escapar pequeños suspiros mientras sus cuerpos se encontraban con una pasión que parecía consumirlo todo.
El tiempo dejó de tener sentido mientras las caricias se volvían más intensas. Enzo la levantó con facilidad, colocándola sobre la cama, donde el juego entre ellos continuó, sus cuerpos entrelazados en una danza de deseo y entrega.
Sus manos dejaron marcas en la piel del otro: dedos que se aferraban a los hombros, labios que mordían con suavidad, pero firmeza el cuello y el pecho. Enzo no podía contenerse al dejar su huella en Amatista, asegurándose de que cada marca fuera un recordatorio de que ella era suya.
Amatista, con los ojos cerrados y el cuerpo arqueándose bajo sus caricias, respondía con gemidos suaves y respiraciones entrecortadas que parecían alimentar aún más el fuego en él.
—Eres perfecta, gatita… perfecta para mí —murmuró Enzo contra su piel, dejando un beso que descendió por su clavícula hasta detenerse en su pecho.
Amatista respondió con un gemido más profundo, sus uñas deslizándose suavemente por la espalda de Enzo, dejando rastros que ardían en su piel. La intensidad entre ellos crecía, cada movimiento y cada susurro llevándolos a un punto donde solo existían el uno para el otro.
Finalmente, cuando ambos alcanzaron el clímax, el cuarto quedó en silencio, salvo por las respiraciones agitadas que llenaban el espacio. Enzo la abrazó con fuerza, acomodándola contra su pecho mientras dejaba un beso en su frente.
—Te amo, gatita —murmuró, su voz más suave que nunca.
Amatista, acurrucada contra él, respondió con un susurro apenas audible.
—Te amo, amor.
Las marcas en sus pieles eran testigos de un encuentro que no solo era físico, sino también una reafirmación de lo que significaban el uno para el otro. Mientras el sueño comenzaba a envolverlos, ambos sabían que su conexión iba más allá de las palabras y los momentos; era una unión que no podía romperse.
Los primeros rayos del amanecer se filtraban tímidamente por las cortinas, iluminando el cuarto con una luz suave que parecía no querer interrumpir la calma. Amatista seguía profundamente dormida, su respiración tranquila y pausada. Su cabeza descansaba sobre el brazo de Enzo, quien abrió los ojos al sentir el insistente vibrar de su teléfono en la mesa de noche.
Con cuidado de no despertarla, estiró el brazo para tomar el dispositivo y deslizó el dedo por la pantalla.
—¿Qué pasa? —preguntó, su voz grave y ronca por el sueño.
Del otro lado, uno de sus socios le informó sobre una invitación al club de golf esa mañana. Enzo escuchó con atención, asintiendo mientras se desperezaba ligeramente.
—Estaré ahí en una hora —respondió, cortando la llamada.
Al girarse, notó cómo Amatista comenzaba a moverse, despertada por el sonido de su voz. Sus ojos aún entrecerrados lo buscaron, y una sonrisa suave apareció en su rostro cuando sus miradas se encontraron.
—¿Qué pasa, amor? —preguntó con voz adormilada, su tono dulce y tranquilo.
—Me invitaron al club de golf esta mañana. Quiero que vengas conmigo, gatita.
Amatista parpadeó, aun procesando las palabras, y asintió con suavidad.
—Claro, amor. Dame unos minutos.
Enzo negó con la cabeza, su sonrisa algo traviesa mientras se inclinaba para besar su frente.
—No, vamos juntos. Vamos a darnos una ducha antes de salir.
Ambos se levantaron, y la luz cálida de la mañana los acompañó hasta el baño. Enzo encendió la regadera, dejando que el agua tibia comenzara a llenar el espacio con vapor. Amatista fue la primera en entrar, sintiendo cómo las gotas se deslizaban por su piel, relajando sus músculos y despejando los últimos rastros de sueño.
Cuando Enzo entró tras ella, no perdió tiempo en buscarla. Sus manos la encontraron de inmediato, recorriendo su cuerpo con movimientos que eran a la vez urgentes y llenos de ternura.
—Eres imposible, amor —murmuró Amatista, su sonrisa desvaneciéndose mientras el calor de sus caricias la envolvía por completo.
—No puedo evitarlo. Eres mía, gatita —respondió Enzo, inclinándose para besarla.
El agua caía alrededor de ellos, amortiguando los sonidos de los besos que rápidamente se volvieron más intensos. Enzo la empujó suavemente contra la pared, dejando que sus labios descendieran por su cuello hasta detenerse en el borde de su clavícula.
Amatista, con los ojos cerrados y los dedos enredados en su cabello húmedo, dejó escapar un gemido bajo antes de murmurar:
—Estoy feliz, amor… porque ahora puedo verte todos los días.
Enzo detuvo sus movimientos por un momento, levantando la mirada hacia ella. Su expresión, que siempre parecía un reflejo de confianza y control, mostró una leve grieta al escuchar sus palabras.
—¿Antes no eras feliz? —preguntó, su voz baja pero cargada de intensidad.
Amatista lo miró directamente, sus ojos brillando con una mezcla de emociones difíciles de contener.
—Antes, en la mansión del campo… me ponía muy triste cuando te veía —confesó, su voz temblando ligeramente.
Enzo frunció el ceño, confundido.
—¿Te ponías triste al verme? ¿Por qué, gatita?
Amatista tomó aire profundamente, dejando que el agua templada la ayudara a soltar lo que había guardado durante tanto tiempo.
—Porque sabía que, cuando me despertara, tú ya no estarías. Te veía llegar, pero nunca sabía cuánto tiempo estarías conmigo… y cuando te ibas, pasaban días, a veces semanas, antes de que volvieras.
Las palabras salieron apresuradas, como si necesitara liberarlas de su pecho antes de que se atragantaran. Sus manos, que hasta entonces habían estado sobre los hombros de Enzo, se deslizaron hacia abajo, buscando apoyo en su pecho firme.
—No sabes lo vacío que se sentía ese lugar cuando no estabas. La casa era enorme, pero todo lo que podía sentir era silencio. Me decía a mí misma que era tu trabajo, que debía entenderlo… pero no podía evitar llorar algunas noches.
Enzo la miraba, inmóvil, sus ojos oscuros llenos de una emoción que rara vez permitía mostrar. Levantó una mano para acariciar su mejilla, sus dedos fuertes pero suaves mientras la obligaba a mantener su mirada fija en la suya.
—Lo siento, gatita. Si hubiera podido estar contigo más tiempo, lo habría hecho.
Amatista negó con la cabeza, una lágrima escapando a pesar de la mezcla de agua y vapor que ya cubría su rostro.
—Ya no importa, amor. Ahora estás aquí. Ahora te tengo todos los días.
Enzo no respondió con palabras. En cambio, inclinó su cabeza hacia ella, dejando un beso que no fue ni apasionado ni urgente, sino lleno de una promesa silenciosa. Sus labios permanecieron juntos por un momento antes de que las caricias entre ellos se reanudaran, más lentas, pero igual de intensas.
Cuando finalmente salieron de la ducha, ambos tenían los ojos brillantes, aunque por razones diferentes. Amatista, con el cabello húmedo cayendo sobre sus hombros, se dirigió al armario para vestirse.