Capítulo 101 Sombras y promesas
La luz del amanecer se colaba por las altas ventanas de la mansión Bourth, iluminando los corredores silenciosos y los vestigios de una calma tensa que no lograba disipar la ausencia de Amatista. Enzo despertó en la habitación que había compartido con ella, la cama parecía más grande y fría sin su presencia. Llevaba tres días intentando sobrellevar su partida, respetando su pedido de una semana para procesar lo sucedido. Sin embargo, el peso de ese tiempo parecía alargarse infinitamente.
Suspiró profundamente antes de levantarse, con el pecho cargado de emociones que nunca había admitido en voz alta. Una ducha rápida y el traje oscuro que escogió no lograron disipar el vacío que sentía, pero el ritual de vestirse al menos lo mantenía en pie.
Bajó al comedor, donde lo esperaba Roque con una carpeta entre sus manos. El hombre se puso de pie al verlo entrar.
—Señor, ya localizamos el lugar donde la señorita Amatista se está hospedando —anunció, entregándole la carpeta.
Enzo tomó el archivo sin abrirlo. Lo sostuvo unos instantes, como si el simple contacto con el papel lo acercara un poco más a su "gatita". Sabía que ella necesitaba espacio, y él había prometido dárselo, pero el deseo de ir a buscarla y traerla de vuelta con él lo quemaba por dentro.
—Selecciona con cuidado a los nuevos guardias —ordenó, su voz fría pero firme—. No quiero que vuelva a ocurrir lo de Daniel.
—Entendido, señor —respondió Roque antes de retirarse, dejando a Enzo solo con sus pensamientos.
El silencio en la mansión era sofocante. Al poco tiempo, Alicia y Alessandra entraron en el comedor. Alicia, con su expresión amable y serena, saludó a Enzo mientras se servía una taza de café. Alessandra, más callada, tomó asiento junto a su hermano.
Enzo se sentó frente a ellas, abriendo finalmente la carpeta para estudiar la información del hotel donde Amatista se encontraba. Apenas había comenzado a leer cuando la voz de Alicia rompió el silencio.
—Enzo, Alessandra y yo hemos decidido volver a la casa de nuestro pariente —anunció con tono suave pero firme.
Enzo levantó la mirada, dejando la carpeta a un lado.
—No es necesario que se vayan. Quédense aquí. Amatista podría querer hablar contigo cuando regrese.
Alicia bajó la vista hacia su taza de café, jugando con la cucharilla.
—Lo sé, pero creo que es mejor que nos vayamos. Ella necesita espacio, y yo… no quiero ser un recordatorio de lo que le ocultamos.
Las palabras de Alicia eran sinceras. Sabía que, al permanecer en la mansión, la tensión entre Amatista y ella podría complicar aún más las cosas. Enzo asintió lentamente, comprendiendo su postura, aunque no estaba del todo de acuerdo.
—Haz lo que creas conveniente —respondió al final, sin querer discutir el tema.
El desayuno transcurrió en silencio, y poco después, Enzo se levantó y salió del comedor. Había una reunión esperándolo en su oficina en la ciudad, pero su mente estaba lejos de los negocios.
En el pequeño hotel donde se encontraba Amatista, la mañana avanzaba con lentitud. Sentada junto a una ventana en la cafetería, una taza de café humeante descansaba frente a ella. La decoración sencilla y la luz tenue del lugar le ofrecían una tranquilidad extraña, pero bienvenida. La austeridad del entorno era un contraste abrumador con la opulencia de la mansión Bourth, aunque, por primera vez en mucho tiempo, Amatista sentía que podía respirar.
Sus pensamientos, sin embargo, no le otorgaban el mismo sosiego. Desde que había descubierto que su madre, Isabel, estaba viva, no había logrado encontrar un momento de paz. Más allá de la sorpresa de saberla con vida, la herida más profunda venía del hecho de que Isabel la había vendido a Romano Bourth cuando era solo una niña. Había intentado comprender las razones detrás de esa traición, pero cada intento solo avivaba su dolor y su confusión.
Amatista bajó la mirada hacia su cuaderno, uno de los únicos objetos que había decidido llevar consigo cuando dejó la mansión. Sus páginas estaban llenas de bocetos:
Tomó su lápiz y comenzó a dibujar sin pensar demasiado. Las líneas emergían con fluidez, formando patrones intrincados, curvas suaves que parecían un reflejo de su estado emocional.
El tiempo parecía detenerse mientras se sumergía en el diseño de un nuevo colgante. Era una pieza simple pero cargada de significado: una lágrima envuelta en espinas, como si intentara proteger algo frágil pero invaluable. La idea la estremeció, y apartó el lápiz de golpe, observando el dibujo con una mezcla de orgullo y tristeza.
Se levantó de la mesa y llevó la taza de café vacía al mostrador. La encargada del hotel le ofreció una sonrisa amable, pero Amatista apenas logró devolverle el gesto. Se sentía agotada, como si cada pensamiento drenara su energía.
De regreso en su habitación, colocó el cuaderno sobre la cama y abrió la ventana. El aire fresco de la mañana le acarició el rostro, despeinando ligeramente su cabello. Cerró los ojos, buscando respuestas en el silencio. Pero lo único que encontró fue la misma sensación de incertidumbre que la había acompañado desde que dejó la mansión.
Sabía que, eventualmente, tendría que enfrentarse a Isabel, a Enzo, y a todas las verdades que ahora pendían sobre ella como un peso invisible. Pero, por ahora, lo único que podía hacer era aferrarse a su cuaderno y a las líneas que trazaba en él, esperando encontrar en sus propios diseños un indicio de claridad.
Enzo llegó a su oficina en el centro de la ciudad, donde lo esperaban sus socios. La sala estaba llena de actividad. Mapas y documentos cubrían la mesa, y los hombres hablaban sobre el próximo proyecto: un centro comercial que prometía ser una gran inversión.
Aunque las voces resonaban con energía, Enzo apenas prestaba atención. Respondía lo justo, su mente ocupada en otro lugar. Sus socios notaron su distracción, pero nadie dijo nada. Era raro ver a Enzo tan distante, pero no era alguien a quien cuestionar fácilmente.
En un momento, Massimo le preguntó su opinión sobre una de las ubicaciones propuestas. Enzo miró el mapa brevemente antes de asentir.
—Es viable —respondió, aunque no había analizado del todo la propuesta.
Emilio, sentado al otro lado de la mesa, lo observó con una ceja levantada. Conocía a Enzo lo suficiente como para notar que algo no estaba bien, pero decidió no presionar. Si había algo que aprender de Enzo Bianco, era que compartía sus problemas solo cuando él lo consideraba necesario.
La reunión continuó, pero para Enzo cada minuto se hacía eterno. Finalmente, se puso de pie abruptamente.
—Disculpen, tengo asuntos personales que atender. Sigamos mañana.
Los demás intercambiaron miradas, sorprendidos por la abrupta salida de Enzo, pero nadie lo detuvo.
Amatista regresó a su habitación después de desayunar. La tenue luz de la mañana se filtraba a través de las cortinas, proyectando sombras suaves en las paredes del pequeño espacio. Colocó su cuaderno sobre la mesa junto a la ventana, dejando a un lado sus bocetos. Sus dedos acariciaron la tapa como buscando consuelo en ese hábito que normalmente le traía paz. Pero hoy, la tranquilidad era esquiva.
El peso de las revelaciones recientes seguía oprimiendo su pecho como un ancla. Isabel, su madre, estaba viva, pero no como ella había imaginado. Saber que había sido vendida como un objeto la llenaba de una mezcla de rabia, tristeza y desorientación. Cerró los ojos, intentando desviar sus pensamientos.
Sin embargo, su mente no le ofreció alivio. La imagen de Enzo apareció con fuerza, como si él estuviera justo allí, mirándola con esa mezcla de dulzura y firmeza que la hacía temblar. Recordó su voz, su tacto, la manera en que la llamaba "gatita". Lo extrañaba con una intensidad que le dolía admitir.
Abajo, Enzo ingresaba al hotel con pasos decididos. Había salido de la reunión sin dudarlo, impulsado por un deseo irrefrenable de verla. Tres días sin Amatista habían sido suficientes para recordarle que no podía estar lejos de ella. Su pecho ardía con una mezcla de ansiedad y anhelo. La dirección que le había dado Roque estaba grabada en su memoria, pero ahora la carpeta reposaba olvidada en el auto.
Subió hasta el piso indicado y se detuvo frente a la puerta de la habitación. Su mano se alzó para golpear, pero vaciló por un instante. Sabía que ella no estaría feliz de verlo, que su llegada podría desatar una discusión, pero no le importaba. Necesitaba verla, tocarla, asegurarse de que seguía siendo suya.
Golpeó con firmeza, y Amatista, aún recostada en la cama, frunció el ceño. Se levantó despacio y, al abrir apenas una rendija, su corazón dio un vuelco al encontrarse con los ojos de Enzo.
—¿Qué haces aquí? —preguntó con una mezcla de sorpresa y reproche.
—No podía esperar más, gatita. —Su voz grave tenía un tono sincero que la desarmó por un instante.
—Te pedí una semana, Enzo. —Abrió la puerta un poco más, aunque mantenía el ceño fruncido.
—Tres días han sido demasiado. No puedo más. —Sin darle tiempo a responder, Enzo cruzó el umbral, cerrando la puerta tras de sí.
Amatista cruzó los brazos, intentando ocultar el torbellino de emociones que la invadía.
—Esto no es respetar mi espacio —dijo, manteniendo la firmeza en su tono.
—Lo sé. Pero no puedo quedarme lejos. Cada minuto sin ti es un tormento. —Enzo dio un paso hacia ella, su mirada fija en la suya. Su cansancio era evidente; las ojeras marcaban noches de insomnio.
Amatista quiso responder, pero la intensidad de sus palabras la dejó muda. Su mirada reflejaba una desesperación que la desconcertaba.
—Eso no justifica que… —intentó decir, pero Enzo cerró la distancia entre ambos y la tomó por la cintura.
—No me importa justificar nada. —Antes de que ella pudiera protestar, sus labios atraparon los de Amatista en un beso cargado de necesidad y deseo. Fue urgente, apremiante, como si tratara de recuperar el tiempo perdido.
Amatista se resistió al principio, empujándolo con suavidad, pero pronto sus manos se aferraron a su cuello. Su propio cuerpo la traicionaba, respondiendo con la misma intensidad.
—Te extraño, gatita —murmuró Enzo entre besos, su voz ronca y llena de emociones que nunca verbalizaba del todo.
La llevó hacia la cama, sus movimientos firmes pero llenos de cuidado. Amatista intentó protestar nuevamente, pero su corazón acelerado y su piel ardiendo la traicionaron. Sus manos recorrieron la espalda de Enzo mientras sus labios seguían fundiéndose en un juego apasionado.
El mundo exterior dejó de existir en ese instante. El peso de los días sin tocarse, sin mirarse, sin sentir la cercanía del otro, se liberó con cada caricia. Sus cuerpos se entrelazaron en un encuentro que era tan físico como emocional, lleno de urgencia y deseo reprimido.
Cuando todo terminó, ambos yacían sobre la cama, con la respiración agitada. Amatista permanecía sobre el pecho de Enzo, escuchando el latido acelerado de su corazón. Él acariciaba su cabello, dejando que el momento los envolviera.
—Aún no estoy lista para hablar de lo que pasó —murmuró ella, rompiendo el silencio. Su voz era suave, pero había una determinación en ella que no pasó desapercibida para Enzo.
Él besó su frente con ternura.
—Lo entiendo, gatita. No tienes que hacerlo si no quieres.
Amatista se acomodó a su lado, pensativa. Finalmente, habló con un tono más práctico:
—Enzo, no trajiste protección.
Él frunció el ceño, entendiendo de inmediato a lo que se refería.
—Federico dijo que necesitábamos esperar. —Su voz tenía un tono preocupado.
—Entonces ve a conseguir una pastilla. No quiero correr riesgos. —Amatista lo miró con firmeza, dejando claro que no era una sugerencia.
Enzo suspiró y se levantó de la cama, vistiéndose rápidamente.
—Volveré enseguida.
Antes de salir, se inclinó para besarla una vez más, con un toque de suavidad que contrastaba con la intensidad del encuentro anterior.
—Te amo, gatita —susurró antes de irse, dejando a Amatista con una mezcla de emociones mientras lo veía cerrar la puerta tras de sí.
El sol comenzaba a ponerse cuando Enzo regresó al hotel. Traía las pastillas que Amatista había solicitado. Sin decir palabra, las dejó sobre la mesa y se sentó frente a ella, con una mirada que reflejaba preocupación.
—Te las traje, gatita —dijo, con voz suave—. Sé que necesitas tiempo para pensar, y lo entiendo. Pero este hotel... no me gusta.
Amatista levantó la vista hacia él, comprendiendo su inquietud.
—Sé que te preocupa, pero el lugar es seguro, amor. No tengo ningún problema aquí.
Enzo, sin apartar la vista de ella, suspiró.
—Gatita quiero que estés tranquila, pero prefiero que busques otro hotel. De hecho, haré la reserva en uno más seguro. No te molestare, te daré el tiempo que necesites para pensar.
Amatista lo miró por un momento, luego asintió.
—Está bien. Elige el hotel, si eso te hace sentir más seguro.
Enzo la observó un momento, agradecido por su comprensión.
—Gracias, gatita —dijo, con una sonrisa fugaz. Luego, sacó el celular de ella del bolsillo y lo dejó sobre la mesa—. Lo dejaste en la mansión para evitar que te contactaran. Pero, si necesitas algo, por favor, llámame. No quiero que te sientas sola.
Amatista tomó el celular con una ligera sonrisa, asintiendo.
—Lo haré, amor. Gracias por todo.
La noche estaba en su apogeo cuando Clara llegó al restaurante que Mateo había mencionado en su mensaje. La fachada elegante, iluminada por luces cálidas, la invitaba a entrar. Al hacerlo, se dio cuenta de que el lugar estaba completamente vacío.
La música de un piano llenaba el ambiente, creando una atmósfera íntima. Mateo, vestido con una camisa blanca y un saco oscuro, estaba cerca de una mesa adornada con velas. Al verla entrar, una sonrisa iluminó su rostro.
—¿Dónde está todo el mundo? —preguntó Clara, sorprendida.
—Reservé el lugar solo para nosotros —respondió Mateo, tomando su mano suavemente—. Quería que no hubiera interrupciones esta vez.
Clara sonrió, divertida por su gesto.
—Eso suena un poco excesivo.
—Quizás, pero quería impresionarte —admitió él—. ¿Funcionó?
Clara rió.
—Supongo que tendrás que esforzarte más durante la cena.
La cena transcurrió entre risas y anécdotas del pasado. Cuando Clara comentó sobre su trabajo en diseño, Mateo la miró con admiración.
—Siempre supe que tenías algo especial, Clara. Aunque no lo mostrabas mucho en la escuela.
—Bueno, tú tampoco eras un modelo de responsabilidad —respondió Clara, entre risas.
La conversación fluía con naturalidad mientras disfrutaban de la comida. Al final, después del postre, Mateo se inclinó hacia ella.
—Gracias por venir esta noche. No solo por la cena, sino por darme la oportunidad de estar contigo nuevamente.
Clara sonrió.
—Gracias a ti por ser tan… Mateo.
La música del piano seguía envolviéndolos mientras sus miradas se encontraban. Mateo se acercó, y Clara, sonriendo, lo miró fijamente.
—¿Sabes? Siempre pensé que sería raro verte de nuevo.
—¿Y lo es? —preguntó Mateo.
—No. Es… agradable. Más de lo que esperaba.
Él dio un paso más cerca.
—¿Sabes? Creo que este lugar se ve aún mejor contigo aquí.
Clara, divertida, se levantó y caminó hacia el ventanal. Mateo la siguió con dos copas de vino, y, mientras brindaban, el ambiente se cargó de una tensión suave. El reencuentro no era como ella lo había imaginado, pero, por primera vez, Clara se dio cuenta de que quizás no quería que terminara.
—¿Alguna vez pensaste que nos volveríamos a ver? —preguntó Mateo.
—Tal vez una o dos veces. La vida tiene maneras curiosas de sorprendernos.
Finalmente, Mateo dio un paso hacia ella, dejando la copa a un lado.
—Y si no estaba destinado a ser, lo haré que lo sea.
Clara lo miró, sintiendo que algo había cambiado entre ellos. El beso que siguió selló esa promesa silenciosa, y Clara, con una mezcla de vulnerabilidad y curiosidad, lo miró.
—Eso suena como un desafío.
—No lo es. Es una promesa —respondió Mateo.
La noche continuó tranquila, pero con la sensación de que algo más profundo comenzaba a germinar entre ellos.