Capítulo 184 Entre poderes y sonrisas
Enzo, Amatista y Emilio ingresaron a la sala privada donde una gran mesa redonda los esperaba. Al principio, la estancia era imponente, con un aire de exclusividad que se sentía en el ambiente, marcado por la elegancia de los asistentes. Muchos hombres de poder ya se encontraban allí, acompañados de sus esposas, algunas mujeres de compañía, y otros, como Enzo, que no solían ser vistos en este tipo de reuniones. La mesa estaba llena de charlas animadas, pero la llegada de Enzo con Amatista llamó la atención de todos, especialmente porque ninguno de los presentes parecía conocerla, ni a Emilio, quien caminaba unos pasos detrás de ellos.
Amatista, al entrar, notó a Carolina con el bebé en brazos. Carolina parecía tranquila, disfrutando de la celebración mientras cuidaba a su hijo. Al otro lado de la mesa, en un rincón más apartado, estaba la mujer que se había negado a ayudar a Carolina en el baño, su actitud arrogante todavía estaba presente, lo que hacía que Amatista se sintiera algo incómoda al recordarlo, aunque rápidamente apartó la mirada.
Enzo caminó con paso firme hacia Liam, quien se encontraba conversando con algunos hombres al final de la mesa. Su presencia no pasó desapercibida; algunos murmullos comenzaron a extenderse, no solo por la sorpresa de verlo en una reunión de este tipo, sino por la mujer que lo acompañaba.
—Liam —saludó Enzo, dándole una palmada en el hombro a su viejo amigo—. Te presento a mi esposa, Amatista.
Liam le dio la bienvenida con una sonrisa y extendió la mano a Amatista. —Un placer conocerte, Amatista.
Pero fue Carolina quien, con una mirada cálida, comentó:
—Nos conocimos en el baño, ¿verdad? Ella fue quien me ayudó con el bebé.
Amatista sonrió, restando importancia al incidente. —No fue nada, en serio —respondió, no queriendo alargar el tema.
Liam, notando la interacción, les hizo un gesto amable. —¿Por qué no se sientan y comenzamos? La comida está lista, y quiero que la disfrutemos antes de que continuemos con los negocios.
Enzo guió a Amatista hacia la mesa y le ayudó a acomodarse en su silla.
—Gracias, amor —susurró Amatista, mirando a Enzo mientras se sentaba.
Enzo le sonrió de vuelta, su mirada suave, pero cargada de una expresión que pocos podían descifrar. El ambiente, a pesar de la formalidad, comenzó a relajarse a medida que se servían los primeros platillos. Las conversaciones se reanudaron rápidamente, mientras los demás asistentes parecían más interesados en las charlas de negocios que en disfrutar de la celebración.
Pero Carolina, con una sonrisa traviesa, levantó la mano para llamar la atención de todos.
—Vamos, basta de negocios por una noche —dijo con tono juguetón—. Hoy es mi cumpleaños. ¡Quiero un poco de diversión!
En ese momento, su curiosidad se despertó, y con una mirada inquisitiva, se dirigió hacia Enzo y Amatista.
—Oye, Enzo, ¿hace cuánto están juntos tú y tu esposa? —preguntó Carolina, claramente intrigada.
Liam, con una sonrisa cómplice, se sumó a la conversación.
—Sí, yo también tengo curiosidad. Ambos se ven... distintos, pero de alguna manera se complementan.
Amatista soltó una pequeña risa, antes de responder con tranquilidad.
—Llevamos mucho tiempo juntos, más de diez años.
Enzo, con su característico tono serio pero no exento de ternura, añadió:
—Prácticamente toda la vida.
Liam y Carolina se sorprendieron por la respuesta. Carolina no pudo evitar exhalar una pequeña risa de incredulidad.
—¿Y no han pensado en tener hijos? —preguntó, aún sorprendida por la longevidad de su relación.
Amatista miró a Enzo antes de responder.
—Sí, de hecho, tuvimos gemelos. Ya tienen tres semanas.
Carolina se quedó boquiabierta, mirando a Amatista.
—No puedo creerlo... ¡Tres semanas! Y te ves tan bien.
Amatista sonrió, pero de inmediato, una sombra cruzó su rostro.
—No es así. Después del parto perdí mucho peso, y recién ahora estoy recuperándome —explicó, su tono suave pero sincero.
Enzo, tomando la mano de Amatista con cariño, añadió con un tono más protector.
—Estuvimos muy preocupados por su estado, pero está mucho mejor ahora.
Carolina asintió, dándole una sonrisa comprensiva.
—Me imagino... ¡Gemelos! Eso debe ser todo un desafío, pero parece que lo llevan muy bien.
Amatista sonrió, agradecida por la empatía de Carolina, mientras la conversación continuaba entre risas suaves y murmullos. Enzo, siempre atento, compartía miradas con Amatista, disfrutando de la complicidad que los unía, mientras los demás seguían sumidos en sus propias charlas y celebraciones. La cena continuó en su curso, y el aire formal que aún rondaba en la mesa se fue desvaneciendo lentamente. La conversación entre ellos fue tranquila, casi un respiro en medio del bullicio que se apoderaba de la sala, llena de hombres poderosos y sus acompañantes.
La atmósfera de la fiesta se intensificó cuando la música comenzó a sonar más fuerte, y las risas y los murmullos se transformaron en conversaciones más animadas. Las copas de vino se alzaban y caían, mientras el resto de los invitados se dispersaba por la sala, siguiendo el ritmo de la celebración.
Carolina y Liam, por un momento, se retiraron para atender a su hijo, dejando a Enzo y Amatista en medio del ajetreo. El bullicio de la fiesta parecía más distante ahora, un contraste marcado por la tranquilidad que los dos compartían en su pequeño rincón.
Amatista, al ver cómo la gente se dispersaba, se inclinó hacia Enzo, con una sonrisa coqueta y un brillo juguetón en sus ojos.
—¿Qué dice mi esposo? ¿Desea bailar un rato? —preguntó, mientras sus dedos se deslizaban suavemente por el borde de su copa, acercándose a él con gracia.
Enzo la miró, sonriendo de lado. No pudo evitar un leve suspiro de exasperación, pero de una manera casi cariñosa.
—Con mi gatita, siempre —respondió, su voz grave pero cálida. Pero su tono se volvió ligeramente más serio, como una advertencia juguetona—. Pero si intentas coquetear conmigo, te advierto que no lo dejaré pasar. Terminaríamos en la cama más cercana.
Amatista soltó una risa ligera, su mirada traviesa no podía ocultar la diversión que sentía en ese instante.
—Veremos qué pasa —respondió, levantándose con elegancia. Tomó la mano de Enzo y, con un gesto sutil, lo condujo hacia la pista de baile.
Cuando llegaron, la pista estaba ya llena de algunas parejas que se balanceaban al ritmo suave de la música, pero no era el tipo de ambiente que tanto disfrutaban. La música, un tanto más tranquila, no lograba disfrazar la atmósfera de superficialidad que envolvía el lugar. A pesar de la sensualidad que la danza insinuaba, ambos sabían que no encajaban completamente en ese entorno.
Enzo y Amatista se unieron en la pista, muy pegados el uno al otro, mientras sus cuerpos se movían al compás de la música. La conversación entre ellos era discreta, pero cargada de ese tipo de complicidad silenciosa que solo ellos compartían.
—No me gusta este ambiente —murmuró Amatista cerca de su oído, su voz suave, pero firme. Ambos compartían la misma incomodidad, aunque ninguno de los dos lo expresaba abiertamente.
—A mí tampoco —respondió Enzo, su respiración rozando la piel de Amatista mientras bailaban—. Pero tenemos que esperar a que esta celebración termine antes de hablar con Liam. No hay otra forma de hacerlo.
Amatista asintió, pero en lugar de quedarse en silencio, sus manos comenzaron a moverse de manera juguetona. Con un gesto casi coqueto, sus dedos acariciaron su pecho, trazando círculos lentos sobre la tela de su camisa, provocándole un leve estremecimiento. Enzo, aunque alerta, disfrutaba de la atención, sabiendo que ella lo hacía por puro juego.
A medida que la danza continuaba, el calor entre ellos aumentaba, y Amatista, aprovechando la cercanía, se inclinó hacia Enzo, acercándose a su rostro.
—Te vi la cara muy ilusionado cuando te llamé “amor” —comentó con una sonrisa divertida.
Enzo, ligeramente sorprendido por su observación, la miró a los ojos. Su rostro, antes serio, se suavizó en un gesto sincero.
—Es que, gatita, no me canso de escuchar esas palabras de ti. Es lo único que quiero oír de tus labios.
La música seguía envolviéndolos en su ritmo pausado, mientras Enzo bajaba lentamente sus manos hasta las caderas de Amatista, acercándola aún más a él. Sus dedos se apretaron con firmeza, como si quisiera recordarle que en su mundo no existían límites cuando se trataba de ella.
—Te advertí lo que pasaría si coqueteabas conmigo, gatita —murmuró contra su oído, su voz cargada de una amenaza seductora.
Amatista alzó la mirada con una sonrisa traviesa y se acercó aún más, sus labios rozando la piel de su cuello antes de susurrarle con voz provocadora:
—¿Desde cuándo necesitamos una cama? Tal vez sea mejor ampliar la lista.
Enzo entrecerró los ojos, sintiendo cómo su cuerpo reaccionaba al descaro de Amatista. La miró fijamente, sus pupilas oscurecidas por el deseo, y se mordió el labio con una mezcla de diversión y frustración contenida. Ella siempre supo cómo jugar con sus límites, cómo encenderlo con el menor esfuerzo.
Pero antes de que pudiera responder o tomar cartas en el asunto, una voz masculina interrumpió el momento.
—Enzo, amigo, ¿por qué no te unes a nosotros un momento? Vamos a hablar de negocios… y otras cosas. —El hombre, de unos cuarenta años, con traje impecable y un aire de suficiencia, le sonrió con confianza. Su tono era relajado, pero la invitación no dejaba espacio para una negativa.
Enzo giró lentamente la cabeza, recuperando su compostura con la facilidad de quien está acostumbrado a ser interrumpido en los momentos menos oportunos. Su brazo seguía firme alrededor de la cintura de Amatista cuando el hombre añadió, con un leve gesto de cortesía:
—La señorita está invitada también, por supuesto.
Era evidente que no sabían quién era Amatista, lo que le daba cierto margen de maniobra. Enzo deslizó sus dedos por la espalda de ella, como si con ese simple contacto le advirtiera que la situación había cambiado.
—Claro —respondió Enzo con una media sonrisa, su tono impenetrable—. Los acompañaremos.
Amatista no dijo nada, pero el brillo de sus ojos dejaba claro que captaba el juego. Sin soltar la mano de Enzo, lo siguió con naturalidad mientras se dirigían hacia la mesa donde varios hombres esperaban con copas en la mano y miradas curiosas.
Amatista y Enzo avanzaron entre las mesas con la misma elegancia con la que se movían en su propio mundo. En cuanto llegaron, los hombres los recibieron con expresiones calculadas, copas en mano y sonrisas que escondían curiosidad. Pero no eran solo ellos quienes observaban con interés; las mujeres que los acompañaban —algunas esposas, otras claramente amantes o simples acompañantes de la noche— también posaron sus ojos en Amatista con una mezcla de análisis y sutil envidia.
No era para menos. Nadie, en ninguna de estas reuniones, había visto a Enzo con una mujer a su lado. Siempre había sido una presencia solitaria, inaccesible, un hombre que no parecía necesitar compañía femenina más allá de lo efímero. Pero ahora estaba allí, con Amatista tomada de su mano, y su lenguaje corporal lo decía todo: ella no era una más.
Uno de los hombres, un empresario de cabello canoso y mirada astuta, fue el primero en romper el hielo.
—Enzo, nos sorprende verte aquí esta noche. Más aún, acompañado.
—Las sorpresas nunca terminan —respondió Enzo con una sonrisa ligera, aunque su tono dejaba claro que no tenía intención de alimentar la charla.
Otro hombre, más joven, con el aire despreocupado de quien está acostumbrado a la riqueza sin esfuerzo, inclinó la cabeza con interés.
—No sabíamos que te gustaban este tipo de reuniones sociales. Siempre eres más… reservado.
—Uno debe adaptarse a las circunstancias —replicó Enzo con neutralidad, mientras apretaba sutilmente la mano de Amatista.
Las miradas se desviaron hacia ella con disimulo. Las mujeres evaluaban su vestido, su postura, su expresión tranquila pero alerta. Los hombres, en cambio, parecían más interesados en lo que su presencia representaba.
—Y la señorita… —se aventuró uno de los socios, con el tono casual de quien pregunta por simple cortesía, aunque todos sabían que la pregunta iba mucho más allá de eso—. No hemos tenido el placer de conocerla antes.
—Curioso —comentó otro, sonriendo con aire relajado—. Porque Enzo nunca nos ha presentado a nadie antes.
Las palabras eran suaves, pero la intención estaba clara. Querían saber quién era Amatista. Querían entender qué hacía allí, con Enzo, y por qué él, el hombre que siempre había sido indiferente a cualquier compañía femenina, ahora tenía a una mujer a su lado con tanta naturalidad.
Las mujeres que estaban en la mesa también parecían curiosas, aunque algunas disimulaban mejor que otras. Una de ellas, una rubia elegante de labios rojos y vestido ajustado, sonrió con un dejo de burla.
—No sabíamos que tenías pareja, Enzo. Mucho menos que fueras un hombre de relaciones duraderas.
Enzo, que hasta ahora había mantenido una actitud paciente, se cansó del juego. Su mirada se tornó afilada y su voz adquirió un tono definitivo cuando finalmente habló.
—Les presentaré como corresponde. —Soltó la mano de Amatista solo para deslizar un brazo alrededor de su cintura, acercándola más a él con una seguridad que no dejaba dudas—. Esta es Amatista Bourth. Mi esposa.
Un breve silencio se extendió en la mesa. Algunas miradas se ampliaron con sorpresa; otras, con incredulidad.
—¿Esposa? —repitió uno de los hombres, como si quisiera asegurarse de haber escuchado bien.
—Sí. —Enzo sonrió con esa expresión que mezclaba arrogancia y certeza absoluta—. Y no solo mi esposa. También la madre de mis hijos.
Las mujeres intercambiaron miradas, algunas con sorpresa, otras con evidente desilusión. En cambio, los hombres parecían analizar la información con un nuevo nivel de interés.
Pero Enzo no les dio tiempo para más especulaciones. Bajó la mirada hacia Amatista y luego recorrió con los ojos a todos en la mesa, su sonrisa ahora cargada de posesividad y orgullo.
—Díganme ustedes —dijo con calma, pero con una seguridad abrumadora—, con una mujer así… ¿por qué buscaría a alguien más?
El silencio que siguió a las palabras de Enzo fue breve, pero lo suficientemente intenso como para notarse. Entre los presentes hubo un intercambio de miradas, algunas incrédulas, otras aprobatorias. Un par de hombres sonrieron con sorna, mientras que otros asintieron con reconocimiento.
—Vaya, Bourth, no creí que fueras un hombre de familia —comentó uno de ellos, con tono burlón.
—Parece que todos nos equivocamos con él —agregó otro, con una media sonrisa—. Aunque debo decir que ahora todo tiene más sentido.
—Sí, claro, mucho sentido —intervino la mujer rubia de labios rojos, cruzándose de brazos—. No sé si estoy más sorprendida por la revelación o por la devoción con la que lo dijo.
Antes de que nadie pudiera responder, una nueva voz se unió a la conversación.
—¿Ya la interrogaron? —preguntó Emilio con una sonrisa ladeada mientras se acercaba. Le dirigió a Amatista una mirada cómplice y luego añadió—: Cuñada, me imagino que no te dejaron en paz desde que llegaste.
Amatista soltó una leve risa y negó con la cabeza.
—Nada que no esperara —respondió con un aire de diversión.
—Pues que quede claro —añadió Emilio, mirando a los demás—, que la señora Bourth no necesita presentación ni aprobación de nadie.
Hubo un par de risas y algunos murmullos entre la gente, pero todos captaron el mensaje. Amatista no era solo una acompañante ocasional. Era la esposa de Enzo. Y, más importante aún, parecía que nadie en esa sala podía disputarle ese lugar.