Capítulo 34 Entre amenazas y confesiones
La luz del atardecer se filtraba a través de los ventanales del despacho, proyectando un resplandor dorado que parecía contrastar con la tensión que llenaba el ambiente. Enzo Bourth permanecía firme frente a Daniel y Joel Sorni, dos hombres que habían llegado hasta allí con intenciones de limpiar su nombre. Aunque sus gestos y palabras intentaban transmitir sinceridad, la mirada penetrante de Enzo no dejaba espacio para dudas. Cada movimiento suyo, cada palabra pronunciada, dejaba claro que el líder de la familia Bourth no estaba dispuesto a tolerar mentiras.
“Hablen,” ordenó con su tono característico, frío y autoritario, mientras se inclinaba ligeramente hacia adelante, apoyando ambas manos sobre su escritorio. “¿Qué los trae aquí?”
Daniel fue el primero en hablar, con una voz que buscaba mantener la compostura. Explicó que habían escuchado rumores vinculándolos al ataque ocurrido el día anterior y que, aunque reconocía estar molesto por la forma abrupta en la que terminaron las negociaciones con Enzo, jamás se atrevería a lanzar un ataque como ese. Joel Sorni asintió, sumándose al argumento.
“Si estamos aquí es para aclarar cualquier malentendido,” añadió Sorni, sus manos ligeramente temblorosas traicionaban la calma que intentaba proyectar.
Enzo se mantuvo impasible mientras los hombres hablaban. Apenas un movimiento de su ceja indicó que estaba considerando sus palabras. Fue Emilio quien intervino, cortando la explicación de Daniel con una pregunta cargada de sospechas:
“¿Y cómo explican que hombres vinculados a ustedes participaron en el ataque?”
Joel Sorni se apresuró a defenderse, aclarando que efectivamente había prestado a Daniel algunos hombres, pero no para un ataque. “Fue para un envío grande,” explicó, “Daniel necesitaba refuerzos y, como su propuesta me ofrecía un descuento, accedí a ayudarlo. Pero jamás habría permitido que usaran esos recursos para algo tan bajo.”
Enzo dejó que la conversación fluyera por unos instantes más, sin apartar su mirada de Daniel. Luego, con una voz cargada de veneno, lanzó su siguiente pregunta:
“Si no están involucrados, ¿qué hacía Marco, tu hombre de confianza, en un bar con Sebastián, justo antes del ataque?”
La mandíbula de Daniel se tensó al escuchar la pregunta, pero se obligó a mantener la calma. Explicó que Marco y Sebastián eran viejos amigos, aunque reconoció que Sebastián había trabajado para él en el pasado y tuvo que despedirlo debido a problemas con el alcohol. “No tengo control sobre las amistades de mis hombres fuera del trabajo,” añadió, intentando sonar razonable.
Enzo no estaba convencido. Caminó lentamente por la habitación, con las manos cruzadas detrás de la espalda, proyectando una imagen de poder absoluto. Finalmente, se detuvo frente a Daniel y Sorni, sus ojos oscuros brillando con una intensidad que hizo que ambos hombres se removieran incómodos en sus asientos.
“Voy a ser claro,” comenzó Enzo, con una voz que parecía retumbar en las paredes. “Si descubro que me están mintiendo, las consecuencias serán terribles.”
El ambiente, ya de por sí tenso, pareció volverse más pesado. Daniel intentó responder, pero Enzo alzó una mano para detenerlo.
“Lo que atacaron no fue solo una propiedad mía,” continuó, su tono volviéndose aún más amenazante. “Era la mansión donde vive mi mujer. La golpearon.”
Las palabras cayeron como un martillo sobre Daniel y Sorni. Ambos hombres se quedaron en silencio, sin saber cómo reaccionar ante semejante revelación. Pero antes de que pudieran procesarlo, Enzo lanzó otra bomba.
“¿Sabes qué es lo más irónico, Daniel?” preguntó, inclinándose hacia él. “Esa mujer, mi mujer, es la hija que tanto buscaste durante años y que ahora ya no quieres conocer.”
El rostro de Daniel se descompuso por completo. Sus ojos se abrieron con incredulidad mientras intentaba encontrar palabras que no llegaban. “¿Qué estás diciendo?” murmuró, casi en un susurro.
Enzo no mostró compasión. “Sí, Amatista es tu hija. Pero escucha bien, Daniel: no la quiero ver sufriendo otra vez por tu culpa. Ya fue suficiente el daño que le hiciste cuando te negaste a conocerla.”
El silencio que siguió fue sepulcral. Daniel parecía congelado, incapaz de articular una respuesta. Sorni, por su parte, mantenía la cabeza baja, como si comprendiera que cualquier palabra solo empeoraría la situación.
“Ahora, lárguense,” ordenó Enzo finalmente, señalando hacia la puerta. “Antes de que cambie de idea.”
Enzo observó cómo Roque acompañaba a Daniel y Sorni hacia la salida. Pero cuando salieron al comedor, Daniel no pudo contenerse más. Se volvió hacia Enzo con una súplica en su voz.
“Por favor, déjame verla,” rogó, con un tono que revelaba una mezcla de desesperación y arrepentimiento. “Es mi hija.”
Enzo lo miró con desdén. “Eso no lo decidiré yo,” respondió fríamente. “Amatista sufrió mucho cuando supo que no querías conocerla. Será ella quien tome esa decisión, no yo.”
Antes de que Daniel pudiera replicar, una voz firme y clara interrumpió la conversación.
“Tú no eres mi padre.”
Todos se giraron hacia la cocina, donde Amatista había aparecido con un plato de galletas en las manos. Sus ojos brillaban con determinación mientras enfrentaba al hombre que, biológicamente, era su padre, pero que nunca había cumplido ese papel en su vida.
Sin esperar una respuesta, Amatista giró sobre sus talones y salió hacia el jardín, dejando tras de sí un silencio cargado de emociones.
Enzo no pudo evitar una leve sonrisa mientras la observaba. “Creo que ya tienes tu respuesta,” le dijo a Daniel antes de girarse y seguir a Amatista hacia el jardín.
Enzo salió al jardín y encontró a Amatista sentada en la silla donde solían estar juntos. A su alrededor, los socios—Emilio, Massimo, Mateo y Paolo—ya estaban acomodados en sus lugares, conversando en voz baja mientras esperaban. Amatista tenía un aire tranquilo, como si estuviera al margen de la tensión que había marcado la reunión anterior. Aún sostenía un plato con galletitas, de las cuales comía despreocupadamente.
Enzo se acercó, y sin decir una palabra, tomó a Amatista de la cintura, levantándola con suavidad. Se sentó en la silla y luego la acomodó en su regazo, como si aquel fuera el único lugar donde ella pertenecía.
“¿Cómo estás?” le preguntó en voz baja, inclinándose ligeramente hacia ella. Su mirada era tierna, casi desarmada, mientras sus dedos comenzaban a dibujar círculos lentos en su espalda.
“Bien,” respondió Amatista con una leve sonrisa, llevando otra galletita a su boca. Su gesto, casi infantil, hizo que Enzo no pudiera evitar mirarla con ternura.
El momento fue interrumpido cuando Enzo levantó la vista hacia las tres mujeres presentes: Catalina, Lara y Daphne, quienes habían permanecido en silencio desde que él llegó. Su voz, ahora fría y autoritaria, rompió la calma.
“Catalina, Lara,” comenzó, dirigiéndose a las primeras dos. “Como no tienen nada que ver con el ataque, pueden irse. No tienen más que hacer aquí.” Ambas mujeres parecieron sorprendidas, pero no dijeron nada, solo asintieron y comenzaron a levantarse.
“Daphne,” continuó Enzo, fijando su mirada en ella, su tono volviéndose aún más gélido. “Tu falso compromiso ya no me sirve para nada, así que tú también debes irte. Pero te advierto,” añadió, inclinándose ligeramente hacia adelante, “si me entero de que usas mi nombre o mis influencias para cualquier cosa, te haré pagar como corresponde.”
Daphne abrió la boca para protestar, pero el brillo amenazante en los ojos de Enzo la detuvo. Sin más, se puso de pie con rapidez y salió detrás de las otras dos, su expresión reflejando una mezcla de sorpresa y humillación.
Una vez que las mujeres se retiraron, Enzo volvió su atención a sus socios. “No les creo nada a Daniel ni a Sorni,” dijo con firmeza. “Pero seguiremos con la inteligencia para desestabilizarlos. Primero les quitaremos el poder, y después les pagaremos con un ataque que no olvidarán.”
Massimo, Mateo, Paolo y Emilio asintieron al unísono, cada uno mostrando su aprobación. Había una energía silenciosa de camaradería y decisión en el aire. No había necesidad de más palabras.
Enzo bajó la mirada hacia Amatista, quien seguía comiendo tranquilamente, aparentemente ajena al peso de las decisiones que se tomaban alrededor de ella. Fue entonces cuando sus labios se curvaron en una sonrisa que prometía problemas.
“¿Crees que me olvidé de tu provocación de hace un rato?” le susurró, su tono mezclando desafío y diversión. Antes de que Amatista pudiera responder, Enzo se levantó con ella en brazos, sosteniéndola con facilidad mientras su plato caía al suelo.
“Les encargo el resto,” dijo a sus socios mientras comenzaba a caminar hacia la mansión. “No nos esperen.”
El grupo quedó en silencio por un momento, hasta que Mateo soltó una risa contenida. “Nunca cambiará,” comentó, recibiendo las risas en burla de los demás. “Definitivamente no.”
Mientras tanto, Enzo avanzaba con paso firme, ignorando las risas que quedaban atrás. Amatista, aún sorprendida por el movimiento repentino, no podía evitar reír suavemente, acomodándose en su pecho mientras él la llevaba a la habitación, dejando el jardín y las preocupaciones del mundo atrás.
Aquí tienes una versión más dinámica e interesante de la escena, conservando las bromas iniciales y sumando detalles sutiles que enriquecen la narrativa:
Enzo subió las escaleras con Amatista en brazos, el peso de su cuerpo ligero, pero suficiente para recordarle que la tenía completamente bajo su control. La mansión permanecía en completo silencio, salvo por el eco de sus pasos firmes sobre el mármol. Amatista había apoyado su cabeza contra su pecho, con una expresión que oscilaba entre la tranquilidad y una chispa de anticipación.
“Eres demasiado audaz para tu propio bien, ¿sabes?” murmuró él con un tono que mezclaba reproche y diversión.
Amatista alzó la vista, sus ojos brillantes atrapando los suyos. “¿Audaz? Yo solo estaba siendo cariñosa,” replicó con una sonrisa traviesa, ladeando un poco la cabeza.
“Cariñosa…” repitió Enzo, dejando escapar una risa baja mientras llegaban a la habitación. Con un movimiento suave, empujó la puerta con el pie y la cruzó, cerrándola detrás de ellos.
La dejó sobre la cama con la misma delicadeza que se le dedicaría a algo valioso, pero no se retiró inmediatamente. Se quedó inclinado sobre ella, observándola con una intensidad que hizo que Amatista desviara la mirada por un instante, como si intentara esconder su creciente nerviosismo.
“Sabías lo que estabas haciendo bajo la cobija,” dijo con una sonrisa ladeada que dejaba ver sus intenciones.
Amatista no mostró ni un ápice de arrepentimiento. “¿De qué hablas? No hice nada malo,” dijo con un tono inocente que contrastaba con la chispa traviesa en su mirada.
Enzo se enderezó, comenzando a quitarse la chaqueta con movimientos lentos, deliberados. La dejó caer sobre la silla más cercana y continuó con los botones de su camisa, sin apartar la mirada de ella. Amatista entrelazó sus dedos sobre su regazo, como si pretendiera mantener la compostura, aunque su respiración le traicionaba.
“Si eso es lo que llamas ‘nada’, entonces tendrás que aprender las consecuencias,” murmuró mientras se inclinaba de nuevo sobre ella.
Antes de que pudiera responder, Enzo comenzó a explorar con caricias que avanzaban despacio, leyendo cada reacción de su cuerpo. Sus manos se deslizaron con maestría, provocando un estremecimiento que Amatista no pudo ocultar. Un leve susurro escapó de sus labios, lo suficientemente suave como para que él lo notara.
“¿Te rindes ya?” preguntó con voz grave y baja, disfrutando de cada segundo.
Ella negó con la cabeza, pero no pudo evitar un suspiro al sentir cómo los labios de Enzo rozaban su piel, dejando un rastro de calor en su cuello. Sus dedos, temblorosos pero decididos, se deslizaron hacia el cabello oscuro de él, enredándose entre las hebras mientras dejaba escapar un gemido suave.
“Enzo…” susurró, su voz cargada de emociones.
Él sonrió contra su piel al escucharla, y sus movimientos se hicieron más firmes, pero sin perder la ternura que siempre tenía hacia ella. Cada reacción que Amatista mostraba era un incentivo para él, quien continuó con una dedicación que la hizo arquear ligeramente la espalda, buscando más contacto.
Cuando consideró que había tenido suficiente, Enzo se acomodó sobre ella, sosteniéndose con los brazos a ambos lados de su cuerpo. Su respiración era un poco más pesada, pero su sonrisa tenía un toque de triunfo.
“Te lo advertí,” murmuró, su voz cargada de un tono grave que hacía vibrar el ambiente. “Pagarías por provocarme.”
Amatista, con las mejillas encendidas y los ojos brillantes, alzó la mano para rozar el rostro de él, una sonrisa juguetona aún en sus labios. “Acepto el precio,” respondió en un susurro, como si esas palabras fueran parte de un desafío.
Enzo la observó por un segundo más, antes de inclinarse para besarla con una intensidad que la dejó sin aliento. A diferencia de otras veces, sus movimientos tenían un tinte más fuerte, como si algo en él no estuviera dispuesto a contenerse. Amatista, lejos de resistirse, lo aceptó con la misma intensidad, correspondiendo a cada gesto suyo.
Sus manos, aún enredadas en el cabello de Enzo, se aferraron un poco más mientras el ritmo entre ambos aumentaba. El mundo parecía desvanecerse alrededor, y solo quedaban ellos, completamente entregados a ese momento que hablaba de su conexión inquebrantable.