Capítulo 173 El peso de la venganza
La mañana siguiente, Amatista despertó en su habitación del Club Le Diable. La oscuridad de la noche anterior había quedado atrás, y aunque su cuerpo aún estaba débil por la fiebre que la había aquejado, el sonido de las cajas y las pertenencias que habían llegado durante la noche la hicieron levantarse. Santa Aurora y la mansión estaban cada vez más lejos en su memoria, y la necesidad de organizar su nueva vida en ese refugio se hacía más urgente.
El pequeño armario del club no le permitía mucha libertad, así que, en su lugar, dobló parte de la ropa y la colocó cuidadosamente sobre los sillones, en un rincón de la habitación. Luego, sintiendo que aún necesitaba descansar, decidió recostarse en la cama con un libro entre las manos. La lectura la ayudaba a distraerse de todo lo que había sucedido, de todo lo que aún quedaba por resolver.
No pasó mucho tiempo antes de que Enzo apareciera en la puerta. Esta vez, no había dormido en la misma habitación que ella, algo que, aunque no lo reconociera, le daba una sensación de alivio.
—¿Cómo estás, gatita? —preguntó Enzo con su tono frío, pero con una leve preocupación que no pasó desapercibida.
Amatista no desvió la mirada de su libro. Estaba cansada, agotada por la fiebre que aún la consumía, pero también lo estaba de las palabras vacías, de las promesas rotas. Así que se limitó a responder:
—Quiero descansar.
Enzo frunció el ceño, notando la indiferencia en su voz. Frustrado, giró sobre sus talones, solo para notar la ropa doblada sobre el sofá. Asumió que no había podido organizarla en el armario, y murmuró:
—Conseguiré percheros para la ropa.
Amatista no contestó. No levantó la vista, ni siquiera para dirigirse a él.
—Perfecto… —murmuró Enzo, antes de salir de la habitación con pasos firmes, pero no sin una chispa de molestia que lo acompañaba.
Al llegar a la sala principal, Enzo se encontró con su abogado, quien esperaba sentado en uno de los sillones. El encuentro fue breve, pero cargado de una tensión que solo un hombre como Enzo podía generar. Saludó a su abogado con un gesto profesional, invitándolo a sentarse.
—Rita ya firmó los papeles de divorcio —dijo el abogado, sin perder tiempo—. Aceptó desaparecer a cambio de no sufrir ninguna represalia.
Enzo echó un vistazo a los papeles, su rostro se suavizó por un momento mientras asimilaba que uno de los problemas se había resuelto. Asintió con satisfacción.
—Es un problema menos —comentó en voz baja.
El abogado continuó, sabiendo que Enzo no toleraba las demoras.
—También he retirado todas las inversiones que tenía en la empresa de su tío Ramis —informó el abogado—. En menos de una hora, él lo sabrá.
Enzo se recostó en su silla, observando los papeles en la mesa.
—Perfecto. Sin mi apoyo, caerán en bancarrota en menos de una semana.
El abogado asintió, pero hubo un pequeño cambio en su tono.
—Probablemente será antes. Ramis tiene unas deudas considerables. Cuando se enteren de que usted le retiró el apoyo, querrán cobrarle rápidamente.
Enzo esbozó una sonrisa fría.
—Mejor aún —dijo con firmeza—. Quiero que todos sepan que le quité el apoyo. Y, por favor, retira todo el dinero que pagué para la universidad de Isis. No la patrocinaré más.
El abogado se levantó, asintiendo en silencio. Sabía que había cumplido su parte y que el hombre frente a él no toleraba fallos.
En ese momento, Emilio, Alan, Joel, Facundo y Andrés, que habían permanecido en silencio durante toda la conversación, miraron a Enzo con una mezcla de curiosidad y desconcierto.
—¿En serio vas a arruinarle la vida a tu prima por lo que hizo con Amatista? —preguntó Emilio, su voz revelando cierta incredulidad.
El nombre de Isis flotó en el aire. Enzo, sin inmutarse, respondió con un tono calculador, pero cargado de una verdad indiscutible:
—Isis fue la principal responsable de las mentiras que intentaron destruir a Gatita. La engañaron a ella y a todos. Ahora, es hora de que pague.
Los hombres se quedaron en silencio, evaluando sus palabras. No era solo venganza lo que Enzo quería; era una advertencia. Una que resonaba en cada rincón del Club Le Diable, donde la traición y la lealtad se jugaban en un delicado equilibrio.
El Club Le Diable recibió a sus nuevos ocupantes con la misma elegancia impasible que caracterizaba el lugar. No importaba quién entrara ni cuáles fueran sus intenciones; las paredes de aquel refugio clandestino guardaban secretos más oscuros que los que cualquiera de ellos traía consigo.
Los primeros en llegar fueron los nuevos empleados asignados a la investigación de Diego. Luna, Alexander, Esteban, Samara, Manuela, William y Francis eran profesionales en su campo, cada uno con habilidades específicas que los hacían útiles en la búsqueda. Junto a ellos, Everly y Ali, dos personas contratadas para encargarse del servicio, se movían con precisión, ya habituados a manejarse en ambientes donde la discreción valía más que la eficiencia.
Cuando todos estuvieron reunidos en la sala principal, Enzo entró con la calma de quien sabe que cada palabra que dice es una orden, no una sugerencia.
—Aquí no tolero tonterías —comenzó, su tono era afilado y sin espacio para objeciones—. Se van a quedar en el club hasta que esto termine. Espero profesionalismo y resultados. No me importa cómo hagan su trabajo, pero si fallan, se largan. La paga es buena, así que no quiero excusas.
Todos asintieron sin emitir palabra. Sabían que estaban trabajando para alguien que no aceptaba el fracaso.
La llegada de Eugenio interrumpió la tensión momentáneamente. Había sido recomendado por Roque, y su objetivo era instalar un sistema que permitiera detectar a Diego en cuanto apareciera en alguna cámara de la ciudad. Enzo lo recibió en su oficina, donde Eugenio desplegó un pequeño monitor portátil y le explicó su plan.
—Con este sistema, no tendrán que vigilar las cámaras todo el tiempo —dijo, tecleando en su laptop—. En cuanto Diego sea detectado en alguna imagen, la alerta llegará en tiempo real.
Enzo lo escuchó en silencio, su mirada calculadora analizándolo todo.
—¿Puedes conseguir acceso a las cámaras de todo el país?
Eugenio alzó la vista. No parecía intimidado.
—Sí, pero no es legal —respondió sin rodeos—. Necesito ciertos dispositivos para evitar que nos detecten mientras revisamos los servidores de seguridad.
Enzo esbozó una sonrisa sin humor.
—Los tendrás. Trabaja para mí, la paga será buena.
Eugenio dudó solo un segundo antes de asentir. Sabía que rechazar a Enzo no era una opción inteligente.
—De acuerdo. Pero necesito quedarme en el club para operar el sistema sin interrupciones.
—Eso ya estaba decidido —sentenció Enzo, dejándole claro que no tenía opción de elegir.
Mientras tanto, en la habitación, Amatista continuaba descansando, ajena a los movimientos estratégicos que se daban a su alrededor.
La tarde había caído sobre el Club Le Diable cuando Ramis llegó. Su porte era el de un hombre acostumbrado a moverse entre poderosos, pero en su rostro se notaba la tensión. Sabía que la retirada de los recursos de Enzo no solo significaba un golpe financiero, sino una sentencia de muerte para su estabilidad.
Los empleados del club lo guiaron hasta la oficina de Enzo. Ramis entró con una expresión amable, casi conciliadora. Enzo ya lo esperaba, de pie junto a su escritorio, con las manos en los bolsillos y una mirada gélida que no dejaba espacio para los rodeos.
—Sobrino —comenzó Ramis con tono diplomático—. No esperaba esto de ti. Hemos trabajado juntos durante años, nuestras familias siempre han estado unidas. ¿Por qué de repente me cierras todas las puertas?
Enzo no respondió de inmediato. Se limitó a observarlo, sus ojos oscuros fijos en el hombre que tenía frente a él. Luego, con un suspiro exasperado, se dejó caer en su silla.
—Tú sabes por qué —respondió con frialdad—. Isis.
Ramis hizo una mueca, como si la mención de su hija le pesara.
—Vamos, Enzo. Eso es un problema entre mujeres. Déjalas que lo resuelvan solas. No es necesario que destruyas a tu propia familia por algo así.
Enzo se rió. No una risa de diversión, sino una risa seca, afilada, casi burlona.
—¿Ya lo resolví? —repitió Ramis, desconcertado.
Enzo se inclinó ligeramente hacia adelante, apoyando los codos sobre el escritorio.
—Sí, Ramis. Lo resolví yo. No hay vuelta atrás.
El hombre mayor chasqueó la lengua con frustración, tratando de mantener la calma.
—Enzo, estás dejando que una simple mujer se interponga entre tu familia y tú. Amatista solo es la hija de una empleada que apareció un día. Isis y yo somos tu sangre.
El ambiente en la oficina se tensó al instante. Enzo entrecerró los ojos, su mandíbula se marcó con furia contenida. Lentamente, se levantó de su asiento y rodeó el escritorio con pasos lentos pero amenazantes.
Ramis se tensó al notar su acercamiento.
—¿Sabes qué es lo más patético de todo esto, Ramis? —murmuró Enzo, su tono bajo pero cargado de veneno—. Que crees que tu sangre significa algo para mí.
Se detuvo a un par de pasos de su tío, sus ojos clavados en él como un depredador evaluando a su presa.
—Tú no eres mi familia. Isis no es mi familia.
Ramis apretó los labios, pero Enzo no le dio oportunidad de responder.
—Mi familia es Gatita.
El tono con el que lo dijo no dejaba espacio a dudas. Era una verdad absoluta, inquebrantable.
—Si piensas que voy a dejar que una maldita víbora como Isis se salga con la suya, estás más jodido de lo que imaginaba.
Ramis tragó saliva. Sabía que Enzo no era un hombre de amenazas vacías.
—No es solo una mujer, Ramis —continuó Enzo, acercándose un paso más—. Es mi mujer.
El silencio en la oficina era sepulcral. Ramis lo entendió entonces: no había negociación posible. No había lazos de sangre que salvaran esta situación.
Enzo lo fulminó con la mirada y, con un gesto de la mano, señaló la puerta.
—Lárgate antes de que decida resolver también este problema.
Ramis, comprendiendo que no había nada más que hacer, giró sobre sus talones y salió sin decir una palabra más.
Enzo se quedó allí, con los puños cerrados y la respiración pesada. La furia aún lo consumía, pero había algo más: una certeza absoluta de que protegería a Amatista de cualquiera que intentara dañarla.
El eco de la discusión con Ramis aún vibraba en su cabeza cuando Enzo cerró la puerta de su oficina con fuerza. Sus pasos resonaban con firmeza en los pasillos del Club Le Diable, pero su mente estaba en otra parte. En ella solo había un nombre, una imagen, un anhelo: Amatista.
El enojo y la frustración no se disipaban, pero por primera vez en mucho tiempo no era contra otros, sino contra él mismo. Había prometido recuperarla, hacer que volviera a él por completo… y sin embargo, la había perdido aún más.
Cuando llegó a la habitación, la puerta no estaba asegurada. Con cuidado, la empujó y entró sin hacer ruido. La luz tenue de una lámpara iluminaba el espacio, proyectando sombras suaves sobre las paredes.
Amatista dormía profundamente, su respiración tranquila, su pecho subiendo y bajando con el ritmo pausado del sueño.
Enzo se acercó con cautela, como si temiera romper el frágil momento de paz que ella tenía lejos de él. Se detuvo junto a la cama y la miró por un largo instante.
Tan cerca… y al mismo tiempo, tan inalcanzable.
Se agachó lentamente, apoyando un brazo en el colchón mientras su otra mano se alzaba con suavidad. Sus dedos rozaron su mejilla con delicadeza, recorriendo la piel tersa con una caricia lenta, casi temerosa.
—Gatita… —susurró en un suspiro, su voz apenas un murmullo en la habitación silenciosa.
Se odiaba a sí mismo. Por lo que había hecho. Por lo que había permitido. Por lo que había perdido.
—Soy un idiota —admitió en voz baja, con una sonrisa amarga curvándole los labios—. Te prometí que te recuperaría… y terminé perdiéndote aún más.
Cerró los ojos por un instante, dejando que el peso de sus propias palabras lo golpeara. Cuando los abrió de nuevo, su mirada se posó en los labios de Amatista. Tentadores, tan cerca y, aun así, fuera de su alcance.
No debía hacerlo.
No tenía derecho.
Pero se inclinó de todos modos.
Rozó su boca con la de ella en un beso tan ligero como un suspiro, un roce apenas perceptible, solo para sentirla, solo para recordarle a su cuerpo que aún la tenía cerca.
—No sé vivir sin tenerte… —murmuró contra sus labios, con la desesperación de un hombre que se ahoga.
Se apartó con cuidado, sin despertarla, y la miró una última vez antes de ponerse de pie.
Salir de esa habitación fue más difícil que cualquier amenaza, más doloroso que cualquier traición. Pero la peor de todas las verdades era que, a pesar de todo su poder, no tenía lo único que realmente quería.
Cuando salió de la habitación, Enzo sintió un vacío extraño en el pecho, uno que ni el poder ni la venganza podían llenar.
Caminó por los pasillos del Club Le Diable con el ceño fruncido, encendiendo un cigarro solo para tener algo en las manos, algo que lo distrajera de la necesidad insoportable de volver a ella.
Pero no podía. No cuando Amatista lo miraba como si no significara nada.
Un ruido en el salón lo sacó de sus pensamientos. Emilio y Alan hablaban en voz baja, pero se detuvieron en cuanto lo vieron acercarse.
—Ramis se fue hecho una furia —comentó Alan con una media sonrisa—. ¿Qué tan mal lo dejaste?
Enzo soltó el humo con lentitud, sin molestarse en ocultar la frialdad en su expresión.
—Lo suficiente como para que entienda que Isis va a pagar por lo que hizo.
Emilio cruzó los brazos, observándolo con atención.
—¿Y ahora qué sigue?
Enzo apretó la mandíbula. La respuesta era simple.
—Ahora, espero que venga a suplicarme. Y cuando lo haga, lo haré arrodillarse frente a Amatista.
Dicho eso, apagó el cigarro y se dirigió al bar del club. Necesitaba una copa. O varias. Porque, por más que quisiera seguir negándolo, la única súplica que realmente deseaba escuchar… era la de Amatista pidiéndole que no la dejara ir.