Capítulo 122 El límite de la lealtad
Enzo y Amatista subieron a la terraza del club, buscando un lugar tranquilo donde disfrutar de la cena. Se acomodaron en una mesa apartada, aunque ambos sabían que Emir, Nicolás, Samuel y Leonel no dejaban de observarlos desde la distancia, atentos a cada uno de sus movimientos.
Enzo llamó al camarero y ordenó carne y pasta, mientras Amatista optó por carne acompañada de verduras. Al llegar los platos, ambos comenzaron a disfrutar de la cena, y la conversación fluyó con naturalidad.
—¿Tú qué prefieres? —preguntó Amatista mientras cortaba un trozo de carne—. ¿Niño o niña?
Enzo levantó la mirada, reflexionando por un momento antes de responder.
—Me da igual, gatita. Lo único que quiero es que todo salga bien.
Ella sonrió suavemente.
—Pienso igual. Lo único que importa es que esté sano.
La paz del momento se rompió con la aparición de Albertina, quien, sin pedir permiso, se sentó en la mesa. Su expresión estaba cargada de frustración.
—Enzo, ¿no vas a hacer nada con Leonel? —dijo, casi exigiendo.
Enzo apenas la miró antes de responder con calma:
—Ya te lo dije, Albertina. Ve y hazte respetar, pero no nos molestes a Amatista y a mí.
Albertina apretó los labios, visiblemente irritada, y se levantó de la mesa con un ademán dramático.
Para aliviar la tensión, Amatista sonrió y miró el plato de Enzo.
—Tu pasta se ve deliciosa. ¿Cómo está?
Enzo dejó el tenedor en su plato y asintió.
—Muy bien.
—¿Me convidás un poco? —preguntó ella, con un tono casi travieso.
Enzo negó con un movimiento de cabeza y una sonrisa juguetona.
—No.
Amatista colocó una mano sobre su abdomen y, fingiendo tristeza, habló al bebé.
—Mirá, tu papá nos está negando comida.
Enzo soltó una carcajada.
—Está bien, tú ganas, gatita.
Tomó un poco de pasta con su tenedor y, con cuidado, se la ofreció directamente a Amatista. Ella aceptó, saboreándola con satisfacción mientras ambos compartían una risa.
Sin embargo, su momento fue interrumpido por la llegada de los cuatro hombres que los habían estado observando. Emir tomó la palabra.
—¿Podemos unirnos?
Enzo asintió.
Los hombres se acomodaron alrededor de la mesa, dedicándose más a beber que a comer. El ambiente se mantuvo relajado por un rato, hasta que uno de los empleados del club se acercó a Enzo para pedirle su intervención con un cliente problemático.
—Gatita, vuelvo enseguida —le dijo Enzo, inclinándose ligeramente hacia ella antes de levantarse y seguir al empleado.
Amatista, ahora sola con los hombres, decidió centrarse en terminar su comida. Sin embargo, el silencio no duró mucho. Albertina volvió a aparecer, esta vez con un aire mucho más confrontativo.
—¡Leonel! —exclamó, atrayendo la atención de todos—. Eres un irrespetuoso. Soy la novia de Enzo, y me debes respeto.
Leonel soltó una risa sarcástica, inclinándose hacia atrás en su silla.
—No es para tanto.
Amatista, intentando evitar que la situación escalara, intervino con suavidad:
—No creo que sea bueno hacer una escena aquí, Albertina. Este no es el lugar.
Emir apoyó a Amatista con un tono conciliador:
—Tiene razón, Albertina. Estamos en el club, calmate.
—Es mejor dejar esto para otro momento —añadió Nicolás, tratando de aliviar la tensión.
Samuel asintió.
—No vale la pena.
Pero Albertina no estaba dispuesta a ceder.
—Quiero que te disculpes, Leonel. De rodillas.
Leonel rió con más fuerza, su burla evidente.
—¿De rodillas? No me arrodillo por nadie. Y tú, Albertina, no eres más que una más.
Amatista intentó mediar nuevamente.
—Poden hablar de esto en la oficina de Enzo. No hace falta hacer una escena aquí.
Sin embargo, Leonel desvió su atención hacia ella, su expresión transformándose en algo más oscuro.
—Escucha, niña. A mí no me dice qué hacer ninguna mujer, y si sigues fastidiando, le pediré a Enzo que controle a su puta.
Amatista, indignada, pero manteniendo la compostura, se levantó y, con un movimiento rápido, le dio una cachetada que resonó en el ambiente.
—No voy a permitir que me hables así. No te falté al respeto en ningún momento.
Leonel, furioso, se giró hacia ella, levantando una mano como si estuviera a punto de golpearla. Pero antes de que pudiera hacerlo, Enzo apareció en escena. Su mirada oscura y su postura intimidante detuvieron a Leonel en seco.
—Deberías controlar a tus mujeres, Enzo —dijo Leonel, aún desafiante—. Una está loca y quiere que me disculpe de rodillas, y la otra puta me golpeó. Si no quieres hacerlo tú, me ofrezco a golpearla yo mismo.
El rostro de Enzo se endureció, y sin mediar palabra, se acercó a Leonel y le propinó un golpe directo que lo hizo tambalearse hacia atrás.
—No voy a dejar pasar lo que le hiciste a mi esposa —gruñó Enzo, dejando salir toda la ira contenida.
Con cada palabra, sus golpes continuaron, contundentes y llenos de furia.
—No vuelvas a llamarla así. Nunca vuelvas a sugerir que mi esposa necesita ser corregida o golpeada.
Leonel cayó al piso, pero Enzo no se detuvo hasta que los demás hombres intervinieron para contenerlo.
Respirando con fuerza, Enzo miró a Leonel, que yacía ensangrentado en el suelo.
—Las negociaciones entre nosotros han terminado. Y me aseguraré de que todas tus demás negociaciones también fracasen. Aunque te arrodilles y le supliques perdón a mi esposa, me encargaré de que tu vida sea miserable.
Volteándose hacia Emir y Nicolás, Enzo añadió:
—Llévenselo antes de que cambie de idea.
Los hombres obedecieron de inmediato, levantando a Leonel y sacándolo del lugar mientras Enzo permanecía inmóvil, su mirada aún cargada de ira.
Amatista, temblorosa pero firme, lo miró y murmuró con suavidad:
—Enzo…
Él respiró hondo, intentando recuperar la calma, antes de volver su atención a ella.
—Vamos, gatita. Esto ya terminó.
Enzo ayudó a Amatista a subir al auto con un cuidado que no solía mostrar frente a otros. Cerró la puerta y rodeó el vehículo, ajustándose la chaqueta antes de entrar al asiento del conductor. Mientras arrancaba el motor, el silencio entre ellos era pesado pero no incómodo.
El club quedó atrás, junto con el tumulto provocado por el altercado. Albertina se había quedado en la terraza, seguramente furiosa y humillada, pero Enzo no tenía cabeza para pensar en ella. Lo único que ocupaba su mente era Amatista y cómo reparar lo que él mismo había roto.
Conducía con calma, una mano en el volante y la otra apoyada en su pierna. De vez en cuando, lanzaba miradas rápidas hacia Amatista, quien permanecía en silencio, con la vista fija en la ventana. Finalmente, rompió el silencio.
—Lamento lo que pasó, gatita —dijo en voz baja, sin apartar los ojos del camino—. Sé que ya no estamos juntos, pero… cuando ese imbécil te faltó al respeto, no pude evitarlo. No podía permitir que nadie te llamara de esa manera.
Amatista giró lentamente la cabeza hacia él, su expresión suave pero cansada.
—No me molesta que me hayas llamado tu esposa —respondió, sorprendiéndolo con su tono tranquilo—. Lo entendí. Querías protegerme. Lo que me molesta es que alguien como Leonel exista. Es un completo idiota.
Una sonrisa leve apareció en los labios de Enzo. —En eso estamos de acuerdo.
Hubo un momento de silencio cómodo antes de que él hablara nuevamente.
—Quiero que volvamos a ser una familia —confesó de repente, sin rodeos, mientras disminuía la velocidad al acercarse a un semáforo. La intensidad de su mirada se reflejaba incluso sin mirarla directamente—. Dime qué debo hacer para que me perdones… para que volvamos a tener lo de antes.
Amatista lo miró fijamente, sorprendida por la sinceridad de sus palabras. Se tomó un momento para pensar antes de responder.
—Dejar a Albertina es lo obvio, Enzo. Pero no basta con eso. Tienes que demostrarme que cambiaste. Que realmente eres diferente. No puedo… —hizo una pausa, buscando las palabras— no puedo arriesgarme a volver a lo mismo. Eso de elegir entre el diseño o tú, tus arranques de ira, tus comentarios hirientes… no más ultimátum. Si quieres que volvamos, no me lastimes de nuevo.
Las palabras de Amatista lo golpearon como un puñetazo. Sabía que tenía razón, pero escucharlo de su boca lo hacía más real. Asintió despacio, deteniéndose frente a la mansión Torner.
—Te lo demostraré —dijo con determinación, su voz cargada de promesas.
Amatista no respondió de inmediato. Abrió la puerta con un suspiro y, antes de bajar, lo miró por última vez.
—Espero que lo hagas, Enzo. De verdad quiero volver a eso. Pero no si vuelves a lastimarme.
Sin esperar respuesta, Amatista abrió la puerta del auto y bajó con rapidez, pero antes de dar el primer paso hacia la mansión, se detuvo. Miró a Enzo por encima del hombro, su expresión cargada de emociones mezcladas.
—Enzo… —dijo en voz baja, pero con firmeza—. Quiero que me apoyes, pero no que me impongas cosas.
Las palabras quedaron suspendidas en el aire por un momento que pareció eterno. Enzo asintió lentamente, con el peso de su promesa reflejado en sus ojos oscuros.
—Lo haré, Amatista. Lo prometo.
Ella no dijo nada más. Con un último vistazo, giró sobre sus talones y se dirigió a la entrada de la mansión Torner. Enzo la vio desaparecer tras la puerta principal, su corazón dividido entre la culpa y la esperanza, aferrándose a la idea de que esta vez haría las cosas bien.
Enzo permaneció unos instantes en el auto, con las manos firmes en el volante mientras su mente repasaba las palabras de Amatista. Había cometido errores, lo sabía, pero esta oportunidad era suya para recuperar lo que más valoraba. Respiró hondo, encendió el motor y condujo hacia la casa de Emilio con una mezcla de determinación y alivio.
Al llegar, Emilio lo recibió en la puerta con su típica actitud despreocupada, aunque levantó una ceja al ver el estado de Enzo, todavía un poco alterado por los eventos del club.
—¿Qué te pasó? Pareces venir de una pelea.
Enzo soltó una risa breve y amarga mientras entraba.
—Leonel. Tuve que darle una lección. Por faltarle el respeto a Amatista. Pero no estoy aquí para hablar de él.
Emilio sonrió de medio lado, mientras lo seguía hasta la sala.
—Eso suena a que tu noche fue interesante. ¿Y Amatista?
Enzo se dejó caer en un sillón y pasó una mano por su cabello oscuro, intentando calmar su mente.
—Ella… me dará una oportunidad si le demuestro que cambié. Quiere que deje de imponer cosas, que la apoye en lugar de controlarla.
La sonrisa de Emilio se amplió.
—Eso suena a progreso, ¿no?
—Lo es —respondió Enzo, su tono más relajado, aunque cargado de determinación—. Y voy a demostrarle que puedo hacerlo. Esta noche deberíamos celebrarlo.
Emilio soltó una carcajada, divertida y auténtica.
—¡Eso sí que no me lo esperaba! Voy a llamar a Massimo, Paolo y Mateo. Ellos estarán más que felices de escuchar que no tendremos que soportar más a Albertina.
Enzo dejó escapar una risa corta, pero había algo de satisfacción en su tono.
—Mañana mismo le ofreceré dinero para que se vaya. No tiene sentido mantener esto.
Emilio asintió, tomando su teléfono para enviar los mensajes.
—Eso sí que es algo para celebrar. ¿Quieres vino, whisky o algo más fuerte?
—Saca lo que tengas —respondió Enzo, dejando que por un momento la tensión que llevaba en el pecho se disipara.
La tarde avanzó rápidamente y, poco después, la mansión de Emilio se llenó de risas y conversaciones animadas. Paolo, Mateo y Massimo llegaron, todos con expresiones de entusiasmo al escuchar la noticia sobre una posible reconciliación entre Enzo y Amatista. La idea de que la situación se resolviera a favor de Enzo parecía aligerar el ambiente, pero al ver su rostro serio y sus manos, la curiosidad rápidamente reemplazó la alegría.
—¿Qué ha pasado, Enzo? —preguntó Paolo, observando atentamente las marcas en sus manos.
Massimo y Mateo se miraron entre sí, reconociendo la tensión en el aire.
—¿Te metiste en otra pelea? —Mateo preguntó con cierto sarcasmo, aunque su tono indicaba preocupación.
Enzo, aún con el peso de la ira reciente, suspiró antes de responder.
—Golpeé a Leonel —dijo con una voz tensa, pero decidida—. Faltó el respeto a Amatista. El desgraciado insinuó que debería golpearla para que aprenda. No me pude aguantar.
Los hombres se quedaron en silencio por un momento, procesando lo que Enzo acababa de decir. La imagen de Amatista golpeada, aunque nunca mencionada directamente, flotó en el aire como una sombra que afectaba incluso a los más cercanos.
—¡Eso no se hace, Enzo! —Massimo fue el primero en reaccionar, golpeando la mesa con fuerza—. Pero entiendo lo que sientes.
—Es un completo idiota —comentó Paolo, con los ojos entrecerrados, dándole a Enzo un asentimiento de comprensión.
Emilio, ya algo más calmado, alzó la copa y dijo:
—A veces, esas situaciones sacan lo peor de nosotros. Pero lo importante ahora es que lo que está hecho, está hecho. ¿Cómo va la situación con Amatista?
Enzo suspiró, pasando una mano por su rostro.
—Amatista está dispuesta a darme una oportunidad, pero me dejó claro que no puedo seguir imponiéndole cosas. Necesito cambiar, ser más comprensivo, darle espacio. Pero, sinceramente, no sé cómo hacer todo esto sin perderla.
Los tres hombres lo miraron con seriedad, como si todo ese tiempo de reuniones y acuerdos de negocios no hubiera importado tanto como la situación personal de Enzo.
—No es fácil, Enzo —comentó Massimo con tono grave—, pero tienes que empezar a dejarla ser ella misma. No la puedes moldear a tu voluntad, aunque duela.
—Trata de ser más paciente —añadió Mateo—. A veces la gente necesita respirar, hacer sus cosas, tener su espacio. Si la asfixias con tus expectativas, lo único que lograrás es que se aleje aún más.
Paolo intervino, levantando la copa en un brindis.
—Y no todo se resuelve con celos. Eso solo destruye la confianza. Tienes que mostrarle que confías en ella y que la respetas. Si no, todo esto que estás tratando de reconstruir se caerá como un castillo de naipes.
Enzo escuchó atentamente, sintiendo el peso de sus palabras, pero a la vez, algo se aligeró en su interior. Tal vez, por fin, estaba en el camino correcto.
—¿Y si ella me rechaza después de todo esto? —preguntó, su voz grave, con la incertidumbre palpable.
Emilio, siempre más directo, levantó su copa.
—No lo sabrás hasta intentarlo. Pero si la amas, lo mejor que puedes hacer es mostrarle que has cambiado, que estás dispuesto a hacer las cosas bien. Nada de imposiciones. Solo amor y apoyo.
Enzo asintió, finalmente con la resolución de que había llegado el momento de cambiar. Esta vez, lo haría por Amatista. Y si tenía que empezar desde cero, lo haría. Ya no importaba lo que sucediera, lo único que quería era que ella estuviera feliz, incluso si eso significaba poner en primer lugar sus deseos y necesidades antes que los suyos.