Capítulo 201 Al volante del deseo
El sábado por la mañana, Amatista y Enzo partieron rumbo a la mansión de campo Bourth. El clima era perfecto: el cielo despejado, el aire fresco y una leve brisa que hacía que el viaje resultara placentero.
Enzo conducía con su postura relajada, una mano en el volante y la otra descansando sobre la pierna de Amatista, en una caricia distraída pero posesiva.
—¿Estás lista para tu primera lección oficial de manejo? —preguntó con una sonrisa ladina.
Amatista resopló, divertida.
—Más que lista. Aunque ya sé manejar más o menos, solo necesito pulir algunos detalles.
Enzo rió bajo.
—Gatita, la última vez que intentaste estacionar casi chocás una fuente.
Amatista cruzó los brazos, fingiendo indignación.
—Exagerado. Solo fue un pequeño error de cálculo.
—Un error de cálculo que casi nos cuesta la camioneta.
Ella lo fulminó con la mirada, pero Enzo solo sonrió con arrogancia, disfrutando de provocarla.
Después de un rato, llegaron a la mansión de campo. La propiedad se extendía por hectáreas de terreno abierto, ideal para las prácticas de manejo sin preocupaciones.
Enzo estacionó y apagó el motor antes de girarse hacia Amatista.
—Bien, Gatita. Hora de ponerte al volante.
Amatista lo miró con emoción y nerviosismo a la vez.
—No me mires así, Bourth. Sé lo que hago.
—Eso está por verse. —Enzo se bajó del auto y rodeó el vehículo con calma.
Amatista tomó aire y se deslizó al asiento del conductor, ajustando el espejo y el asiento antes de poner las manos en el volante.
Enzo se inclinó por la ventana abierta con una sonrisa de superioridad.
—Si lo hacés bien, te recompenso.
Amatista arqueó una ceja.
—¿Recompensa en qué sentido?
Él se acercó un poco más, su voz grave y sugerente.
—En el que más te gusta.
El corazón de Amatista latió más fuerte, pero no le daría la satisfacción de mostrarse afectada.
Apretó los labios en una sonrisa desafiante y puso el auto en marcha.
—Entonces, prestá atención, amor. Porque voy a hacer que cumplas tu promesa.
Y con esa determinación, la lección de manejo comenzó.
Las horas pasaron en la mansión de campo entre maniobras, aceleraciones y frenadas perfectamente ejecutadas. Amatista demostró una habilidad impecable, moviéndose con precisión entre los caminos abiertos de la propiedad.
Enzo la observaba con atención, sorprendido y, a la vez, complacido.
Cuando finalmente apagó el motor y giró hacia él con una sonrisa de triunfo, Enzo asintió con satisfacción.
—Nada mal, Gatita. Solo te falta practicar lo teórico, pero en lo práctico, lo hiciste excelente.
Amatista sonrió con orgullo.
—Por supuesto. Ya soy toda una experta.
Enzo soltó una carcajada baja, divertida.
—No seas tan arrogante, Gatita. La soberbia puede jugarte en contra.
Pero Amatista no tenía intención de retroceder.
Con un movimiento ágil, se deslizó hasta el asiento del copiloto y luego—sin darle tiempo de reaccionar—subió sobre su regazo, rodeándolo con sus piernas.
Enzo arqueó una ceja, sorprendido por su repentino cambio de posición.
—¿Qué hacés?
Ella lo miró con una sonrisa desafiante, sus dedos deslizándose lentamente por su camisa.
—Solo quería demostrarte que a mí nada me sale mal.
El brillo peligroso en los ojos de Enzo se intensificó.
—Eso ya lo sé, Gatita.
Amatista inclinó su rostro hasta quedar a centímetros del suyo, su aliento cálido chocando contra sus labios.
—Entonces, mirá bien lo que viene ahora.
Antes de que Enzo pudiera decir algo más, Amatista se apoderó de su boca con un beso demandante, profundo, tan controlado y calculado como lo habían sido sus movimientos al volante.
Enzo gruñó bajo, atrapándola con fuerza por la cintura, pero ella no le permitió tomar el control.
Con su sonrisa traviesa aún presente en sus labios, descendió sus manos hasta el borde de su camisa y comenzó a desabotonarla lentamente, disfrutando de cada segundo en el que él contenía su respiración.
—Estás jugando con fuego, Gatita… —murmuró Enzo, su voz ronca y cargada de advertencia.
Amatista rió suavemente, deslizando sus labios por su cuello con provocación.
—No es juego, amor.
Era una sentencia.
Y cuando Amatista tomaba el control, no había nada que Enzo pudiera hacer para resistirse.
El aire dentro de la camioneta se volvió denso, cargado de un calor sofocante que no tenía nada que ver con el clima. Enzo sintió cada músculo de su cuerpo tensarse cuando Amatista lo sujetó con más firmeza, enredando los dedos entre su cabello antes de tirar de él con fuerza hacia atrás.
Un gruñido bajo escapó de sus labios.
—Gatita… —murmuró, su voz ronca, cargada de deseo y advertencia.
Pero ella solo sonrió con malicia.
—Shh, amor.
Y no le dio oportunidad de replicar.
Amatista comenzó a moverse con precisión, con una mezcla letal entre sensualidad y control absoluto.
Cada ondulación de sus caderas era perfectamente calculada, aumentando la fricción con una paciencia insoportable. Pero no solo lo torturaba con sus movimientos.
Sus labios encontraron su cuello, dejando pequeños besos húmedos antes de morder la piel con la presión justa para hacerlo contener la respiración.
Enzo cerró los ojos con fuerza, sus manos aferrándose a sus caderas con desesperación.
Ella sabía lo que estaba haciendo.
Sabía cómo llevarlo al borde y mantenerlo allí, atrapado entre el placer y la agonía de no poder tomar el control.
—Gatita… —su voz sonaba grave, casi suplicante.
Amatista sonrió contra su piel y aumentó la presión de su agarre en su cabello, tirándolo hacia atrás otra vez.
—Así me gusta, amor.
Y Enzo se perdió.
Su primer clímax llegó sin advertencia, crudo, intenso, sacudiéndolo por completo.
Pero Amatista no lo dejó descansar.
Antes de que su respiración pudiera estabilizarse, comenzó de nuevo, más exigente, más provocadora.
Sus uñas arañaron su espalda, su boca descendió por su mandíbula, dejando marcas ardientes en el camino.
Enzo gruñó, su cuerpo estremeciéndose bajo el suyo, atrapado entre el placer y la desesperación.
El segundo clímax llegó más rápido, más intenso.
Pero Amatista no había terminado.
Enzo apenas podía respirar.
Cada músculo de su cuerpo estaba tenso, agotado y al mismo tiempo hambriento de más. Dos veces. Dos veces ya había llegado al límite, pero Amatista no había terminado con él.
Y él lo sabía.
Porque su sonrisa traviesa y dominante, su mirada cargada de malicia y deseo puro, le indicaban que aún faltaba una última vez.
Ella inclinó el rostro hasta quedar a centímetros del suyo, dejando un beso lento y húmedo en su mandíbula, susurrándole con la voz más peligrosa que Enzo había escuchado jamás:
—Una más, amor. Quiero que te vengas para mí otra vez.
Enzo gruñó bajo, su cuerpo estremeciéndose en su agarre.
—Gatita…
Pero ella no estaba interesada en sus protestas.
Con una precisión casi cruel, volvió a moverse, marcando un ritmo lento al principio, desesperante, exigiéndole aguantar, resistir, cuando él ya estaba completamente quebrado.
Las manos de Enzo se aferraron con fuerza a sus caderas, su respiración descontrolada mientras Amatista lo provocaba con una maestría que lo volvía loco.
Pero esta vez, quería más.
Ella se inclinó sobre él, atrapando su rostro entre sus manos y obligándolo a mirarla directamente.
—Pedímelo.
Enzo parpadeó, su mirada nublada de deseo.
—¿Qué?
Amatista sonrió con superioridad, moviéndose con más lentitud, sin dejar que él tomara el control.
—Quiero escucharte. Pedime más, decime lo que querés.
Enzo cerró los ojos con fuerza, conteniendo un gruñido.
—Quiero más…
—No te escucho, amor. —Amatista mordió su cuello, jalando su cabello con fuerza, arrancándole un jadeo profundo.
La necesidad en el cuerpo de Enzo era incontrolable.
Ella estaba jugando con él, con su resistencia, con su dominio, con su capacidad de mantenerse firme en cualquier situación.
Y lo estaba ganando.
—Más… —murmuró Enzo, su voz apenas un gruñido—. Dame más, Gatita.
Amatista sonrió satisfecha.
—Eso quería escuchar.
Y lo complació.
Su ritmo se volvió más intenso, más violento, más necesitado.
Las uñas de Amatista se aferraron a su espalda, sus labios se apoderaron de su boca en un beso desesperado, y cada movimiento lo empujó más y más hasta el abismo.
Enzo estaba totalmente rendido, totalmente sometido a su esposa, la única mujer capaz de quebrarlo de esa manera.
La última embestida fue brutal.
Amatista lo obligó a sostenerle la mirada, a no apartar los ojos de ella mientras ambos alcanzaban el clímax juntos, atrapados en la explosión de placer que los dejó completamente destruidos.
Su respiración se mezcló, sus cuerpos temblaban, y por unos segundos, todo quedó en silencio.
Solo ellos dos.
Nada más.
Enzo dejó caer la cabeza contra el asiento, aún aferrado a Amatista, sintiéndola aferrarse con la misma fuerza.
Ella lo había llevado al límite.
Y lo había disfrutado cada segundo.
El interior de la camioneta se sentía sofocante, pero ninguno de los dos hizo el más mínimo intento de moverse.
Amatista aún estaba sobre él, su respiración agitada y sus piernas temblorosas tras el intenso desenlace que acababan de compartir. Enzo tenía la cabeza apoyada en el respaldo, con los ojos entrecerrados, su cuerpo aún atrapado en el eco del placer.
Ninguno habló de inmediato.
Solo se quedaron así, absorbidos en la sensación de la piel del otro, de la intimidad compartida, de la absoluta rendición.
Hasta que Enzo rió entre dientes, con esa voz baja y rasposa que Amatista amaba.
—Me mataste, Gatita.
Amatista sonrió con autosuficiencia, acariciando su mandíbula con la punta de los dedos.
—Te lo advertí, amor.
Enzo deslizó sus manos perezosamente por su espalda, marcando el recorrido con lentas caricias posesivas.
—Definitivamente, voy a dejar que manejes más seguido… si después me recompensás así.
Amatista rió suavemente, acomodándose mejor contra él.
—No sé… —murmuró con fingida duda, trazando líneas suaves sobre su pecho con sus uñas—. Tal vez te castigue y no te dé más sorpresas así por un tiempo.
Enzo la miró con una ceja arqueada, su expresión peligrosa.
—¿Castigarme?
Amatista asintió, disfrutando de la idea.
—Sí. No sé si merecés más después de todo lo que me hiciste sufrir con lo de la farmacia.
Enzo resopló, divertido.
—Gatita, si eso fue un castigo, entonces que me castigues toda la vida.
Amatista soltó una carcajada, tapándole la boca con una mano.
—Sos un descarado.
Enzo atrapó su muñeca y besó la palma de su mano con lentitud, su mirada aún cargada de deseo.
—Y tuyo.
Ese simple comentario la hizo estremecer.
Porque sabía que era verdad.
Enzo era suyo.
Y ella… era completamente de él.
Después de un rato, Amatista suspiró, acurrucándose contra su pecho.
—Deberíamos volver a la mansión.
El sol de la tarde bañaba la mansión de campo con un resplandor dorado, pero Amatista tenía otro tipo de brillo en los ojos mientras miraba a Enzo con una sonrisa traviesa.
—Antes de volver a la mansión, quiero un helado.
Enzo rió bajo, ladeando la cabeza para mirarla con incredulidad.
—¿Me estás diciendo que después de dejarme al límite, ahora querés un helado como si fueras una niña?
Amatista tomó una postura inocente, entrelazando las manos sobre su regazo mientras puchereaba con exageración.
—Quiero helado de chocolate.
Enzo resopló, negando con la cabeza.
—Sos imposible, Gatita.
Ella sonrió aún más, mirándolo con dulzura fingida.
—¿Eso es un sí?
Enzo la observó por unos segundos y luego soltó una risa baja y profunda.
—Está bien. Pero vas a tener el mejor helado. Servido en una copa, como te gusta.
Amatista se rió con satisfacción, apoyándose en su brazo.
—Me gusta cuando mi esposo me complace.
Enzo arqueó una ceja con diversión.
—¿Desde cuándo sos tan obediente, Gatita?
—Desde que me prometieron helado.
Ella lo apuró dándole pequeños golpecitos en el brazo.
—Vamos, vamos. Arrancá el auto.
Enzo resopló, pero su sonrisa permaneció mientras encendía el motor y salían de la mansión de campo rumbo a una cafetería.
Después de unos minutos de recorrido, llegaron a una cafetería con una terraza agradable. El aroma a café recién hecho y chocolate derretido impregnaba el aire.
Amatista pidió su helado de chocolate servido en copa, con pedacitos de brownie y salsa de caramelo. Enzo, en cambio, optó por un café negro.
Se sentaron en una de las mesas de la terraza, bajo la sombra de un árbol, disfrutando del clima templado de la tarde.
Enzo observó a Amatista con diversión mientras ella tomaba su cuchara y comenzaba a comer su helado con una expresión de puro placer.
—No puedo creerlo. —Él apoyó el codo sobre la mesa y la miró con atención.
—¿Qué? —Amatista lamió la cuchara lentamente antes de darle otro bocado.
Enzo sonrió, entrecerrando los ojos.
—Que hace unos minutos me estabas dejando al borde del colapso, y ahora estás acá, comiendo tu helado como si nada hubiera pasado.
Amatista se encogió de hombros con total tranquilidad.
—Soy una mujer de gustos simples, amor. Me gusta el placer… y el chocolate.
Enzo soltó una risa baja, pero su atención se fijó en cómo ella llevaba la cuchara a su boca con una lentitud exagerada, lamiendo el postre con una expresión deliciosamente provocadora.
—Gatita…
—Mmm… —Amatista disfrutó su bocado y luego lo miró con picardía. —¿Pasa algo, amor?
Los ojos de Enzo brillaron con peligro.
—Sabés exactamente lo que estás haciendo.
Ella sonrió con inocencia, pero bajo la mesa, comenzó a acariciar la pierna de Enzo con la punta de su pie descalzo.
El café de Enzo se detuvo a medio camino de su boca.
Amatista continuó su juego, subiendo lentamente por su pierna, presionando con sutileza, mientras seguía comiendo su helado como si nada.
Enzo apoyó su taza con calma sobre la mesa y la miró con una sonrisa tensa.
—Gatita…
—¿Sí, amor? —respondió ella, con su tono más dulce.
Pero la expresión de Enzo decía claramente que si seguía con su juego… él encontraría la forma de tomar represalias.