Capítulo 99 Decisiones y vigilancias
El amanecer en la mansión Bourth era silencioso, casi pesado, como si el aire mismo compartiera la tensión que se había acumulado en las últimas horas. Enzo despertó en la habitación que había usado como refugio la noche anterior, sintiendo el vacío en su pecho. Había pasado la noche pensando en Amatista, en todo lo que había salido a la luz y en cómo ella lo estaría procesando.
Sin embargo, el lugar junto a él seguía frío, como si el espacio mismo se burlara de su necesidad de tenerla cerca. Se incorporó lentamente, frotándose el rostro con ambas manos antes de dirigirse a la habitación principal.
—Gatita… —susurró al abrir la puerta, esperando encontrarla aún dormida, acurrucada entre las sábanas.
El silencio fue su única respuesta.
—¿Amatista? —Su voz sonó un poco más alta, con un toque de urgencia que no pudo ocultar.
Sus ojos recorrieron cada rincón de la habitación. La cama estaba perfectamente hecha, pero faltaban algunas cosas: la maleta pequeña que Amatista solía usar y su cuaderno de diseño. El corazón de Enzo comenzó a latir con fuerza. Recorrió la habitación, buscando cualquier indicio de su paradero.
Al no encontrar nada, salió rápidamente al pasillo, llamándola por cada rincón de la mansión.
—¡Amatista! ¿Dónde estás?
El eco de su voz resonó en las paredes vacías. Ni siquiera los empleados se cruzaron en su camino, lo que incrementó su frustración. Llegó hasta la cocina, esperando encontrar alguna señal de que se había quedado allí, pero solo el vacío lo recibió.
—Maldita sea… —gruñó, golpeando con fuerza el marco de la puerta antes de regresar a la habitación principal.
Fue entonces cuando lo vio. Sobre la mesita de noche, junto a una pequeña figura de porcelana que Amatista adoraba, estaba una carta.
Enzo se acercó con pasos pesados, su mirada fija en el papel. Lo tomó con manos firmes, como si temiera que el contenido lo destrozara.
Al leer las primeras líneas, su postura rígida se desmoronó ligeramente. Amatista no estaba molesta con él. Su amor seguía intacto, pero necesitaba tiempo. Tiempo para procesar todo lo que había descubierto, para entender su lugar en medio de tantas verdades ocultas.
Dejó escapar un suspiro profundo, como si el peso de sus peores temores se aliviara ligeramente. Dobló la carta con cuidado y la guardó en el bolsillo interior de su chaqueta, llevándose una mano al rostro mientras procesaba sus palabras.
—Una semana… —murmuró, su voz apenas audible.
Era un periodo insignificante en comparación con todo lo que habían enfrentado juntos, pero para él, se sentía como una eternidad. Decidió respetar el tiempo que Amatista había pedido, aunque sabía que la incertidumbre lo devoraría día tras día.
En la sala principal, Alicia y Alessandra ya estaban esperándolo. Su madre, siempre impecable, lo miró con un leve gesto de curiosidad.
—¿Dónde está Amatista? —preguntó Alicia, al notar la ausencia de la joven.
Enzo se detuvo en el umbral de la sala, su mirada severa y cargada de tensión.
—Decidió irse por un tiempo. Necesita pensar.
Alicia arqueó una ceja, pero no dijo nada más. Alessandra, en cambio, frunció el ceño, claramente preocupada.
—¿Irse? ¿Sola? Enzo, ¿por qué la dejaste? —preguntó Alessandra, con un tono que mezclaba incredulidad y reproche.
—Se fue sola en la madrugada. —Su respuesta fue corta, pero su tono denotaba el esfuerzo que hacía por mantenerse controlado.
Alessandra lo miró fijamente, buscando más detalles.
—¿Cómo sabes que se fue sola?
Enzo suspiró con frustración, sacando la carta que Amatista había dejado de su chaqueta.
—Dejó esto. —Sacudió levemente el papel—. Dice que necesita tiempo, y yo se lo voy a dar.
—¿Solo por eso? —insistió Alessandra, casi desafiante.
—Porque lo pidió. —Su voz se endureció, dejando claro que no iba a permitir más cuestionamientos.
El sonido de la puerta principal abriéndose distrajo a todos. Roque entró con paso decidido, su expresión seria como siempre.
—Señor, necesito informarle algo. —Hizo una pausa, esperando la aprobación de Enzo antes de continuar—. Daniel fue a ver a Isabel antes de llegar ayer a la mansión.
Los ojos de Enzo se entrecerraron peligrosamente, su mente calculando todas las posibles implicaciones.
—¿Y?
—¿Cómo quiere que procedamos? ¿Lo enfrentamos o mantenemos vigilancia sobre Isabel?
Enzo meditó unos segundos antes de responder, su tono frío y calculador.
—Mantén vigilada a Isabel. No quiero que vaya a ningún lado sin que lo sepamos. Y mantén a Daniel bajo observación; quiero saber cada movimiento que haga.
—Entendido, señor.
Roque inclinó ligeramente la cabeza y se retiró para cumplir con las órdenes, dejando a Enzo nuevamente con su madre y su hermana.
Alessandra, aún inquieta, rompió el silencio.
—Enzo, al menos siéntate a desayunar. No puedes seguir así.
Él negó con un gesto brusco, girándose hacia la puerta de salida.
—No tengo hambre.
—Hermano… —insistió Alessandra, pero su tono de preocupación fue ignorado.
—Voy al despacho en la ciudad. No me esperen.
Sin decir más, Enzo salió, dejando a las dos mujeres intercambiando miradas preocupadas. La tensión en la mansión Bourth parecía haberse asentado en cada rincón, un recordatorio constante de que nada era tan simple como parecía.
Mientras tanto, en un apartamento del centro de la ciudad, Mateo se encontraba sentado frente a una mesa desordenada con papeles y fotografías. La luz del sol se filtraba débilmente por las cortinas, pero él apenas notaba el paso del tiempo.
Había pasado la noche pensando en Clara, el amor de su infancia. Algo en él se había activado recientemente, una necesidad de entender qué había pasado con ella después de todos estos años.
Con la ayuda de un viejo amigo, no había sido difícil encontrar su paradero. Clara ahora era dueña de un pequeño local de ropa en una de las zonas más concurridas de la ciudad. Mateo tenía la dirección, incluso había visto una fotografía reciente de ella. Su rostro no había cambiado mucho, pero su sonrisa lucía diferente, más contenida.
A pesar de tener toda esta información, Mateo se debatía internamente. ¿Debería ir a verla? ¿Y si ella no quería verlo después de tanto tiempo? ¿Y si su presencia solo traía recuerdos incómodos?
—No puedo simplemente presentarme así… —murmuró para sí mismo, mirando la dirección anotada en un papel. Pero su resolución se fue fortaleciendo.
Finalmente, decidió que iría, pero no con una actitud directa. Fingiría ser un cliente más, alguien interesado en comprar ropa. Eso le daría la oportunidad de observarla, de saber cómo estaba su vida, antes de decidir si revelaría quién era.
—Sí, eso haré. —Mateo asintió para sí mismo, sintiendo una mezcla de nerviosismo y determinación. Guardó la dirección en su bolsillo, tomó las llaves de su coche y salió del apartamento.
Mientras conducía hacia el local de Clara, su mente se llenó de recuerdos de la infancia. Las risas, los juegos, el cariño que siempre había sentido por ella. Ahora, años después, estaba a punto de cruzarse con su pasado de una manera que no había anticipado.
Amatista se acomodó en la pequeña habitación de un hotel alejado del bullicio de la ciudad. La estancia era sencilla, con paredes pintadas en tonos suaves y un escritorio antiguo que había elegido como su refugio temporal. Las primeras luces del amanecer se filtraban por las cortinas, y un silencio profundo llenaba el lugar. Era justo lo que necesitaba: un espacio para pensar, para enfrentarse a todo lo que había descubierto.
Se dejó caer sobre la cama, mirando al techo mientras su mente no dejaba de girar en círculos. No podía comprender cómo su madre había sido capaz de venderla. El simple hecho de que Isabel hubiera elegido el dinero sobre ella le pesaba en el corazón como una losa.
Pensó en Romano. Durante años lo había visto como un padre sustituto, alguien que la había cuidado con bondad y dedicación. Pero ahora, esa misma bondad parecía teñida de mentiras. ¿Cómo podía haberle ocultado algo tan importante? ¿Cómo podía haber sido parte de un engaño tan cruel?
Sin embargo, lo que más le dolía no era Isabel ni Romano. Era Alicia. Las innumerables noches en que había llorado por su madre, pidiéndole al cielo respuestas que nunca llegaban, y Alicia había estado ahí, abrazándola, consolándola, diciéndole que todo estaría bien. Ahora sabía que Alicia siempre había tenido la verdad. Había sabido que su madre estaba viva y nunca se lo había dicho. El pensamiento la llenaba de una mezcla de tristeza y rabia, haciéndola sentir ingenua, incluso estúpida, por haber confiado tanto.
Amatista suspiró profundamente, tratando de calmar su mente. Quería distraerse, encontrar algo que le devolviera la paz. Se levantó y se sentó frente al escritorio, sacando su cuaderno de diseño. Tal vez dibujar le ayudaría a abrir su mente, a ordenar sus pensamientos.
Pasó los dedos por las hojas en blanco, pero las ideas no fluían. Los bocetos que intentaba trazar se quedaban a medio camino, carentes de vida. Frustrada, cerró los ojos y dejó que su lápiz cayera sobre el escritorio.
Entonces lo recordó a él.
Tomó su cuaderno y comenzó a trabajar en el retrato de Enzo, uno que había empezado días atrás. No necesitaba tenerlo frente a ella para continuar. Cada detalle de su rostro estaba grabado en su memoria, desde la intensidad de sus ojos hasta la línea de su mandíbula. El lápiz se deslizó con fluidez, trazando su cabello oscuro, su ceño a menudo fruncido, y esa expresión de vulnerabilidad que solo ella conocía.
Dibujar a Enzo le trajo algo de calma, como si, de alguna manera, estuviera cerca de él a pesar de la distancia. Pero también despertó emociones contradictorias. ¿Cómo podía sentirse tan conectada a alguien que había sido parte de las decisiones que moldearon su vida sin su consentimiento? ¿Cómo podía amarlo con tanta intensidad y, al mismo tiempo, necesitar ese espacio para comprenderse a sí misma?
Cuando terminó, miró el dibujo. Era Enzo, exactamente como lo recordaba, con toda su intensidad y complejidad. Pero lo que más llamó su atención fue lo que había reflejado en los trazos sin darse cuenta: su propio amor por él, un amor que, a pesar de todo, seguía intacto.
Isabel estaba sentada en el sofá del pequeño salón de su casa, su rostro pálido y sus manos temblorosas. A su lado, su marido caminaba de un lado a otro, también visiblemente inquieto. La tensión en el aire era palpable, y la preocupación por lo que podría suceder en los próximos días les estaba devorando por dentro.
—¡Enzo nos matará! —exclamó Isabel, su voz temblando con el miedo que la consumía. Sabía que Enzo no perdonaba, especialmente cuando se trataba de Amatista. Y la verdad era que, ahora que lo pensaba, sus propios actos parecían haber cavado una tumba profunda para ellos.
Su marido, un hombre de carácter más pragmático, se detuvo frente a ella, sus ojos llenos de impotencia.
—Hazte cargo de la situación, Isabel. Habla con tu hija, ruega por su perdón si es necesario —le dijo con firmeza, como si la solución fuera tan sencilla como una conversación. Sin embargo, Isabel no compartía esa visión.
—¿Qué te hace pensar que Amatista me perdonaría? La dejé cuando era una niña, ¿por qué iba a querer ahora siquiera hablar conmigo? —respondió ella, su voz llena de desesperación. Sabía que su hija nunca olvidaría lo que había hecho, no importaba cuántos años pasaran. El daño estaba hecho.
Su marido resopló, molesto por la situación, pero al mismo tiempo dispuesto a buscar una solución, aunque fuera una mentira.
—Entonces invéntate una historia, hazte la víctima si hace falta. Si es necesario, échale la culpa a Daniel. Dile que todo esto fue cosa suya, que tú no sabías nada —sugirió, sin inmutarse, como si las palabras pudieran reparar años de abandono y traición.
Isabel negó con la cabeza, visiblemente agobiada.
—No va a funcionar. Enzo no es tan fácil de engañar. No lo olvides, él sabe más de lo que parece —murmuró, casi como si se hablara a sí misma. Sabía que su hija no le perdonaría fácilmente, y mucho menos lo haría Enzo, con su obsesión por protegerla.
Pero su marido no se dio por vencido. Dio un paso hacia ella, tomándola de las manos con una mirada de desesperación en sus ojos.
—Escúchame, Isabel. Enzo tiene debilidad por Amatista. Si no fuera así, nunca habría hecho todo lo que hizo por ella: conseguir el donante, darnos dinero, todo. Lo ha hecho porque la necesita. Si consigues que Amatista te apoye, ella podría protegernos. —La voz de su marido se volvió más suave, casi persuasiva, mientras intentaba que ella entendiera la importancia de la situación.
Isabel lo miró en silencio, pensando en sus palabras. Sabía que, en el fondo, tenía razón. Enzo había hecho todo eso por Amatista, había cedido a sus deseos y necesidades, como si su cariño por ella fuera un punto débil, una vulnerabilidad que siempre había intentado esconder.
—Lo sé, pero... no sé si Amatista estará dispuesta a perdonarme. Ni siquiera sé si está dispuesta a hablarme. —El miedo volvió a asomarse en su voz, pero también había algo más: una pequeña chispa de esperanza, algo que aún la mantenía de pie.
Su marido la observó fijamente, una expresión decidida en su rostro.
—Entonces haz lo que sea necesario. Habla con ella, dile lo que haga falta. Si te la ganas, podemos salvarnos.