Capítulo 103 Un nuevo comienzo
Amatista despertó temprano aquella mañana, sintiendo el peso de los últimos días en sus hombros. Desde que Enzo había traído todas sus cosas, incluida su computadora portátil, una chispa de determinación había comenzado a encenderse en su interior. Sabía que no podía quedarse estancada, y aquella oportunidad era demasiado valiosa como para dejarla pasar.
La luz del sol entraba tímidamente por las cortinas de la suite, iluminando la habitación con un resplandor suave. Aún en bata, con el cabello alborotado y los pensamientos claros, encendió la computadora que descansaba sobre el escritorio. Al abrir la carpeta de proyectos que tanto tiempo le había tomado perfeccionar, sintió un nerviosismo que no había experimentado en mucho tiempo.
Aquellos bocetos eran más que simples diseños; eran fragmentos de su alma. Había trabajado en ellos en silencio, bajo la recomendación y guía de un antiguo profesor que había visto en ella un potencial extraordinario. Fue él quien mencionó que la empresa Orsini, una de las más prestigiosas en el mundo de la joyería, estaba en busca de nuevos talentos. Aunque el desafío era inmenso, Amatista decidió tomar el riesgo.
Su carta de presentación era breve pero apasionada. Solicitó trabajar bajo el seudónimo de Lune, una elección deliberada que reflejaba la dualidad de su vida. Bajo ese nombre, podía ser una diseñadora independiente, sin las cadenas que el apellido Bianco representaba. Con un último clic, envió el correo, sintiendo un alivio momentáneo. Ahora todo estaba en manos del destino.
Sin embargo, su mente no tardó en volver al conflicto que pesaba más que cualquier otra cosa: su madre, Isabel. En días recientes, la revelación de que Isabel no estaba muerta había sido un golpe devastador. Peor aún, descubrir que había sido vendida por su propia madre a Romano Bianco, el padre de Enzo, había desenterrado emociones que Amatista no sabía que albergaba. La traición, el abandono, y el profundo dolor de saber que Alicia, la madre de Enzo, conocía toda la verdad y nunca dijo nada… todo eso la carcomía por dentro.
Decidida a dar el siguiente paso, tomó el teléfono. Respiró hondo antes de escribirle a Enzo:
Amor, necesito tu ayuda para hablar con Isabel.
El mensaje era directo pero cargado de emociones. No tardó mucho en recibir una respuesta. Enzo, siempre atento, contestó con rapidez:
Roque pasará a buscarte en cuanto estés lista, gatita. Haz lo que necesites. Estoy contigo.
Esas palabras le brindaron un consuelo que no esperaba. Enzo siempre había sido su ancla, incluso en los momentos más oscuros. Aunque su relación estaba lejos de ser perfecta, él entendía la importancia de lo que Amatista necesitaba hacer.
Mientras tanto, Enzo se encontraba en su oficina, sumido en una reunión con Massimo, Mateo, Emilio y Paolo. La discusión giraba en torno al casino, específicamente en la implementación de nuevas máquinas que prometían atraer a un público más joven y dinámico.
—La idea es diversificar los juegos sin perder la esencia de exclusividad —explicó Massimo, mostrando un informe detallado en la pantalla—. Esto nos permitirá mantenernos por delante de la competencia.
Mateo asintió, pero fue Emilio quien levantó una ceja con escepticismo.
—¿Y cómo planeamos equilibrar eso con el ambiente tradicional que buscan nuestros clientes habituales? No queremos alienar a nadie.
Enzo, sentado en la cabecera de la mesa, observaba la conversación con atención. Como siempre, su postura y mirada denotaban autoridad. Finalmente, intervino.
—Ambos puntos son válidos. Queremos innovación, pero sin comprometer lo que nos hace únicos. Massimo, ajusta la propuesta para incluir áreas específicas para los nuevos juegos. Así mantenemos el balance.
Todos asintieron, satisfechos con la dirección que Enzo marcaba. Sin embargo, la conversación tomó un giro diferente cuando Emilio mencionó al nuevo socio, Santino.
—Apenas sabemos nada de él —dijo Emilio, entrelazando los dedos frente a él—. Es cierto que tiene negocios exitosos en otra ciudad, pero aquí es un desconocido.
Paolo, que había estado revisando unos documentos, intervino.
—No es un desconocido del todo. Su reputación lo precede, aunque no podamos decir que sea alguien confiable todavía.
El ambiente en la sala se tornó tenso. La incorporación de Santino había sido una decisión estratégica, pero su falta de conexiones locales generaba incertidumbre entre los hombres.
Enzo, que hasta entonces había permanecido en silencio, apoyó las manos sobre la mesa y se inclinó ligeramente hacia adelante.
—No hay nada de qué preocuparse. El proyecto del centro comercial está bajo nuestro control absoluto. Veremos cómo maneja esta oportunidad y, si todo sale como planeamos, decidiremos si vale la pena seguir colaborando con él o no.
Su voz, firme y segura, disipó las dudas que flotaban en el aire. Nadie podía cuestionar el juicio de Enzo, especialmente cuando se trataba de negocios.
—Por ahora, enfoquémonos en lo que nos corresponde. Massimo, asegúrate de que todos los permisos estén en orden. Mateo, quiero que revises el contrato de Santino y busques cualquier cláusula que pueda necesitar ajustes. Emilio, encárgate de coordinar la logística para la instalación de las nuevas máquinas en el casino.
Los hombres asintieron, aceptando sus tareas sin reparos. Enzo sabía cómo dirigirlos, cómo hacer que cada uno se sintiera parte esencial del engranaje que era su imperio.
Cuando la reunión terminó, todos comenzaron a dispersarse, pero Enzo permaneció en su lugar por un momento más. Sus pensamientos volvieron a Amatista, como siempre ocurría. Sabía que ella estaba enfrentando una tormenta interna, y aunque confiaba en su fortaleza, deseaba poder cargar con parte de su dolor.
Su teléfono vibró, y al mirar la pantalla, vio un mensaje de Roque confirmando que ya estaba con Amatista. Eso le dio algo de tranquilidad. Aunque no podía estar con ella en ese momento, al menos sabía que no estaría sola en lo que estaba por venir.
Con un suspiro, cerró la carpeta frente a él y se preparó para continuar con su día. Las responsabilidades seguían acumulándose, pero su prioridad siempre sería ella. Amatista, su gatita, lo era todo para él, y haría cualquier cosa para asegurarse de que estuviera bien, incluso si eso significaba enfrentar los fantasmas de su pasado.
Antes de salir de la sala, Enzo levantó la vista hacia Paolo, que aún revisaba unos papeles.
—Paolo, quiero que invites a Santino a jugar al golf más tarde —dijo, con tono autoritario pero calmado—. Aprovecharemos esa oportunidad para conversar y conocerlo mejor.
Paolo asintió sin dudar, reconociendo la importancia de la tarea. Enzo no dejaba nada al azar, y este movimiento era prueba de ello. Mientras salía de la oficina, una idea se formaba en su mente: a veces, las partidas de golf revelaban más sobre un hombre que cualquier contrato. Y si Santino planeaba jugar a algo más que negocios, Enzo estaría preparado.
Roque detuvo el coche frente a la casa aislada en las afueras de la ciudad. Amatista miró la construcción con algo de desconfianza, sabiendo que esta conversación podría cambiar muchas cosas para ella. Sabía que tenía que enfrentarse a Isabel, pero el dolor y la incertidumbre le nublaban la mente.
—Vamos a entrar juntos —dijo Roque, mirando a Amatista con seriedad. —El esposo de Isabel no me da confianza, y no quiero que estés sola con ellos.
Amatista asintió en silencio, agradecida por la protección de Roque. No le importaba lo que pudiera pensar Isabel; ella necesitaba respuestas, y no estaba dispuesta a dejar que nadie la interfiriera.
Al entrar en la casa, Isabel los recibió con un abrazo efusivo, su sonrisa parecía demasiado forzada, algo que Amatista percibió inmediatamente. La mujer la abrazó con ternura, pero en sus ojos había una pizca de ansiedad que no lograba disimular. Amatista no dijo nada, pero en su interior sabía que había algo falso en esa cálida bienvenida.
Después de unos minutos de silencio incómodo, Amatista rompió el hielo.
—Voy a ser directa —dijo con voz firme—. Si me cuentas la verdad, sin rodeos ni intentos de manipularme, te prometo que intentaré intervenir para que Enzo no les haga nada. Pero si sigues con esta farsa... si me mientes, los dejaré a la voluntad de Enzo.
Isabel se tensó al escuchar las palabras de Amatista. Su rostro palideció, y por un momento, su respiración se detuvo. Finalmente, asintió, pero su voz temblaba.
—Te diré la verdad, te lo prometo.
Amatista la observó fijamente, esperando la respuesta. Isabel comenzó a hablar, su voz suave pero cargada de nerviosismo.
—Te abandoné porque quería empezar una nueva vida... mi esposo no quería mantener a la hija de alguien más. No podía... no podía cargar con eso.
Amatista la miró sin inmutarse, sus palabras calaban profundo en su corazón, pero no podía dejar que eso la distrajera. —¿Y por qué no me llevaste con mi padre, Daniel?
Isabel bajó la mirada, su incomodidad era evidente. Después de un largo silencio, respondió.
—Necesitábamos dinero para empezar de nuevo... y cuando vi que Enzo... que él tenía afecto por ti, pensé que podía ofrecerte a Romano, a cambio de dinero. Y fingir mi muerte. Lo planeamos así, Amatista.
La ira comenzó a subir por el cuerpo de Amatista, pero su rostro permaneció impasible. —¿Y la carta? La carta en la que me decías que Daniel era mi padre. ¿Por qué me dejaste esa carta?
Isabel parecía sorprendida, e inmediatamente negó haberla escrito.
—No... no fui yo. No quería escribirla. Fue Romano, él insistió en que tú supieras la verdad algún día. Fue él quien me pidió que lo hiciera. Yo... yo solo seguí sus órdenes.
Amatista frunció el ceño, pero no dejó de preguntar. —¿Romano siempre quiso decirme la verdad? ¿Por qué lo escondiste?
Isabel se hundió en el sillón, visiblemente culpable.
—Sí... Romano siempre quiso que supieras la verdad. Pero fui yo quien le pidió que no lo hiciera. Pensé que era lo mejor, pensé que era lo más seguro para ti... y para mí.
Amatista sentía cómo la rabia se acumulaba en su pecho, pero siguió con la interrogante. —¿Alicia sabía sobre el trato entre tú y Romano?
Isabel negó con la cabeza rápidamente.
—No, no lo sabía. Yo negocié solo con Romano. Tal vez él le haya contado algo, pero... no, Alicia no estaba al tanto de nada.
Isabel pareció romperse aún más, sus ojos llenos de lágrimas. —Amatista, por favor... ayúdanos. Tienes hermanos, te lo suplico, ten compasión por ellos. No quiero que les hagan daño.
Amatista la miró fijamente, su mirada fría, dura.
—Le pediré a Enzo que no les haga nada. Pero debes saber algo, Isabel. No los considero mi familia. Ni a ti ni a tus hijos. Así que no esperes que haga nada por ustedes. Si tienen algún problema, deben solucionarlo por su cuenta. O si no, dejaré que Enzo se encargue de todo.
Isabel, quebrada por sus propias mentiras, asintió, incapaz de decir nada más. El silencio se instaló entre ellas, pesado, como si todo lo que había dicho hubiera vaciado el aire de la habitación.
Amatista se levantó, y sin mirar atrás, caminó hacia la puerta. Roque la siguió, sin decir palabra, pero con un gesto que reflejaba su apoyo incondicional.
Una vez fuera de la casa, Amatista no pudo contener la presión que había estado acumulando dentro de ella. En un impulso, abrazó a Roque, buscando consuelo en su firmeza. Él la sostuvo con cuidado, respetando su fragilidad en ese momento, pero transmitiéndole la seguridad de que no estaba sola.
—No fue tu culpa, Amatista —dijo Roque con suavidad, rompiendo el silencio mientras acariciaba su cabello para tranquilizarla—. Nada de lo que pasó es responsabilidad tuya. Eras solo una niña. Tú no elegiste nada de esto.
Amatista hundió el rostro en el pecho de Roque, dejando que sus palabras calaran en su corazón. Una lágrima silenciosa rodó por su mejilla, pero no respondió. Las palabras de Roque eran un alivio y, al mismo tiempo, una cruda verdad que aún le costaba aceptar.
—Has pasado por demasiado —continuó Roque, manteniendo su voz calmada—. Pero has salido adelante, y sigues luchando. Eso es lo que importa. No permitas que las decisiones de otros definan quién eres ahora.
Amatista se separó un poco, lo justo para mirarlo a los ojos, encontrando en ellos la sinceridad y el cariño de alguien que la había visto crecer y que entendía el peso que cargaba.
—Gracias, Roque —murmuró, su voz quebrada pero agradecida.
Él asintió, sin decir más. Ambos entendían que no había necesidad de más palabras. Roque abrió la puerta del auto y esperó a que ella subiera antes de rodear el vehículo y tomar el asiento del conductor.
—Llévame de vuelta al hotel, por favor —pidió Amatista con un hilo de voz.
—Claro, pequeña —respondió Roque con una calidez paternal, usando un apodo que no empleaba desde que ambos eran niños.
Mientras el coche avanzaba por las calles, Amatista cerró los ojos, dejando que el sonido del motor y la seguridad que le brindaba Roque la envolvieran. Sabía que su vida no sería la misma después de esa conversación. Había obtenido las respuestas que buscaba, pero al mismo tiempo, sentía que había perdido algo de sí misma que nunca podría recuperar. Sin embargo, en medio de esa tormenta interna, las palabras de Roque resonaban con fuerza, recordándole que el pasado no tenía que definir su futuro.