Capítulo 178 Jaque al rey
Amatista salió del baño envuelta en una toalla, con el cabello aún húmedo y la piel sonrojada por el agua caliente. Al alzar la vista, se encontró con Rose, quien la miraba con una expresión divertida, claramente disfrutando de la ironía de la situación.
—Te odio —soltó Amatista, entre divertida y resignada.
Rose se rio con suavidad, llevándose una mano al vientre.
—Lo sé, lo sé. Pero admítelo, fue un accidente con un giro… interesante.
Amatista bufó y tomó su cepillo para desenredarse el cabello.
—Claro, muy interesante —dijo con sarcasmo—. Si no te conociera, juraría que lo hiciste a propósito.
Rose levantó las manos en un gesto de inocencia exagerada.
—Te juro que no. Pero no negaré que fue entretenido ver cómo pedías ayuda desesperadamente.
Amatista entrecerró los ojos, pero no pudo evitar soltar una pequeña risa. Rose siempre lograba que las cosas parecieran menos complicadas de lo que realmente eran.
—Bueno, te dejo tranquila por hoy —dijo su amiga, volviendo a ponerse seria—. Dejé todo listo para la cena, así que solo tienes que bajar cuando quieras. Yo me voy a descansar, pero mañana estaré de vuelta temprano.
Amatista asintió, suavizando su expresión.
—Cuídate… y cuida al bebé.
Rose sonrió, acariciando su vientre con ternura.
—Lo haré. Ahora tú encárgate de sobrevivir a la cena.
Con una última sonrisa, Rose salió de la habitación, dejándola sola.
Amatista suspiró y se acercó a las bolsas de los vestidos que Enzo le había traído. No tenía intención de esforzarse demasiado con su apariencia, pero cuando sus dedos rozaron la tela de uno de los vestidos, se detuvo.
Era negro, con un delicado encaje que insinuaba más de lo que mostraba. Sabía perfectamente lo que esa tela hacía en Enzo. Lo recordaba demasiado bien.
Una idea se formó en su mente.
Si tenía que usar uno de sus vestidos, lo haría… pero a su manera.
Se puso el vestido sin lencería debajo. Luego, se peinó con los dedos, dejándolo algo desordenado, con ese aire despreocupado que solía atraer la atención de Enzo. No se maquilló, no se perfumó, no usó zapatos. Bajaría descalza, con la ropa justa y el gesto más indiferente que pudiera fingir.
No era una sumisión completa. Era un jaque, una provocación sutil.
Cuando la hora de la cena llegó, bajó las escaleras con calma, como si no fuera consciente de su propia imagen, pero sabiendo perfectamente el efecto que causaría.
Ahora, solo quedaba ver cómo Enzo respondía al juego.
Las conversaciones en la mesa cesaron por un momento cuando Amatista apareció en el umbral del comedor. No se inmutó ante las miradas curiosas de algunos ni ante el sutil cambio en la expresión de Enzo, que la recorrió de arriba abajo con una intensidad que le quemó la piel.
—Buenas noches —saludó con calma, deslizándose hasta su asiento, donde su plato ya la esperaba.
Los hombres que la conocían intercambiaron miradas cómplices antes de que Emilio rompiera el silencio con una sonrisa sincera.
—Me alegra verte bien.
Amatista le devolvió la sonrisa con naturalidad.
—Gracias, Emilio.
Alan se inclinó ligeramente hacia adelante, con una media sonrisa burlona.
—Sabes, las cenas se han vuelto bastante aburridas sin ti.
Facundo asintió.
—Sí. Antes al menos había alguien que ponía a Enzo de mal humor de una forma entretenida.
Las risas contenidas de los presentes hicieron eco en la mesa, pero Enzo permaneció en silencio, observándola con un aire inescrutable.
Amatista se limitó a levantar una ceja, fingiendo indiferencia mientras tomaba un sorbo de agua.
—Me alegra saber que al menos servía para algo —dijo con ironía.
Joel se apoyó en el respaldo de su silla con un suspiro teatral.
—Ah, esos tiempos…—dijo con nostalgia fingida—. Ahora es solo puro negocio y alcohol.
Andrés chasqueó la lengua.
—Exacto. ¿Dónde quedó la diversión?
Las risas volvieron a llenar la mesa, aunque esta vez no solo entre los que la conocían. Luna y Samara se miraron con disimulo, evaluando a la recién llegada con evidente curiosidad. Esteban y Alexander, en cambio, simplemente parecían sorprendidos por la confianza con la que Amatista manejaba la situación.
Enzo, por su parte, no había dicho una sola palabra. No porque no tuviera nada que decir, sino porque en ese momento no le interesaba la conversación en lo más mínimo.
Sus ojos se habían detenido en cada detalle de ella.
El vestido de encaje, que parecía diseñado para provocarlo. El cabello suelto y ligeramente revuelto, dándole un aire de descuido intencional. La ausencia de maquillaje que resaltaba su belleza natural.
Pero lo que realmente atrapó su atención fue algo que el resto no había notado.
No llevaba lencería debajo.
Era sutil, casi imperceptible para alguien que no la conociera lo suficiente, pero él sí lo hacía. Y ese detalle, tan pequeño y tan poderoso, despertó en él una mezcla de posesividad y deseo que tuvo que ocultar tras una expresión imperturbable.
Amatista estaba jugando un juego peligroso.
Y lo peor es que lo estaba disfrutando.
Con una lentitud deliberada, Enzo tomó su vaso y bebió un trago, sin apartar la mirada de ella. Si quería jugar, él no tenía problema en seguirle el ritmo.
Después de todo, en un tablero de ajedrez, solo hay una pieza que puede desafiar al rey sin temor.
La reina.
Las conversaciones fluyeron con naturalidad entre los presentes, acompañadas por el tintineo de cubiertos y copas. La atmósfera era ligera, pero no tardó en surgir un cambio sutil en la dinámica de la mesa.
Luna y Samara, situadas a una distancia prudente de Enzo, comenzaron a intercalar pequeñas intervenciones que no tenían otro propósito más que llamar su atención.
—¿Siempre se come tan bien aquí? —preguntó Luna, jugando con el borde de su copa—. Aunque claro… todo sabe mejor cuando hay buena compañía.
Samara sonrió con intención, deslizándose un poco más cerca.
—Eso es verdad. Es difícil concentrarse en la comida cuando hay tantas cosas interesantes en la mesa.
Sus ojos se dirigieron a Enzo con una sonrisa contenida, mientras Luna, con un leve movimiento de muñeca, apartaba un mechón de su cabello, dejando su cuello expuesto de manera estratégica.
Los hombres en la mesa captaron la intención al instante, algunos con diversión, otros con indiferencia. Alan lanzó una mirada de complicidad a Facundo, quien apenas contuvo una risa baja.
Pero lo más interesante de la escena no fue la actitud de Luna y Samara, sino la reacción —o más bien, la falta de reacción— de Amatista.
Ella permanecía completamente ajena a los intentos de coqueteo.
No mostró ni la más mínima señal de incomodidad o molestia, ni siquiera de disgusto. En su expresión no había celos, enojo o desafío. Simplemente, seguía comiendo con calma, como si lo que ocurría a su alrededor no tuviera ninguna importancia.
Y eso, más que cualquier otra cosa, fue lo que hizo que Enzo sintiera un malestar imperceptible en el fondo de su pecho.
No porque le interesara el coqueteo de las otras mujeres.
Sino porque la indiferencia de Amatista era absoluta.
No apretó la mandíbula, no reaccionó con ningún gesto evidente, pero su humor se ensombreció de forma casi imperceptible.
Tomó su vaso y bebió un trago, sin molestarse en responder a las insinuaciones.
Fue Emilio quien, al notarlo, decidió intervenir con una sonrisa divertida.
—Bueno, parece que a algunos se les está olvidando que aquí no estamos en un bar —comentó con un tono ligero pero con un trasfondo claro.
Facundo se rió.
—Déjalas, Emilio. No todos los días tienen la oportunidad de hablar con Enzo.
Samara entrecerró los ojos, fingiendo estar ofendida.
—No es mi culpa si hay hombres que saben cómo llamar la atención sin siquiera intentarlo.
—Debe ser agotador, ¿no, Enzo? —agregó Luna con una sonrisa insinuante—. Tener tantas miradas sobre ti todo el tiempo.
Enzo dejó su vaso sobre la mesa con calma y finalmente las miró.
—No me molesta —dijo, con un tono tan neutro que mató cualquier intento de provocación.
Después de eso, volvió su atención a su plato, como si la conversación no le interesara en lo absoluto.
Y aunque a simple vista parecía que nada había cambiado, hubo un detalle que solo Amatista notó.
La forma en que Enzo sostenía el tenedor con un poco más de fuerza de la necesaria.
Sonrió apenas, para sí misma, mientras tomaba un sorbo de agua.
Las insinuaciones de Luna y Samara continuaban, deslizando palabras con segundas intenciones y miradas calculadas.
—Dicen que los hombres de verdad saben reconocer la belleza cuando la tienen cerca —murmuró Luna, entrelazando los dedos con delicadeza mientras miraba a Enzo con una sonrisa sutil.
—Y también saben apreciarla —agregó Samara con una ligera inclinación de cabeza, como si con ese gesto invitara a Enzo a hacer lo mismo.
Pero él no respondió.
No tenía ninguna necesidad de hacerlo.
Su atención estaba fija en la mujer que comía lentamente a su lado, con una calma ensayada que solo él era capaz de descifrar.
Amatista no se molestaba en intervenir ni en mostrar ningún tipo de incomodidad ante los coqueteos. Simplemente continuaba con su pasta, llevando el tenedor a sus labios con parsimonia, cada movimiento medido y elegante.
Y aunque no le dirigía la mirada, sabía que la suya estaba clavada en ella.
Lo sabía porque podía sentirla recorriéndola con intensidad, con el mismo peso con el que solía deslizar sus dedos por su piel desnuda.
Pero ella no reaccionó.
Porque no tenía intención de darle lo que quería.
No ahora.
No después de lo que había pasado.
Sin embargo, Enzo no era el único que la observaba.
Esteban, sentado a un par de puestos de distancia, había captado la presencia de Amatista con el mismo interés que un depredador al encontrar una presa desconocida.
No dijo nada.
No hizo ningún movimiento obvio.
Pero su mirada recorría a Amatista con una mezcla de curiosidad e interés que no pasó desapercibida para Enzo.
Su mandíbula se tensó imperceptiblemente.
Fue entonces cuando Emilio, con su habitual sentido de oportunidad, rompió el hilo silencioso de tensión con un comentario casual.
—Voy por más vino —anunció, levantándose con calma. Luego miró a Amatista con una sonrisa ligera—. ¿Quieres alguno en especial?
Amatista negó suavemente con la cabeza.
—Te lo agradezco, pero no puedo beber con las vitaminas.
—Siempre tan responsable —bromeó Emilio antes de alejarse hacia la bodega.
El comentario no tenía mayor intención, pero logró su cometido: atraer la atención de algunos en la mesa.
Luna, por ejemplo, levantó una ceja con leve sorpresa.
—¿Vitaminas? —repitió, como si la palabra le pareciera extraña en la boca de una mujer como Amatista.
Samara inclinó la cabeza con un interés apenas disimulado.
—No sabía que estabas tomando algo así.
Amatista sonrió, pero no se molestó en dar explicaciones.
Enzo tampoco.
Porque si había algo que le molestaba más que la indiferencia de Amatista, era la manera en que Esteban la seguía mirando.
Amatista terminó su comida con la misma calma con la que la había comenzado.
Tomó la servilleta, se limpió los labios con un movimiento pausado y luego, con una elegancia natural, se levantó de la mesa.
—Les deseo una buena noche —dijo, dirigiéndose a todos con cortesía.
Algunos le respondieron con un "buenas noches" amable, otros simplemente la miraron con curiosidad.
Pero no se detuvo.
No miró a Enzo, aunque sabía que sus ojos estaban fijos en ella.
Le habría gustado quedarse un poco más, ver cómo la velada se desarrollaba, pero su cuerpo le pedía descanso.
Así que subió las escaleras con tranquilidad y, al llegar a su habitación, cerró la puerta con suavidad.
Se quedó de pie en el centro de la habitación por unos instantes.
Sabía que él vendría.
Sabía que, aunque no lo quisiera admitir, sus celos lo estaban consumiendo.
Y no tuvo que esperar mucho.
Unos minutos después, el sonido de pasos firmes recorrió el pasillo.
Una sombra bajo la puerta.
Y entonces, el sonido de la manija girando.
Antes de que entrara, Amatista se deshizo del vestido, dejando que cayera al suelo en un susurro de tela.
No llevaba nada debajo.
Y cuando Enzo abrió la puerta y la vio, su expresión cambió de inmediato.
No dijo nada.
No lo necesitaba.
Enzo avanzó con decisión, cruzando la habitación en segundos hasta quedar frente a ella.
Sus manos tomaron su cintura con fuerza, y sin darle oportunidad de moverse, inclinó el rostro y dejó un beso abrasador en su cuello.
—¿No estás celosa? —susurró entre besos, arrastrando los labios por su piel, descendiendo hasta su clavícula.
Amatista no respondió.
Su expresión permaneció inmutable, sus labios apenas curvados en un gesto de indiferencia.
Pero Enzo no se detuvo.
—No me gusta cómo te miraba Esteban —le advirtió con voz baja, ronca, mientras la empujaba suavemente hacia la cama.
No le dio tiempo a protestar.
No le dio tiempo a negar nada.
Su cuerpo la atrapó contra el colchón, sus manos recorrieron su piel con urgencia y su boca siguió reclamándola, pero ella no reaccionó.
No lo rechazó.
Pero tampoco lo buscó.
Esa actitud lo encendió aún más.
Cegado por los celos, Enzo no se contuvo.
Cada movimiento suyo era más intenso, más demandante, como si con cada embestida intentara grabar su presencia en su cuerpo, borrar cualquier sombra de otro hombre en su mente.
Pero Amatista seguía siendo indiferente.
Permitía el encuentro, pero no lo correspondía con la entrega de otras veces.
Y eso lo volvía loco.
—Mírame —le exigió contra su oído, con la voz cargada de deseo y frustración.
Pero Amatista mantuvo la mirada perdida en el techo, respirando con calma, sin darle la satisfacción de una respuesta inmediata.
Y eso solo hizo que Enzo la reclamara con más fuerza.
El ritmo desesperado de Enzo fue cediendo poco a poco, pero no su necesidad de marcar su territorio. Aún respirando con fuerza, se mantuvo sobre ella, con los dedos aún aferrados a su cintura, sintiendo su piel cálida y el leve temblor de su respiración.
Amatista no dijo nada.
Ni siquiera cuando él deslizó sus labios hasta su clavícula, dejando un beso lento, como si quisiera impregnar su presencia en su piel.
Ni cuando sus manos, todavía posesivas, trazaron la curva de su cadera antes de soltarla con una frustración apenas contenida.
El silencio entre ambos se hizo denso.
Enzo la observó con el ceño fruncido, su pecho aún subiendo y bajando con intensidad. Ella yacía bajo él con la mirada perdida en el techo, completamente ajena a su presencia, como si nada de lo que había pasado hubiera significado algo.
Su mandíbula se tensó.
—Ni siquiera me miras, Gatita.
Amatista pestañeó, sin prisa, sin intención de cumplir su exigencia.
La ira y los celos seguían palpitando en el cuerpo de Enzo. Su orgullo lo arrastraba a exigirle algo más que su cuerpo, algo que no estaba obteniendo.
Se inclinó de nuevo, atrapándola entre sus brazos, deslizando su boca cerca de la suya.
—Mírame —ordenó con voz baja, grave.
Nada.
Un nuevo silencio se instaló entre ambos, uno que le hizo entender que Amatista no iba a ceder.
Finalmente, Enzo se apartó con brusquedad y se dejó caer a su lado en la cama, sin dejar de mirarla.
—Eres insoportable —murmuró, su voz ronca y cargada de enojo.
Amatista, con calma, cerró los ojos y se giró dándole la espalda. Se envolvió con la sábana sin más, cubriéndose de él, negándole cualquier rastro de cercanía.
—Duerme, Enzo.
Él la miró por unos segundos más, sintiendo el ardor de la frustración en su pecho.
Se acomodó en la cama con intención de quedarse.
Pero entonces Amatista habló de nuevo, con esa calma que lo exasperaba más que cualquier grito.
—Duerme en otro lugar.
Enzo apretó la mandíbula, su mirada fija en la espalda de Amatista.
No respondió.
Simplemente se levantó de la cama, tomó su pantalón y salió de la habitación, cerrando la puerta con un golpe seco.