Capítulo 59 Un amanecer truncado
El amanecer en la mansión Bourth prometía ser el inicio de un día tranquilo. Enzo despertó temprano, su mirada se posó en Amatista, aún adormilada a su lado. Con un tono autoritario, pero cargado de un matiz juguetón, la instó a levantarse.
—Gatita, apúrate. Vamos al baño. Tenemos que estar listos para tu cita con el médico —dijo, mientras le daba un suave golpecito en el costado.
Amatista, a pesar de su pereza inicial, no tardó en seguirlo. Mientras se dirigía al baño, el teléfono de Enzo vibró. Al mirar la pantalla, frunció el ceño. La llamada era de uno de los empleados a cargo de las reformas del casino.
—¿Qué sucede? —preguntó con firmeza.
La voz al otro lado del teléfono sonaba nerviosa. La policía había llegado al lugar, exigiendo papeles y permisos. Enzo sintió que la tensión comenzaba a acumularse en su pecho.
—Tranquilo, enviaré los documentos en cuanto pueda —respondió antes de cortar.
Cuando llegó al baño, encontró a Amatista bajo el agua caliente. Al verlo, ella lo miró con curiosidad.
—¿Problemas? —preguntó mientras se enjabonaba los brazos.
—En el casino. Parece que están cuestionando los permisos. No es nada que no pueda solucionar, pero es molesto —respondió, comenzando a desvestirse para unirse a ella.
Amatista, siempre dispuesta a tranquilizarlo, le sugirió con naturalidad:
—Si es tan urgente, amor, ve a resolverlo. Yo puedo ir al médico con uno de los guardias.
Enzo negó con firmeza.
—No. Yo te llevo. Además, quiero escuchar lo que diga el médico sobre esos dolores.
A pesar de su decisión inicial, otra llamada llegó mientras se vestían. Esta vez, el empleado sonaba más desesperado. Enzo exhaló con frustración, sabiendo que no tenía otra opción.
—Está bien. Iré. Pero Roque se encargará de que todo esté perfecto para tu cita —dijo antes de darle un beso en la frente.
Amatista lo despidió con una sonrisa tranquila, aunque algo resignada. Se subió a otra camioneta, donde dos guardias ya la esperaban. Saludaron con cortesía y le aseguraron que la llevarían directamente al médico. Aunque le pareció extraño que fueran dos, recordó los últimos problemas con los Ruffo y asumió que era parte de las precauciones de Enzo.
Mientras tanto, Enzo llegó al casino en construcción. A su llegada, encontró a los Sotelo (Maximiliano y Mauricio), Massimo, Emilio, Mateo, Paolo, Valentino y Alejandro, quienes ya estaban solucionando el problema con la policía. Para cuando Enzo llegó, todo estaba bajo control. Después de escuchar un breve informe de Maximiliano, dejó escapar un suspiro de alivio.
—Esto se resolvió más rápido de lo que esperaba. Creo que me merezco una copa. Vengan todos a la mansión. Compartiremos algo.
Los hombres aceptaron la invitación con gusto, y en poco tiempo, todas las camionetas se dirigían hacia la mansión Bourth.
En la mansión, el ambiente en el jardín era ligero, con bromas y risas entre los presentes. Hugo y Martina Ruffo se unieron al grupo poco después, saludando con una sonrisa forzada. Mientras compartían bebidas, Maximiliano no pudo evitar preguntar:
—¿Dónde está Amatista?
Enzo respondió con calma:
—Lleva unos días con dolores estomacales. Decidí que fuera al médico.
Algunos de los presentes soltaron risas ligeras y bromearon con que los dolores eran culpa de tantas galletitas. Enzo esbozó una pequeña sonrisa, pero su atención volvió a las conversaciones más serias sobre negocios.
Unos minutos más tarde, Roque llegó apresurado al jardín. Su expresión pálida y los ojos serios hicieron que Enzo se pusiera de pie inmediatamente.
—¿Qué sucede? —preguntó con un tono que denotaba preocupación.
Roque tomó aire antes de responder.
—El hombre que debía llevar a Amatista al médico fue encontrado muerto dentro de la camioneta. Amatista no contesta el teléfono. Revisé las cámaras, y los hombres que iban en la camioneta con ella no trabajan con nosotros. No los reconozco como aliados de nadie que tengamos en contra: ni de Daniel, ni de los Sorni, ni de los Rossi.
El silencio cayó sobre el grupo. Enzo, con el rostro endurecido, tomó su teléfono rápidamente y marcó el número de Amatista. El timbre sonó, pero nadie respondió. Luego llamó al consultorio médico, donde confirmaron que Amatista no había llegado a su cita.
El peso de la situación cayó sobre él como un golpe. Cerró los ojos un momento antes de volverse hacia Roque.
—Se la llevaron —dijo con una mezcla de furia y desgarro en la voz.
Sus ojos se posaron inmediatamente en los Ruffo. Dio un paso hacia ellos, su presencia imponente haciendo que ambos se tensaran.
—Espero que ustedes no tengan nada que ver con esto —advirtió Enzo, su tono amenazante—. Hasta nuevo aviso, no pueden salir de la mansión. Si descubro que están involucrados, les aseguro que no vivirán para lamentarlo.
Hugo levantó las manos, intentando parecer tranquilo.
—Enzo, te aseguro que no sabemos nada de esto.
Martina, aunque intentaba mantener la compostura, evitó sostener la mirada de Enzo.
Mientras tanto, Maximiliano, Mauricio, Emilio, Massimo y los demás sacaron sus teléfonos.
—Envíanos las fotos de los hombres de las cámaras. Las haremos circular entre nuestros hombres —dijo Paolo con decisión.
Enzo asintió y se volvió hacia Roque.
—Envía las imágenes ahora. Pon a todos en la calle. Quiero cada rincón de esta ciudad vigilado. No descansaremos hasta que encontremos a mi gatita.
Mientras los hombres se movilizaban y el aire en el jardín se llenaba de una tensión casi palpable, Enzo permaneció de pie, sus manos apretadas en puños y su mirada fija en el horizonte. Su mente giraba, buscando cada posible respuesta, cada pista que pudiera conducirlo a Amatista.
La promesa que hizo a sí mismo era clara: no se detendría hasta traerla de vuelta. Y quienquiera que estuviera detrás de esto pagaría el precio más alto.
Enzo permanecía en el jardín, con los ojos fijos en el horizonte, su mente trabajando febrilmente para encontrar una solución. Roque, que había estado coordinando con los hombres leales a la familia Bourth, se acercó con un semblante serio.
—Enzo, hay algo que podemos intentar —dijo, cruzando los brazos con tensión contenida—. Tengo un contacto en la policía, alguien que podría ayudarnos a acceder a las cámaras de la ciudad para rastrear la camioneta. Pero ya sabes cómo funcionan estas cosas; va a pedir dinero.
Enzo giró lentamente la cabeza hacia Roque, su expresión fría y determinada.
—Dale lo que pida, Roque. No importa cuánto sea. Lo quiero trabajando en esto inmediatamente.
Roque asintió, pero antes de retirarse, pareció dudar un momento. Luego, con voz más baja, añadió:
—Hay algo más, Enzo. Creo que deberíamos interrogar a todos los guardias. Amatista se subió a esa camioneta porque confiaba en que era segura. Estaba estacionada justo en la entrada de la mansión. Es imposible que esos hombres estuvieran ahí sin ser detectados por nadie. Alguien tuvo que haberles permitido el acceso o mirar hacia otro lado.
El comentario provocó que Enzo apretara los puños con fuerza, sus nudillos poniéndose blancos. Sus ojos se entrecerraron, y un fuego peligroso brilló en ellos.
—Lo sé —respondió con una calma que era más aterradora que cualquier explosión de ira—. Todos serán interrogados. No voy a dejar que ninguno de ellos piense que esto puede quedar impune. Si alguno está involucrado, lo sabré, y te aseguro que no habrá lugar donde puedan esconderse de mí.
Roque asintió solemnemente antes de marcharse, ya sacando su teléfono para ponerse en contacto con su conocido en la policía.
Enzo se quedó un momento más en el jardín, observando cómo los hombres de confianza seguían movilizándose. Maximiliano y Mauricio Sotelo hablaban entre ellos, mientras Massimo y Emilio revisaban fotografías y comunicaban órdenes por teléfono. Paolo, Mateo, Alejandro y Valentino discutían estrategias sobre cómo cubrir los puntos clave de la ciudad. Cada uno de ellos, hombres con un considerable poder propio, demostraban su lealtad a Enzo al actuar sin dudar.
Hugo y Martina Ruffo, que aún permanecían en el jardín, observaban desde la distancia con una mezcla de nerviosismo y desconfianza. Martina cruzaba los brazos, intentando aparentar serenidad, pero su pie, que golpeaba el suelo repetidamente, delataba su intranquilidad. Hugo, por su parte, miraba a Enzo con una expresión que oscilaba entre la culpa y la preocupación.
Enzo caminó hacia ellos, deteniéndose justo frente al par.
—Espero que entiendan que, mientras no sepa quién está detrás de esto, ustedes también están bajo sospecha. Cualquier movimiento en falso, cualquier información que retengan, y no dudaré en tomar medidas.
Hugo asintió rápidamente, levantando las manos en señal de inocencia.
—Enzo, no haríamos nada que pudiera perjudicarte a ti o a Amatista. Esto es tan impactante para nosotros como para ti.
Martina, sin embargo, no pudo contenerse.
—Nosotros no tenemos nada que ver con esto. Tal vez deberías investigar más entre tus propios hombres. Si Amatista se subió a esa camioneta, fue porque confió en quienes la escoltaban.
Enzo la miró con una frialdad que hizo que Martina se encogiera ligeramente.
—No necesito tus sugerencias, Martina. Haré lo que sea necesario, y si descubro que ustedes tienen algo que ver, no habrá negociación posible.
Martina bajó la mirada, mordiéndose el labio inferior, mientras Hugo murmuraba una disculpa rápida.
Mientras tanto, en el interior de la mansión, Roque lograba contactar a su conocido en la policía. Después de una breve conversación, colgó y regresó rápidamente con Enzo.
—El hombre aceptó ayudar, pero quiere diez mil dólares por adelantado. Dice que puede empezar a revisar las cámaras en cuanto le hagamos la transferencia.
Enzo hizo un gesto con la cabeza.
—Hazlo. Que empiece de inmediato. No me importa cuánto dinero necesite mientras tengamos resultados.
Roque, sin perder tiempo, hizo una señal a uno de los hombres para que se encargara de la transferencia. Luego, con cautela, volvió a dirigirse a Enzo.
Enzo observaba el jardín con el ceño fruncido mientras procesaba la información que Roque le acababa de proporcionar. Sin perder tiempo, se giró hacia los hombres que habían estado coordinando la búsqueda: los Sotelo, Massimo, Emilio, Mateo, Paolo, Valentino y Alejandro. Sus ojos estaban llenos de determinación mientras tomaba las riendas de la situación.
—Vamos a trasladar los interrogatorios a la oficina del campo de golf —anunció con voz firme—. No quiero que se lleven a cabo en la mansión. No confío en los Ruffo, y no puedo correr el riesgo de que escuchen algo que no deben.
Los hombres asintieron, entendiendo la gravedad de la decisión. Maximiliano Sotelo, siempre rápido en captar las implicancias, tomó la iniciativa.
—Me encargaré de coordinar con los guardias para que trasladen a todos los interrogados al campo de golf. Nos aseguraremos de que nadie más tenga acceso a esa área.
Enzo asintió, satisfecho, antes de volverse hacia Roque.
—Quiero micrófonos instalados en toda la mansión, incluidos el jardín y las habitaciones de los Ruffo. Tarde o temprano, Martina o Hugo cometerán un error, y quiero estar preparado para escuchar cada palabra.
Roque asintió rápidamente, sacando su teléfono para comenzar a organizar el equipo necesario.
—Voy a encargarme de eso de inmediato. No tardaremos más de unas horas en tener todo listo.
Enzo se giró nuevamente hacia el grupo.
—Esto no es negociable. Quiero que cada paso que den, cada palabra que digan, sea registrada. No confío en ellos, y estoy seguro de que tienen algo que ver con esto, aunque sea indirectamente.
Massimo cruzó los brazos, su expresión pensativa.
—¿Qué haremos si descubrimos que efectivamente están involucrados?
Enzo lo miró con una intensidad que hizo que el aire pareciera más denso.
—Si los Ruffo tienen algo que ver con esto, será lo último que hagan en su vida.
Mientras tanto, Roque ya estaba en contacto con un equipo de técnicos especializados en sistemas de vigilancia. Los hombres comenzaron a llegar a la mansión en cuestión de minutos, trayendo consigo todo el equipo necesario para instalar los micrófonos y asegurarse de que todo funcionara de manera discreta.
Enzo, mientras tanto, seguía de cerca los preparativos para el traslado de los interrogatorios. Los guardias de confianza comenzaron a escoltar a los sospechosos hacia vehículos blindados que los llevarían al campo de golf. Nadie cuestionaba la decisión; el aura de autoridad de Enzo era inquebrantable.
Antes de salir hacia el campo de golf, Enzo se acercó a Roque una vez más.
—Quiero que estés al tanto de todo aquí. Si los Ruffo intentan salir de la mansión o hacer algún movimiento sospechoso, quiero que me lo informes de inmediato.
—Por supuesto, Enzo. No se moverán sin que lo sepamos.
En el campo de golf, la oficina privada de Enzo se convirtió en el centro de operaciones para los interrogatorios. Los hombres se organizaron en grupos para maximizar la eficiencia, y cada sospechoso era llevado a la sala uno por uno.
Maximiliano y Mauricio Sotelo se encargaron de los interrogatorios iniciales, con Emilio y Mateo asegurándose de que nadie más tuviera acceso al área. Mientras tanto, Paolo y Valentino revisaban la lista de guardias y empleados para asegurarse de que no se pasara por alto a nadie.
Enzo, por su parte, se mantuvo cerca, supervisando cada interrogatorio y asegurándose de que no quedara ninguna pregunta sin hacer. Cada respuesta era analizada con precisión, buscando cualquier inconsistencia o signo de nerviosismo que pudiera delatar a un culpable.
De vuelta en la mansión, Martina y Hugo Ruffo permanecían en el jardín, observando cómo los movimientos en la casa parecían intensificarse. Martina, con los brazos cruzados y una expresión tensa, no podía ocultar su frustración.
—Esto es una exageración. Ni siquiera tienen pruebas de que tengamos algo que ver con esto.
Hugo, por el contrario, parecía más cauteloso.
—Martina, esto no es un juego. Si Enzo sospecha algo de nosotros, no importa si tiene pruebas o no. Actuará.
—¿Y qué sugieres? ¿Que nos quedemos sentados mientras ese hombre nos trata como criminales?
Hugo suspiró, frotándose las sienes.
—Por ahora, sí. Mantén la calma y evita cualquier enfrentamiento directo. No podemos arriesgarnos a empeorar la situación.
Las horas pasaban, y aunque los interrogatorios en el campo de golf no habían dado resultados concretos, Enzo no se desanimaba. Cada segundo que pasaba sin una respuesta aumentaba su determinación de encontrar a Amatista y asegurarse de que los responsables pagaran el precio más alto.
Cuando recibió una llamada de Roque informándole que los micrófonos ya estaban instalados y operativos en la mansión, Enzo sintió que se daba un pequeño paso adelante. No descansaría hasta tener a su esposa de vuelta, y todos aquellos que intentaran interponerse en su camino descubrirían lo que significaba enfrentarse a un Bourth.