Capítulo 52 Un juego de estrategias
El sol comenzaba a descender, tiñendo el jardín de la mansión Bourth con tonos cálidos mientras Enzo regresaba al lugar donde había dejado a Amatista. Ella aún estaba sentada cómodamente en el sofá al aire libre, con su libro a un lado, disfrutando de la ligera brisa que atenuaba el calor del día. Al verlo acercarse con su porte decidido, Amatista alzó la mirada, dedicándole una sonrisa que, como siempre, lograba suavizar incluso el rostro más severo de Enzo.
Se acomodó a su lado en silencio mientras él retomaba los informes que había dejado pendientes. Sin embargo, no pasó mucho tiempo antes de que Enzo, distraído por sus propios pensamientos, soltara un suspiro.
—Gatita, Hugo y Martina se instalaron en la mansión. Se quedarán a cenar esta noche —dijo finalmente, con un tono que dejaba entrever una mezcla de irritación y desinterés.
Amatista ladeó la cabeza, observándolo con atención. Aunque Enzo intentaba mantener la compostura, ella podía percibir la tensión en su mandíbula y la forma en que sus dedos tamborileaban ligeramente sobre los papeles que sostenía.
—¿Tan mal te cae su presencia, amor? —preguntó en un tono divertido, pero con un dejo de curiosidad genuina.
Enzo la miró, y aunque no respondió de inmediato, su expresión fue suficiente para que Amatista entendiera que los Ruffo representaban algo más que una simple incomodidad.
—Son oportunistas, gatita —respondió finalmente—. Siempre buscando cómo sacar ventaja, y sospecho que esta vez no será diferente.
Amatista, queriendo aliviar su tensión, se levantó del sofá y se acercó a él. Con movimientos tranquilos, se sentó en su regazo, rodeándolo con sus brazos mientras acariciaba suavemente la parte trasera de su cuello.
—Relájate, amor —susurró, inclinándose lo suficiente para que sus palabras fueran solo para él—. Ya encontrarás la manera de manejarlo.
Enzo, sorprendido por el gesto, pero encantado al mismo tiempo, llevó una mano a la cintura de Amatista, sosteniéndola con firmeza. Sus ojos se suavizaron mientras la observaba, disfrutando de la cercanía y la tranquilidad que solo ella podía ofrecerle.
—Sabes exactamente cómo distraerme, gatita —murmuró, dejando escapar una leve sonrisa.
Mientras tanto, en otro punto de la ciudad, Hugo Ruffo conducía hacia el club de golf junto a su hija Martina. En el interior del vehículo, el ambiente estaba cargado de expectativas, aunque los pensamientos de los dos ocupantes tomaban caminos diferentes.
Hugo hablaba con entusiasmo, enumerando las razones por las cuales creía que Enzo aceptaría el compromiso entre las dos familias.
—Martina, todo tiene sentido. Somos aliados desde hace generaciones, y Enzo es un hombre razonable. Además, tú eres joven, bella, y no hay hombre que pueda resistirse a eso.
Martina, con la mirada fija en el paisaje que pasaba rápidamente por la ventana, apenas escuchaba a su padre. En su mente repasaba su breve encuentro con Enzo en el despacho. Era indudablemente atractivo, con una presencia que imponía respeto, pero parecía más el tipo de hombre que haría lo que quisiera, sin importar las expectativas de los demás. Sin embargo, el compromiso le resultaba favorable, y eso era lo único que importaba.
—Claro, papá. Lo que tú digas —respondió finalmente, aunque su tono mostraba que estaba lejos de estar completamente convencida.
Hugo, ajeno al desinterés de su hija, continuó hablando, exponiendo los planes de negocio que, según él, fortalecerían a los Ruffo y los sacarían de la crisis.
El calor en el jardín de la mansión Bourth era intenso, pero no sofocante, suavizado por la ligera brisa que ocasionalmente agitaba las hojas de los árboles. Enzo estaba sentado en uno de los sillones dispuestos al aire libre, rodeado de papeles e informes que reclamaban su atención. Sin embargo, su verdadera concentración estaba puesta en la mujer que descansaba en su regazo.
Amatista había comenzado acariciándolo con ternura mientras él trabajaba, sus movimientos suaves y distraídos eran más relajantes que cualquier pausa que Enzo pudiera permitirse. Poco a poco, esos toques se volvieron más lentos, y su respiración comenzó a acompasarse, hasta que finalmente cedió al sueño.
Se acomodó en su regazo con la confianza de quien sabía que estaba en el lugar más seguro del mundo. Sus piernas quedaron colocadas a cada lado de las de Enzo, rodeándolo por completo. Sus brazos, que habían estado acariciándolo, cayeron alrededor de su cuello, y su cabeza se inclinó hacia un lado, apoyándose ligeramente en el hombro de él.
Enzo dejó escapar un suspiro, dejando de lado por un instante el bolígrafo que sostenía entre los dedos. Su otra mano descansaba en la cintura de Amatista, asegurándola en su lugar como si temiera que el más leve movimiento pudiera romper la magia del momento. La calidez de su cuerpo contra el suyo era reconfortante, un ancla en medio del caos que a menudo rodeaba su vida.
La visión de Amatista, tan serena y vulnerable en sus brazos, le provocó una mezcla de emociones. Había algo profundamente satisfactorio en saber que ella confiaba en él al punto de entregarse por completo, incluso en el sueño. La manera en que sus labios se entreabrían ligeramente, su pecho subía y bajaba en un ritmo tranquilo, y la suavidad de su cabello rozando su mejilla le provocaban una sensación de calma que no recordaba haber experimentado en mucho tiempo.
El calor del día parecía insignificante comparado con la calidez que Amatista irradiaba. Cada detalle de su proximidad se grababa en la mente de Enzo: el peso ligero de su cuerpo, la textura suave de su vestido contra su piel, y la forma en que su fragancia, tan única, lo rodeaba.
Sin poder evitarlo, su mano libre se deslizó hacia su cabello. Jugó con un mechón entre sus dedos, dejando que la seda oscura se deslizara suavemente. El movimiento, tan simple como era, le provocó un inesperado sentimiento de gratitud.
—Eres increíble, gatita —murmuró en voz baja, más para sí mismo que para ella, consciente de que no podría oírlo.
Sus palabras se mezclaron con el suave murmullo de las hojas y el canto distante de los pájaros. Aunque el mundo a su alrededor continuaba, Enzo sintió que, por un momento, todo había quedado suspendido.
El trabajo que tenía ante él ya no parecía tan urgente. Los informes sobre la mesa, que minutos antes habían ocupado su atención, ahora eran un recordatorio distante de las responsabilidades que inevitablemente tendría que retomar. Los Ruffo regresarían pronto, trayendo consigo su agenda oculta y sus posibles demandas. Hugo no era un hombre que hiciera visitas casuales, y Enzo sabía que lo que la noche traería requeriría toda su habilidad para manejarlo.
Sin embargo, nada de eso importaba en ese instante. Amatista, en su sueño, había logrado lo que nadie más podía: desconectarlo del ruido constante de su vida.
Con delicadeza, movió su mano hacia la parte baja de su espalda, asegurándose de que estuviera cómoda. La suavidad de su piel bajo el vestido ligero le provocó un escalofrío que recorrió su propia columna. ¿Cómo era posible que alguien lo hiciera sentir tan poderoso y, al mismo tiempo, tan vulnerable?
Amatista murmuró algo en su sueño, un sonido suave y casi imperceptible que provocó que Enzo se inclinara un poco más hacia ella. Sus labios rozaron la parte superior de su cabeza en un gesto instintivo, como si intentara consolarla incluso en su descanso.
—Siempre logras distraerme, gatita —susurró, una sonrisa asomando en sus labios.
Aunque no lo admitía a menudo, Enzo sabía que su vida sin Amatista sería un vacío que nada podría llenar. Ella no solo era su compañera; era su equilibrio, el faro que lo mantenía enfocado incluso cuando las tormentas amenazaban con hundirlo.
El peso de sus preocupaciones habituales comenzó a desvanecerse mientras observaba cómo el sol acariciaba el rostro de Amatista, iluminando cada detalle de su expresión. En ese momento, no era el Enzo Bourth implacable y calculador, sino un hombre profundamente enamorado que encontraba su refugio en una mujer que parecía hecha para él.
Sabía que este momento no duraría mucho. Pronto tendría que volver a ser el hombre que todos esperaban, el estratega que siempre estaba dos pasos por delante. Pero mientras Amatista estuviera en sus brazos, el tiempo podía esperar.
Con otro suspiro, Enzo cerró los ojos, inclinándose ligeramente hacia atrás en el sillón. Aunque su mente le recordaba que la cena con los Ruffo estaba a la vuelta de la esquina, su corazón le pedía quedarse así un poco más, disfrutando del presente, aferrándose a lo único que realmente importaba.
La tarde continuaba avanzando, pero para Enzo, todo lo demás podía esperar.
La tarde comenzó a ceder al suave manto del atardecer mientras el calor del día daba paso a una brisa más fresca. Amatista, aún acomodada en el regazo de Enzo, comenzó a moverse ligeramente, despertando con pereza. Sus ojos tardaron unos momentos en enfocarse, y cuando lo hicieron, se encontraron con la mirada atenta de Enzo, que no había dejado de observarla en ningún momento.
—Hola, amor —murmuró Amatista, su voz suave y adormilada mientras una sonrisa ligera asomaba en sus labios.
Enzo respondió inclinándose hacia ella para rozar su frente con la suya, disfrutando de la cercanía que tanto valoraba.
—Hola, gatita. ¿Cómo te sientes? —preguntó en un tono bajo, acariciando su cabello con dedos cuidadosos.
Amatista suspiró y, antes de responder, se inclinó para darle un beso breve pero lleno de ternura.
—Un poco mal —confesó finalmente, llevándose una mano al estómago—. Creo que algo me cayó pesado. Voy a subir a descansar un rato.
La preocupación se reflejó de inmediato en el rostro de Enzo, quien frunció ligeramente el ceño mientras le ajustaba un mechón de cabello detrás de la oreja.
—¿Quieres que llame al médico?
Amatista soltó una pequeña risa, tranquilizándolo con una mirada suave.
—No, amor. No es nada grave. Es solo un leve dolor de estómago. Descansaré un poco y estaré como nueva.
Aunque Enzo no estaba completamente convencido, asintió y la ayudó a levantarse con cuidado. Su mano permaneció firme en su cintura mientras la acompañaba hacia la mansión, asegurándose de que estuviera bien antes de dejarla subir las escaleras.
—Si necesitas algo, solo llámame —dijo con firmeza, deteniéndose al pie de la escalera.
Amatista giró para mirarlo, sus labios curvándose en una sonrisa que, aunque cansada, seguía llena de afecto.
—Lo haré. Prometido.
Con esa promesa, subió hacia la habitación mientras Enzo regresaba al jardín, aunque su mente permaneció con ella durante todo el tiempo.
Las horas transcurrieron, y el día cedió completamente al dominio de la noche. Hugo y Martina Ruffo llegaron a la mansión poco antes de la hora de la cena, retirándose a las habitaciones que se les habían asignado para prepararse. Enzo, sin embargo, no se unió a ellos de inmediato. En lugar de dirigirse al comedor, subió a la habitación para asegurarse de que Amatista estuviera bien.
Al entrar, la encontró aún acostada, su figura delicada parcialmente cubierta por las sábanas. La luz tenue del atardecer iluminaba su rostro, que parecía mucho más relajado que antes. Enzo se acercó en silencio, sentándose al borde de la cama mientras la observaba con una mezcla de preocupación y ternura.
Como si sintiera su presencia, Amatista abrió los ojos lentamente. Al verlo, le dedicó una sonrisa reconfortante.
—Hola, amor. Estoy mejor —dijo en un susurro, estirándose ligeramente antes de sentarse en la cama.
Enzo alzó una ceja, claramente escéptico.
—¿Seguro? No me gusta verte así.
Amatista dejó escapar una risa suave, posando su mano sobre la de él.
—Seguro. Fue solo un malestar pasajero. Creo que cenaré algo ligero, pero estoy bien.
Enzo no respondió de inmediato, sus ojos evaluándola con cuidado. Finalmente, asintió, aunque todavía parecía algo preocupado.
—Bien, pero no exageres. Si te sientes mal otra vez, me avisas.
Amatista sonrió y se inclinó para darle un beso en la mejilla antes de levantarse de la cama.
—Voy a darme un baño rápido y luego bajaré. Diles que empiecen sin mí, ¿sí?
Enzo dudó un momento, pero finalmente accedió. Se levantó, acercándose a ella para acariciar suavemente su rostro.
—No tardes, gatita.
Ella asintió, y con esa breve despedida, Enzo salió de la habitación, cerrando la puerta tras de sí. Amatista, por su parte, se dirigió al baño, dispuesta a prepararse para la cena, aunque su mente aún se mantenía algo distante, tratando de sacudirse el último rastro de incomodidad.
Mientras el agua comenzaba a llenar la bañera, un pensamiento cruzó por su mente: Enzo, con toda su preocupación y atención, siempre sabía cómo hacerla sentir cuidada, incluso en los momentos más simples. Sonriendo para sí misma, Amatista decidió que, al bajar, intentaría que la velada fuera lo más ligera posible, a pesar de las incógnitas que la llegada de los Ruffo podía traer consigo.