Capítulo 56 Una mesa de tensiones veladas
La partida de golf había culminado con Enzo como el claro vencedor, y él no desaprovechó la oportunidad de demostrarlo. Su humor, que oscilaba entre la arrogancia juguetona y un coqueteo descarado, encendía a Amatista de maneras que solo él sabía manejar.
—¿Seguro que no hiciste trampa, amor? —preguntó Amatista, inclinándose para recoger su bolso del carrito de golf mientras lanzaba una mirada desafiante.
Enzo se acercó con paso firme, sus ojos brillando con una mezcla de diversión y picardía. Se inclinó hacia ella, reduciendo la distancia entre sus rostros hasta que apenas unos centímetros los separaban.
—Gatita, si aprendieras a concentrarte en el juego y no en mí, tal vez tendrías una oportunidad —dijo con voz baja, su tono cargado de provocación.
Amatista soltó una carcajada, empujándolo ligeramente por el pecho.
—Eres de lo peor, Enzo —respondió, aunque su sonrisa traicionaba el disfrute que encontraba en cada una de sus provocaciones.
El ambiente ligero los acompañó mientras decidían almorzar en la terraza del club, un espacio al aire libre que ofrecía una vista privilegiada del campo de golf y el lago cercano. En lugar de sentarse frente a él, Amatista optó por ocupar la silla a su lado. Enzo, complacido por la elección, esbozó una sonrisa mientras le sostenía la silla para que se acomodara.
—¿Mejor así? —preguntó Amatista con un tono juguetón.
—Siempre mejor contigo cerca, gatita —respondió él, acomodándose a su lado.
La conversación fluyó con facilidad mientras discutían sobre el juego, las posibles mejoras en el club y otros temas triviales que mantenían el ambiente ligero. Sin embargo, a la distancia, un grupo de hombres, compuesto por miembros del club y socios de negocios, observaba la escena con atención.
—¿Quién será ella? —preguntó uno de ellos, señalando discretamente hacia la pareja.
—Tal vez una amante —aventuró otro, inclinándose hacia el grupo—. Ayer Hugo Ruffo dijo que su hija está comprometida con Bourth. Esa mujer no puede ser la prometida.
—Es atrevido traer a alguien más aquí, ¿no creen? —añadió un tercero, aunque su tono era más de admiración que de crítica.
Los murmullos crecieron mientras intentaban descifrar la dinámica entre Enzo y Amatista. La llegada de Hugo y Martina Ruffo a la terraza no hizo más que avivar la curiosidad de los observadores.
—Esto va a ponerse interesante —comentó uno de los hombres, cruzando los brazos mientras se preparaba para seguir la escena.
Enzo levantó la vista al notar a los Ruffo acercándose. Su postura se mantuvo relajada mientras los invitaba a sentarse y les indicaba que pidieran lo que quisieran, asegurándoles que él se haría cargo de la cuenta.
—Gracias, Enzo —dijo Hugo mientras pedía una bebida ligera. Martina, por su parte, optó por un cóctel sin alcohol, aunque su expresión delataba cierta incomodidad.
La conversación comenzó con comentarios sobre el club y sus instalaciones. Enzo aprovechó para hablar sobre las reformas que planeaba realizar, mencionando que esperaría hasta la inauguración del casino para alinearlas con sus otros proyectos.
—Es importante que todo esté en orden antes de dar un paso tan grande —comentó Enzo, su tono firme pero casual.
Hugo asintió, aunque su mirada delataba que sus pensamientos estaban lejos de las reformas del club. Martina, por su parte, observaba a Amatista con discreción, evaluándola como si intentara descifrar algún secreto oculto.
El almuerzo había transcurrido con cierta tranquilidad hasta que el celular de Enzo vibró en la mesa, atrayendo su atención. Al ver el nombre en la pantalla, frunció el ceño, claramente molesto por la interrupción. Sin embargo, se levantó, colocando una mano firme sobre el hombro de Amatista, un gesto que no pasó desapercibido para los Ruffo.
—Es importante. No tardo —anunció, lanzando una mirada a Hugo y Martina antes de alejarse lo suficiente para atender la llamada sin perder de vista a Amatista.
La sonrisa cortés de Hugo se desvaneció tan pronto como Enzo se retiró. Sus ojos se endurecieron mientras se inclinaba hacia Amatista, su tono cargado de desdén.
—Escúchame, niña. No sé cómo conseguiste engañar a Enzo, pero te haré un favor. Esto no tiene futuro, y lo sabes. Dime una cifra, la que quieras, y me encargaré de que desaparezcas de su vida.
Amatista, que había estado jugando despreocupadamente con la servilleta, dejó caer el trozo de tela sobre la mesa. Lentamente, alzó la mirada hacia Hugo, sus ojos brillando con una mezcla de incredulidad y desafío. Una sonrisa fría curvó sus labios, sin alcanzar la calidez habitual que solía mostrar.
—¿Una cifra? —repitió, dejando escapar una risa baja—. Hugo, si estuviera con Enzo por dinero, no necesitaría tus limosnas. Él me ha dado una tarjeta sin límite, y si quisiera algo, no tendría que pedírselo dos veces.
Hugo apretó los labios, claramente irritado por la respuesta, pero antes de que pudiera hablar, Martina intervino con un tono cargado de desprecio.
—No te creas tan importante. Lo más probable es que seas solo un capricho pasajero para Enzo. Alguien como tú no podría retenerlo.
Amatista giró lentamente la cabeza hacia Martina, sus ojos helados enfrentando el desafío con calma letal.
—¿Alguien como yo? —preguntó, su voz cargada de una falsa dulzura—. Martina, si crees que puedes entender lo que significa tener a Enzo a tu lado, estás aún más equivocada de lo que pareces. Déjame dejarte algo claro: no soy un capricho, y no soy alguien a quien puedas subestimar.
Martina abrió la boca para responder, pero Hugo levantó una mano, deteniéndola. Él dirigió una mirada calculadora hacia Amatista antes de soltar las palabras que sabía serían un golpe bajo.
—Eres igual de insignificante que tu madre.
Amatista se tensó, y aunque su expresión permaneció inquebrantable, sus ojos reflejaron el impacto de las palabras. La furia comenzó a arremolinarse en su interior, pero se obligó a mantener la compostura.
—No se confundan —dijo con voz firme, sus ojos recorriendo a ambos Ruffo—. Enzo los tolera únicamente por la relación que tuvieron con Romano. Pero les aseguro algo: su paciencia tiene un límite, y ustedes están peligrosamente cerca de cruzarlo.
Hugo abrió la boca, claramente dispuesto a responder con más veneno, pero justo en ese momento, Enzo regresó a la mesa. Con la misma rapidez con la que había mostrado su hostilidad, Hugo adoptó una expresión más relajada y cortés.
—Todo bien por aquí —preguntó Enzo mientras se sentaba, su mirada recorriendo a los tres antes de detenerse en Amatista.
—Perfectamente, amor —respondió Amatista, inclinándose ligeramente hacia él mientras una sonrisa tranquila se dibujaba en sus labios. Sin embargo, sus ojos todavía reflejaban el desafío.
Enzo no se dejó engañar. Su mano cubrió la de Amatista en un gesto tranquilizador antes de mirar directamente a Hugo.
—¿De qué hablaban? —preguntó, aunque su tono no era del todo casual.
Amatista se inclinó un poco más hacia Enzo, sosteniendo su mirada mientras respondía.
—Hugo me estaba haciendo una propuesta. Ofreció dinero para que te dejara. También agregó que soy insignificante, como mi madre.
La tensión en la mesa se volvió palpable. Enzo enderezó su postura lentamente, dejando escapar un suspiro bajo y controlado, aunque sus ojos ardían con furia contenida.
—Hugo, lo diré solo una vez —dijo con una voz baja, pero peligrosa—. No me importa la relación que tuviste con mi padre. No voy a tolerar que le faltes el respeto a mi esposa. Si esto vuelve a suceder, no lo dejaré pasar.
Hugo tragó saliva, claramente consciente de que había ido demasiado lejos.
—Mis disculpas, Enzo. Fue un error de juicio. No volverá a suceder.
Enzo mantuvo su mirada fija en Hugo unos segundos más antes de asentir ligeramente. Luego, se giró hacia Amatista, su expresión suavizándose al instante.
—¿Qué dices, gatita? ¿Te muestro el despacho del club? —preguntó, dejando deliberadamente de lado la tensión que aún flotaba en el aire.
Amatista sonrió, aliviando un poco la atmósfera.
—Creo que eso sería perfecto, amor.
Enzo se levantó, extendiendo una mano para ayudarla a ponerse de pie. Los dos se alejaron de la mesa, dejando atrás a los Ruffo con una mezcla de frustración y humillación.
Mientras se dirigían hacia el interior del club, Amatista soltó un suspiro ligero, apretando la mano de Enzo.
—¿Estás bien, gatita? —preguntó él, bajando la mirada hacia ella.
—Perfectamente, amor. Aunque deberías darles un curso sobre límites —respondió, provocando una risa baja en Enzo mientras seguían caminando.
—¿Estás bien, gatita? —preguntó Enzo mientras bajaba la mirada hacia ella, su tono suave pero lleno de genuina preocupación.
Amatista le dedicó una sonrisa tranquila, entrelazando sus dedos con los de él.
—Perfectamente, amor. Aunque deberías darles un curso sobre límites —respondió con un toque de humor que provocó una risa baja en Enzo.
Mientras se alejaban de la mesa, el aire cargado de tensión quedó atrás, pero no para los Ruffo. Hugo los siguió con la mirada, su rostro una máscara de desdén mal disimulado.
—Es increíble cómo se comporta con ella —dijo Hugo, cruzando los brazos con fastidio—. Una mujer insignificante, y la trata como si fuera indispensable.
Martina, que también los observaba mientras se alejaban, apretó los labios en una línea delgada antes de responder.
—Parece que Enzo tiene un punto débil, después de todo. Pero no te preocupes, papá. Las debilidades siempre se pueden explotar.
Hugo soltó un bufido, levantando su copa de vino.
—Ya veremos cuánto le dura esa "debilidad". Las cosas pueden cambiar rápidamente cuando se trata de negocios y poder.
Dejaron de hablar, pero sus miradas seguían clavadas en la pareja que desaparecía tras la puerta que conducía al interior del club.
Enzo y Amatista subieron unas escaleras laterales hasta llegar a la oficina privada que él tenía en el club de golf. Al abrir la puerta, Amatista quedó inmediatamente impresionada. La oficina era un espacio amplio, con ventanales que ofrecían una vista panorámica del campo, el lago y las colinas cercanas. La luz natural iluminaba cada rincón, reflejándose en los detalles de madera oscura y las decoraciones elegantes pero funcionales.
—Es impresionante —murmuró Amatista, acercándose lentamente a los ventanales.
Enzo cerró la puerta detrás de ellos y se quedó observándola mientras ella exploraba el espacio. Sus ojos seguían cada uno de sus movimientos, pero su expresión estaba marcada por una tensión que no había desaparecido desde su conversación en la mesa.
Sin previo aviso, se acercó a Amatista, envolviéndola en un abrazo desde atrás. Sus brazos se cerraron firmemente alrededor de su cintura, y su barbilla descansó brevemente en su hombro.
—Hugo me está cansando —dijo Enzo en un tono bajo, pero cargado de frustración.
Amatista giró ligeramente la cabeza para mirarlo, llevando una de sus manos a la que él tenía sobre su cintura.
—Tenías razón, amor. La gente ambiciosa no tiene límites. Pero no esperaba que Hugo cambiara su actitud tan rápido. Un momento hablaba de la relación con Romano, y al siguiente intentaba comprarme.
Enzo dejó escapar un suspiro largo, sus labios rozando el cabello de Amatista mientras sus dedos se movían distraídamente sobre su abdomen.
—No puedo permitir que alguien te falte al respeto. Y mucho menos alguien como Hugo.
Amatista giró completamente en su abrazo, enfrentándolo con una expresión tranquila pero firme.
—Y no lo hiciste. Dejaste en claro que conmigo no se juega, amor. Pero también sé que esto no va a detenerlos. Hugo y Martina tienen su propia agenda, y no van a dejar de intentarlo.
Enzo levantó una mano para acariciar suavemente la mejilla de Amatista, su mirada fija en la de ella.
—Que intenten lo que quieran. No los voy a dejar salirse con la suya.
Amatista sonrió levemente, colocándose de puntillas para besarlo suavemente en los labios.
—Lo sé, amor. Siempre haces lo necesario.
Enzo la sostuvo por unos momentos más antes de soltar una risa breve, aunque sus ojos aún reflejaban un leve enojo.
—Pero dime, gatita, ¿qué te parece mi oficina?
Amatista miró alrededor una vez más, apreciando los detalles del lugar.
—Es... imponente, como tú. Pero ¿sabes qué pienso? —preguntó, inclinándose ligeramente hacia él con una sonrisa juguetona.
—¿Qué piensas, gatita? —respondió Enzo, arqueando una ceja con curiosidad.
—Que podríamos inaugurarla como lo hicimos con tu oficina en la ciudad —susurró, una chispa de travesura brillando en sus ojos.
Enzo dejó escapar una carcajada genuina, su mal humor disipándose por completo mientras la tomaba por la cintura y la levantaba ligeramente del suelo.
—Gatita, contigo no tengo descanso.
—¿Eso es malo? —preguntó Amatista, enredando sus brazos alrededor de su cuello.
—No. Es perfecto —respondió Enzo antes de besarla profundamente, dejando que el resto del mundo desapareciera por un momento.
Enzo profundizó el beso mientras sostenía a Amatista con firmeza, disfrutando del momento en el que todo parecía reducirse a ellos dos. La intensidad entre ambos creció rápidamente, y sin romper el contacto, Enzo la llevó hacia el gran escritorio de la oficina. La colocó delicadamente sobre la superficie, dejando que sus piernas se enredaran alrededor de su cintura, atrayéndolo más hacia ella.
Amatista lo observaba con una mezcla de desafío y deseo. Sus manos subieron por su pecho, desabrochando con destreza los primeros botones de la camisa de Enzo.
—Eres demasiado eficiente en esto, gatita —murmuró él con una sonrisa mientras dejaba una línea de besos desde su cuello hasta su clavícula.
—He tenido mucha práctica contigo, amor —respondió ella con un tono juguetón, arqueando ligeramente el cuerpo hacia él.
Las manos de Enzo recorrieron su cintura, subiendo con lentitud hasta acariciar su espalda. Sus movimientos eran firmes pero llenos de cuidado, como si cada toque fuera una declaración de lo que sentía por ella.
—No tienes idea de cuánto me vuelves loco —confesó en voz baja mientras apartaba su cabello para besar su cuello, disfrutando de los suaves suspiros que escapaban de los labios de Amatista.
Ella no se quedó atrás; sus manos continuaron despojando a Enzo de su camisa, dejando al descubierto su torso. Amatista dejó un beso suave en su pecho antes de mirarlo a los ojos, sus dedos deslizándose hasta el cinturón de Enzo.
—Entonces estamos a mano, porque tú me haces exactamente lo mismo —susurró antes de concentrarse en liberar el cinturón con movimientos lentos y deliberados.
Enzo la ayudó, dejando caer el cinturón al suelo con un ruido sordo. Su mirada era intensa, completamente enfocada en ella, mientras sus manos bajaban para acariciar sus piernas, subiendo por el borde de su vestido. Amatista se inclinó hacia atrás ligeramente, apoyándose con las manos sobre el escritorio, mientras Enzo seguía explorándola con pasión creciente.
—¿Sabes cuánto me gusta verte así? —dijo él, dejando un beso en su muslo, provocando que Amatista cerrara los ojos por un momento.
—Entonces sigue mirándome, amor —respondió ella con una sonrisa desafiante, su voz cargada de deseo.
Enzo no necesitó más invitación. Sus manos firmes continuaron deslizándose por su cuerpo mientras sus labios exploraban cada rincón que encontraban. La oficina, que unos momentos antes había sido un espacio elegante y frío, ahora se llenaba del calor de su conexión.
Amatista lo atrajo hacia ella, tirando suavemente de su cabello mientras sus labios volvían a encontrarse en un beso que hablaba más que cualquier palabra. Sus movimientos eran perfectamente sincronizados, cada gesto cargado de deseo y una necesidad mutua que parecía imposible de saciar.
El tiempo pareció detenerse, y el resto del mundo quedó fuera de la ecuación mientras ambos se entregaban completamente el uno al otro, dejando que la pasión tomara el control en un lugar que ahora no era solo un espacio de trabajo, sino un rincón más en su historia juntos.