Capítulo 176 Un rastro de fuerza
La habitación estaba silenciosa, solo interrumpida por el suave murmullo de la ciudad en la lejanía. Amatista se encontraba de pie frente a la ventana, la luz tenue de la luna iluminando su figura delgada. Había recuperado un poco de fuerzas, suficientes para levantarse, caminar por la habitación y observar el paisaje. Algo dentro de ella necesitaba reconectar con el mundo, sentir que aún podía moverse, respirar, existir más allá de las paredes de esa habitación. El peso de su debilidad aún estaba presente, pero la necesidad de recobrar algo de normalidad la impulsaba a seguir.
En ese preciso momento, la puerta se abrió con suavidad y Enzo entró con una bandeja en las manos. Al ver a Amatista de pie, un destello de enojo cruzó su rostro. Se acercó rápidamente a ella, sus pasos resonando en el suelo de madera.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó con tono áspero, su mirada dura, fijándose en ella de arriba a abajo—. ¿No te dije que no te levantaras?
Amatista, que apenas había escuchado el sonido de sus pasos al principio, reaccionó al instante ante su reprimenda, pero no se dejó dominar por la molestia. Miró a Enzo con una calma tensa antes de responder.
—Estoy cansada de estar acostada todo el tiempo. Me siento con fuerzas, así que quiero moverme un poco —dijo sin inmutarse, como si su cuerpo le exigiera un descanso del reposo obligado.
Enzo la observó por un momento, evaluando si debía insistir, pero al ver que su expresión no mostraba signos de cansancio excesivo, finalmente cedió. Sin una palabra más, dejó la bandeja sobre la mesa cercana y se apartó, observando a Amatista mientras ella se deslizaba lentamente hacia uno de los sillones. Ella se sentó, sin prisa, acomodándose con cuidado y comenzando a comer.
El plato era sencillo: pasta con verduras y carne, pero Amatista no se quejó. Comió con calma, sin prisa, masticando cada bocado como si disfrutara de lo poco que su cuerpo le permitía hacer en ese momento. Enzo permaneció de pie junto a la ventana, vigilando cada movimiento que hacía, asegurándose de que comiera todo. La tensión en su rostro no desaparecía, pero permaneció en silencio, observando con atención cada gesto de ella.
Cuando terminó, Amatista dejó el tenedor sobre el plato y miró a Enzo. Su voz, aunque suave, estaba cargada de la misma indiferencia con la que había estado hablando desde el principio.
—No te preocupes, volveré a la cama después de darme un baño —le dijo, como si no hubiera nada más que agregar.
Enzo asintió, un gesto breve y decidido.
—Si mañana te sientes mejor, podrías salir a la terraza a tomar un poco de aire —sugirió, aunque su tono no dejaba lugar a dudas de que esperaba que ella aceptara la propuesta.
Amatista lo miró con una leve inclinación de cabeza, sin mucha emoción en su respuesta.
—Está bien —respondió, su voz fría y distante, como siempre.
El silencio se instaló de nuevo en la habitación, hasta que Enzo, sin poder soportarlo más, soltó las palabras que venían rondando en su mente.
—Déjame dormir en el sofá, esta noche, cuando Rose llegue. No te molestaré más.
Amatista lo miró fijamente, sin que su rostro mostrara ninguna señal de afecto. Un suspiro casi imperceptible escapó de sus labios antes de hablar.
—Haz lo que quieras —respondió, su tono cargado de cansancio y desinterés, como si las decisiones de Enzo ya no tuvieran poder sobre ella.
A pesar de la indiferencia con la que respondió, algo dentro de Enzo se retorció. El comentario de Amatista lo golpeó, pero no se dejó llevar por la rabia. Sabía que no podía forzarla a nada. Lo único que quería era cuidarla, aunque ella lo odiara por ello.
—Aunque me odies, te cuidaré —murmuró en voz baja, como si hablara consigo mismo, pero sin que Amatista lo oyera. Él lo sabía. Estaba dispuesto a hacer cualquier cosa para asegurarse de que ella estuviera bien, sin importar lo distante que se mostrara, sin importar lo que dijera.
Enzo permaneció en la habitación en silencio mientras ella se levantaba para ir al baño, su mente llena de pensamientos confusos, como un torbellino. A pesar de todo, el deseo de protegerla seguía intacto, pero la distancia que ella había colocado entre ellos le resultaba dolorosa. Cuando la escuchó volver del baño, su tensión aumentó nuevamente.
Amatista se acomodó en la cama con lentitud, claramente cansada. La habitación estaba en completa calma, excepto por el sonido suave de la respiración de ambos. Ella se tapó hasta el cuello, mirando al techo, pero su mirada pronto se desvió hacia la figura de Enzo, que permanecía de pie junto a la ventana, su postura erguida, como si estuviera vigilando algo más que solo el exterior.
Poco a poco, el sueño parecía apoderarse de Amatista, pero antes de perderse completamente en él, su voz, casi imperceptible, se filtró en el aire de la habitación.
—Enzo, no te odio, solo estoy decepcionada… —dijo en un susurro bajo, su voz cansada y apagada.
El sonido de su confesión fue un golpe directo al pecho de Enzo, quien no pudo evitar detenerse en seco. Su cuerpo se tensó al escuchar las palabras, y por un momento, la habitación pareció desvanecerse alrededor de él. No había odio en su tono, solo una tristeza profunda, algo que no pudo ignorar.
Él cerró los ojos brevemente, intentando ordenar sus pensamientos antes de dar un paso hacia ella, pero la distancia parecía insuperable. No estaba seguro de cómo responder a aquello, ni siquiera sabía si las palabras podían arreglar lo que había ocurrido entre ellos.
Amatista, ajena a su lucha interna, cerró los ojos y respiró profundamente, sin esperar respuesta. Para ella, las palabras ya estaban dichas, y no necesitaba nada más de él. Simplemente, la decepción se había instalado en su corazón, y ya no sabía cómo lidiar con ello.
Enzo, después de un momento largo en el que no hizo más que mirarla, finalmente habló, pero su voz sonaba más baja de lo que hubiera querido.
—Yo… no quería decepcionarte —respondió con un tono suave, pero cargado de un dolor que rara vez dejaba escapar.
Sin embargo, no dijo más, y la habitación quedó en silencio, un silencio denso, como si todo lo que necesitaba ser dicho ya hubiera quedado en el aire, sin respuesta.
La noche pasó lentamente, arrastrando consigo el pesado silencio que había quedado entre ellos. La habitación, iluminada solo por la luz tenue que se colaba por las rendijas de la ventana, era testigo de los pensamientos contradictorios de ambos. Enzo, tendido en el sillón, miraba el techo sin poder conciliar el sueño, mientras Amatista, exhausta, finalmente cedió al cansancio, quedándose dormida en la cama.
La quietud de la noche se extendió hasta que, en algún momento, en medio de la oscuridad, Amatista sintió el crujir suave del colchón. Sintió como si alguien se hubiera sentado a su lado. No abrió los ojos, pero reconoció la presencia de Enzo, aún con su respiración profunda y calmada. Algo en él la hacía sentirse extraña, pero al mismo tiempo, ese roce de cercanía era algo que no quería rechazar, a pesar de la fría indiferencia que intentaba proyectar.
Poco a poco, sintió la mano de Enzo deslizarse por su cabello con una suavidad que contrastaba con su naturaleza brusca. Un murmullo se escapó de sus labios, bajito, casi inaudible, pero lo suficiente para que Amatista lo escuchara claramente.
—No quería decepcionarte… realmente no… —murmuró, como si hablara consigo mismo en un suspiro cargado de arrepentimiento—. Te necesito, Gatita… no sé cómo hacer que lo entiendas… pero lo necesito.
Amatista, fingiendo seguir dormida, cerró los ojos con más fuerza, sin querer dejar que él supiera que escuchaba cada palabra. Su corazón, aunque aún herido, sentía algo difícil de identificar en esos momentos. Podía sentir cómo su cuerpo reaccionaba ante su cercanía, cómo, en algún lugar profundo de ella, aún quedaba un eco de la conexión que había existido entre ellos, aún en medio de su decepción.
Sin hacer ruido, decidió girarse, dándole la espalda a Enzo. Lo hizo con lentitud, para no delatar que había estado despierta. Enzo, ajeno a la maniobra, dejó escapar una risa baja, casi silenciosa.
—Incluso en sueños… me ignoras —comentó con una sonrisa torcida, pero sin malicia, más como una constatación que como una queja.
Amatista se quedó en su posición, con el rostro escondido entre las sábanas, sin querer darle ninguna señal más de su despertar. Mientras tanto, Enzo se levantó lentamente y regresó al sillón sin decir una palabra más, dejando que la tranquilidad volviera a cubrir la habitación.
El amanecer llegó con una luz suave que se filtraba por las cortinas, iluminando la habitación con tonos dorados. Amatista abrió los ojos lentamente, sintiéndose un poco mejor que la noche anterior. Aún sentía la debilidad en su cuerpo, pero al menos su mente estaba más despejada. Se giró en la cama, notando de inmediato que Enzo ya no estaba en la habitación.
Se incorporó con calma, dejando que su cuerpo se acostumbrara al movimiento. No tardó mucho en escuchar la puerta abrirse, y para su sorpresa, Rose apareció cargando una bandeja con el desayuno. La joven llevaba una sonrisa cálida en el rostro mientras se acercaba a la cama.
—Buenos días, señorita dormilona —bromeó Rose, dejando la bandeja sobre la mesita junto a la cama—. Espero que tengas hambre porque esto te ayudará a recuperar fuerzas.
Amatista sintió una alegría genuina al ver a Rose. No solo porque su presencia le resultaba reconfortante, sino porque, al mirarla bien, notó algo que le llamó la atención. Su vientre tenía una leve curva, apenas perceptible, pero suficiente para que sus ojos se iluminaran con emoción.
—Rose… —murmuró, observándola con detenimiento—. ¿Estás…?
La joven sonrió con cierta timidez antes de asentir.
—Cuatro meses.
Amatista llevó una mano a su boca, sorprendida, antes de extender los brazos para que Rose se acercara. La abrazó con suavidad, sintiendo una calidez especial al compartir aquel momento.
—No puedo creerlo… ¡Felicidades! —dijo, realmente emocionada.
Rose rió con dulzura y se sentó en la cama, mientras Amatista tomaba el batido y comenzaba a beberlo con calma. La conversación entre ambas fluyó de manera natural, entre risas y anécdotas, mientras Amatista terminaba su desayuno. A pesar de todo lo que estaba pasando, en ese instante se sintió más ligera, como si por un momento su mundo no estuviera rodeado de sombras.
Mientras tanto, en la sala principal, Enzo estaba reunido con Emilio, Alan, Joel, Facundo, Andrés y el resto del grupo. La tensión en el ambiente era evidente. Estaban investigando sobre Diego, pero hasta el momento, no habían encontrado ningún rastro en las cámaras de seguridad de la ciudad. Era como si el hombre supiera exactamente cómo moverse sin ser detectado.
—Esto no puede durar para siempre —gruñó Enzo, su paciencia agotándose—. No puede desaparecer sin dejar un solo rastro.
—Tarde o temprano va a necesitar moverse, ya sea para buscar apoyo o para planear algo —intervino Emilio con su característico tono relajado, intentando calmar la situación—. Y cuando lo haga, lo vamos a tener.
Eugenio, quien estaba revisando las computadoras, asintió.
—Si Diego comete un error y aparece en algún punto monitoreado, el sistema nos enviará una alerta automática. No tenemos que desesperarnos.
Fue en ese momento que la puerta principal se abrió, y Rubén apareció con dos imponentes caballos percherones, justo como Enzo los había encargado. El hombre los observó con aprobación antes de girarse hacia los guardias Ortega y Pérez.
—Llévenlos arriba y díganle a Rose que se encargue de acomodar todo —ordenó con firmeza.
Una vez que el asunto quedó resuelto, Enzo invitó a Rubén a sentarse. El comerciante, siempre atento a los gustos exclusivos de su clientela, le ofreció revisar el nuevo catálogo con los últimos trajes exclusivos de la temporada.
—Tengo piezas que no están disponibles en ningún otro lugar —dijo Rubén con un tono que captó el interés de los presentes.
Emilio, Alan, Joel, Facundo y Andrés se mostraron entusiasmados, sabiendo que cualquier cosa que proviniera de Rubén era sinónimo de exclusividad y calidad.
—Tómense un momento para elegir lo que quieran —dijo Enzo, hojeando el catálogo con calma—. Yo me encargaré de pagar los pedidos.
Luna y Samara, que hasta ahora solo habían estado observando con curiosidad, se acercaron con más interés al notar la exclusividad de las prendas.
Mientras todos elegían, Enzo revisó las opciones con detenimiento. No tenía la intención de molestar a Amatista con esto, así que decidió seleccionar él mismo. Eligió tres trajes para él, asegurándose de que fueran de su estilo sobrio y elegante. Pero su verdadera atención estuvo en la selección de los vestidos.
Eligió tres para Amatista. Uno de ellos tenía detalles de encaje, algo que a él le encantaba verla usar. El segundo era elegante pero sencillo, algo más práctico y cómodo. Y el tercero era una elección más clásica, pensada para ocasiones especiales.
Por último, eligió un vestido para Rose, un diseño elegante pero modesto, que encajaba perfectamente con su estilo. Lo haría llegar como un agradecimiento por su ayuda.
Cuando terminó, cerró el catálogo y miró a Rubén.
—Estos son los pedidos. Asegúrate de que lleguen cuanto antes.
Rubén asintió con una sonrisa complacida, recogiendo la lista con los pedidos de todos.
Enzo se recostó en el sillón, encendiendo un cigarro mientras los demás seguían eligiendo. Había logrado distraerse por un momento, pero en su mente solo existía una prioridad: Amatista. Y aunque ella no lo supiera, él seguiría cuidándola, estuviera cerca o no.
Luna y Samara hojeaban el catálogo con interés, analizando cada detalle de los vestidos antes de intercambiar miradas cómplices. Finalmente, se acercaron a Enzo, quien seguía recostado en el sillón, con el cigarro entre los dedos y la mirada perdida en un punto indefinido.
—Enzo, ¿qué opinas de estos? —preguntó Luna, mostrándole dos opciones—. No podemos decidirnos.
Samara asintió con una sonrisa encantadora.
—Este tiene un corte más elegante, pero el otro es más atrevido. ¿Cuál crees que nos quedaría mejor?
Enzo apenas alzó la vista, lanzando una mirada fugaz a las imágenes antes de volver a su posición inicial.
—Elijan el que quieran —murmuró con desinterés, exhalando el humo lentamente.
Las dos mujeres se miraron, algo decepcionadas por su falta de entusiasmo, pero decidieron no insistir.
Mientras tanto, Emilio, Alan, Joel, Facundo y Andrés, que habían estado atentos a la escena, comenzaron a lanzar comentarios con sorna.
—No se esfuercen tanto, chicas —se burló Alan—. Si no es un vestido de encaje sobre una piel en particular, Enzo no va a interesarse.
—Tal vez deberíamos preguntar por ropa más cómoda —rio Facundo—. Algo para que puedan estar bien vestidas cuando las inviten a no salir de la cama.
—O mejor aún, algo que no necesiten usar por mucho tiempo —añadió Joel con picardía.
Las carcajadas se extendieron entre ellos, mientras Luna y Samara rodaban los ojos, aunque sin molestarse demasiado. Sabían cómo era el ambiente en ese grupo.
Enzo no reaccionó de inmediato, simplemente dejó escapar una risa seca y apagó el cigarro en el cenicero con un gesto pausado. No tenía cabeza para sus bromas ni para los vestidos. Solo para una persona.