Capítulo 141 Silencios y revelaciones
La noche había caído sobre la mansión Bourth, envolviendo la propiedad en un silencio pesado. Enzo cruzó la entrada principal con pasos firmes, dejando atrás el gélido aire nocturno. Sin detenerse a mirar a nadie, se dirigió directamente a su oficina. Cerró la puerta tras de sí, buscando la soledad que solo esas cuatro paredes podían ofrecerle.
Un leve golpeteo interrumpió sus pensamientos. Roque apareció en el umbral, sosteniendo una pequeña caja de terciopelo.
—Aquí están los anillos, jefe. —Su tono era neutral, medido.
Enzo tomó la caja sin mirarlo.
—Bien. Ahora vete.
Cuando la hora de la cena llegó, Enzo descendió al comedor. Isis y Rita ya estaban sentadas, esperándolo. Mariel, la empleada, aguardaba cerca con expresión neutral.
Enzo ocupó su lugar en la cabecera de la mesa y, sin preámbulo, extendió la caja con el anillo hacia Rita.
—En dos días iremos al registro. Nos casaremos.
Rita parpadeó sorprendida, pero rápidamente forzó una sonrisa al tomar la caja.
—Claro, Enzo. Como tú digas.
Isis alzó una ceja, divertida por la frialdad de su primo.
—¿No piensas hacer una gran fiesta, como corresponde a un Bourth? —preguntó, con tono ligero.
Enzo la miró con una frialdad que hizo que el aire se volviera más denso.
—No. Esto será así o no será.
Rita bajó la mirada, ocultando la frustración que hervía dentro de ella.
—No necesito una fiesta. Me basta con lo que tú decidas.
Enzo no respondió. Simplemente asintió, y con un gesto indicó a Mariel que sirviera la cena. El sonido de los cubiertos chocando contra la porcelana fue lo único que rompió el silencio durante la comida. Nadie se atrevió a hablar.
Mientras tanto, en el modesto hotel de Santa Aurora, Amatista doblaba cuidadosamente su escasa ropa para mudarse al día siguiente. Su vida cabía en una sola maleta, pero su mente estaba llena de pensamientos.
Un dolor punzante en el vientre la hizo encorvarse, jadeando. La intensidad de la punzada no era normal. Alarmada, tomó su bolso y salió apresurada en busca de un taxi.
—Al hospital más cercano, por favor —pidió con voz temblorosa.
Al llegar, se abrazó el abdomen mientras esperaba en la sala de emergencias, su ansiedad creciendo con cada minuto. Una doctora la llamó.
—Señorita, por aquí, por favor.
Amatista se recostó en la camilla mientras la doctora comenzaba a revisarla.
—Todo parece estar en orden, pero haremos una ecografía para asegurarnos —explicó la profesional con calma.
El gel frío sobre su piel hizo que Amatista se sobresaltara levemente. Observó la pantalla en silencio hasta que la doctora frunció el ceño, curiosa.
—Bueno… ambos bebés están perfectamente bien.
Amatista parpadeó, confundida.
—¿Ambos bebés?
La doctora la miró, sorprendida.
—¿No sabía que esperaba gemelos?
—No… —Amatista murmuró, desconcertada—. El médico nunca mencionó que fueran dos.
La doctora sonrió levemente.
—A veces uno de los bebés se oculta en las primeras ecografías. Es raro, pero pasa. ¿Quiere saber el sexo?
Amatista asintió, llevándose instintivamente la mano al vientre.
—Sé que uno es niño…
La doctora ajustó el ecógrafo y señaló la pantalla.
—Efectivamente, uno es un niño. Y el otro… —pausó, sonriendo— es una niña.
Amatista abrió los ojos, atónita. Una sonrisa lenta y cálida curvó sus labios.
—Una niña…
La doctora le ofreció pañuelos.
—Si siente algún malestar, vuelva de inmediato.
Amatista asintió, aun procesando la noticia. Al salir del hospital, la noche le pareció menos oscura. Caminó de regreso al hotel, acariciando suavemente su vientre.
—Dos… —susurró con una mezcla de asombro y ternura—. Mi niño y mi niña…
Al llegar a su habitación, se tumbó en la cama, rodeada de pensamientos y sueños renovados.
Dos días después, el cielo gris parecía reflejar el ánimo de Enzo mientras ajustaba el puño de su camisa. El registro civil estaba prácticamente vacío, solo acompañado por Roque, Isis y Rita. No había flores, ni música, ni invitados. Solo el eco de pasos apresurados y el frío formalismo de un trámite que debía completarse.
Rita, con una sonrisa forzada, alisó las arrugas de su vestido blanco. Era evidente que había sido comprado a último momento. Le quedaba grande en los hombros y el diseño carecía de gracia, sin detalles ni forma, como si simplemente cumpliera con el requisito de ser blanco. Isis intentaba animarla, halagando el vestido y comentando lo especial del momento, pero la incomodidad de Rita era evidente.
Enzo, por su parte, se mantenía distante, su mirada perdida en un punto indefinido. El peso de la ausencia de Amatista lo oprimía. Cada palabra del juez, cada firma en los documentos, era un recordatorio amargo de que intentaba llenar un vacío que no podía ignorar.
—Felicidades a los recién casados —anunció el juez con monotonía.
Rita sonrió, mirando a Enzo en busca de algún gesto de cercanía. Pero él solo asintió, girándose de inmediato hacia Roque.
—Lleva a Rita de regreso a la mansión Bourth —ordenó sin mirarla.
Rita lo observó, sorprendida.
—¿No vas a venir conmigo?
Enzo la miró por un instante, sus ojos duros.
—No.
Sin dar más explicaciones, se dirigió a su auto. Rita apretó los labios, sintiendo cómo la ilusión de ese día se desmoronaba. Isis intentó suavizar la situación.
—No te preocupes, seguro necesita tiempo. Vamos a la mansión, te ayudará a distraerte.
Pero Rita solo asintió, conteniendo la frustración.
Mientras tanto, Enzo condujo solo hasta la mansión del campo. El silencio de aquel lugar le resultaba familiar, reconfortante y a la vez sofocante. Se dejó caer en un sillón, con la mirada fija en el vacío. Ninguna firma, ningún anillo podría borrar la sombra de Amatista de su mente.
Rita tenía su apellido, pero no su corazón.
La mansión del campo estaba sumida en un silencio abrumador, roto solo por el crujir ocasional de la madera vieja. Enzo permanecía hundido en el sillón, observando el fuego parpadeante de la chimenea. A un lado, sobre la mesa de roble, descansaba una botella de whisky a medio llenar y un vaso olvidado.
Sin pensarlo demasiado, tomó la botella y sirvió un trago generoso. El líquido ámbar bajó por su garganta, ardiendo, pero no lo suficiente para quemar el nudo que sentía en el pecho.
Sirvió otro. Y otro más.
Cada sorbo desdibujaba un poco más la realidad, pero aclaraba los recuerdos. La imagen de Amatista aparecía nítida, con esa sonrisa tímida que solo le mostraba a él, con esos ojos llenos de devoción.
—¿Por qué, gatita...? —susurró, la voz quebrada.
El vaso tembló en su mano.
—¿Dónde estás...? —preguntó al vacío, aunque sabía que no habría respuesta.
Apoyó el vaso con fuerza, derramando un poco de whisky. Su respiración se aceleró, el dolor lo arrinconaba.
—Yo te hubiera perdonado… —sollozó, cerrando los ojos con fuerza. Una lágrima, inesperada y furiosa, rodó por su mejilla.
Golpeó la mesa con el puño cerrado, la botella vibró peligrosamente.
—¡No tenías que irte! —gruñó, la rabia mezclándose con la tristeza.
El rostro de Santiago se coló en sus pensamientos, como una sombra burlona. Enzo apretó la mandíbula.
—¿Por él? —se preguntó, casi escupiendo el nombre en su mente—. ¿Por ese imbécil?
Su mirada perdida se fijó en las llamas. Le costaba creerlo. No, Amatista no podía haberlo traicionado así. Pero los recuerdos de su huida lo acuchillaban una y otra vez.
—¿Por qué me hiciste esto...? —susurró, la voz apenas audible.
Volvió a servir otro trago, pero esta vez no lo bebió. Solo se quedó ahí, sosteniéndolo, observando cómo el licor temblaba al ritmo de su mano.
—Eras mía... —dijo con amargura—. Siempre serás mía.
El silencio volvió a llenar la estancia, solo interrumpido por el crujir de la madera en la chimenea. Enzo inclinó la cabeza hacia atrás, cerrando los ojos.
Entre el alcohol y el cansancio, los susurros de su propia mente se mezclaban con el eco del apodo que solo él tenía derecho a pronunciar.
—Gatita…
Y así, perdido entre la rabia y la tristeza, Enzo se dejó arrastrar por el peso de sus propios demonios.
El fuego crepitaba en la chimenea, proyectando sombras danzantes en las paredes de la fría mansión. Enzo continuaba hundido en el sillón, el vaso tembloroso en su mano.
El whisky ardía en su garganta, pero el dolor en su pecho era más intenso, más profundo.
—La voy a olvidar… —murmuró, con la voz rasposa—. Haré lo que sea para sacarla de mi cabeza.
Llevó el vaso a sus labios y bebió otro trago largo, pero al bajar el vaso, su mirada se encontró con el anillo en su dedo. Ese anillo frío y sin significado.
Lo observó en silencio por unos segundos, hasta que una risa amarga escapó de sus labios.
—Si cree que le seré fiel… —susurró con desdén—. Está equivocada.
Apretó el vaso con fuerza, sus dedos se tensaron. La imagen de Rita en el registro civil, con ese vestido comprado a último momento, deslucido y sin forma, cruzó fugazmente por su mente. No había amor en esa unión, solo un intento fallido de ahogar sus propios sentimientos.
Sirvió más whisky, con manos ya algo torpes.
—Es mi culpa… —murmuró, la voz cargada de resentimiento. Sus ojos se oscurecieron, clavados en el fuego—. Fui un idiota… por obligarla a hacerse esa maldita prueba de ADN.
Golpeó la mesa con el vaso, el líquido se derramó sobre la madera.
—Pero… —susurró, apretando los dientes—. ¿Cómo pudo entregarse a ese imbécil de Santiago?
Un gruñido seco escapó de su garganta.
—Su cuerpo… solo me pertenece a mí. Solo yo puedo tocarla, solo yo puedo hacerle el amor. No él… —escupió con rabia.
Se sirvió otro trago, más grande, más pesado. La bebida ya no ardía, solo alimentaba el vacío.
—¿Así jugamos, gatita? —rió sin humor, sacudiendo la cabeza—. Muy bien…
Dejó caer el cuerpo hacia atrás, mirando el techo.
—Si ella puede entregarse a otro… entonces yo también. ¿Por qué no? —susurró, con un tono venenoso—. Me entregaré a mujeres, muchas. Quiero que sienta lo mismo que yo. Que sepa cómo duele.
Apretó el vaso con fuerza, al borde de romperlo.
—No voy a destruirme solo. Ella también va a sufrir.
El silencio volvió a envolver la mansión, solo interrumpido por el leve tintinear del hielo derritiéndose en el vaso. Enzo bebió hasta que el ardor se volvió costumbre, hasta que el sabor del whisky no fue más que un reflejo de la amargura que lo consumía.
La mansión Bourth estaba envuelta en un silencio inquietante. Rita, sentada en el borde de la cama, se retorcía las manos con frustración.
—¿Cómo puede ser que me dejara aquí sola en nuestra noche de bodas? —murmuró, su voz temblorosa.
Isis, apoyada contra el marco de la puerta, rodó los ojos.
—Enzo es así. Pero no te preocupes, terminará rindiéndose. Solo es cuestión de tiempo.
Rita apretó los labios, bajando la mirada al vestido holgado y sin forma que llevaba puesto.
—Ni siquiera fue capaz de comprarme un vestido de bodas decente… —susurró con amargura.
Isis sonrió con desdén.
—Ya viste el vestidor de Amatista. Ahí hay prendas que valen más que todo lo que llevas puesto. Ahora eres la esposa de Enzo, es lo que te corresponde.
Rita levantó la cabeza, sus ojos brillando con cierta esperanza.
—Podríamos… aprovechar que no está. Quiero ver bien esas cosas.
Isis sonrió de lado.
—Vamos.
Subieron con paso cauteloso hasta la habitación de Enzo. Al entrar, se dirigieron al vestidor sin dudar. Sacaron vestidos, joyas, zapatos. Rita se probó un vestido ceñido, admirándose frente al espejo.
—Esto es lo que merezco… —susurró, acariciando la tela.
Isis rió suavemente.
—Disfrútalo.
Pero la puerta se abrió de golpe, tan violento que las paredes vibraron.
Enzo estaba en el umbral. Su figura era una sombra imponente, sus ojos inyectados en sangre. El olor a alcohol lo envolvía como un manto.
Por un instante, el mundo pareció detenerse.
—¿QUÉ DEMONIOS CREEN QUE ESTÁN HACIENDO? —rugió, su voz retumbando en las paredes.
Isis se tensó, pero Rita dio un respingo, apretando el vestido contra su cuerpo.
—E-Enzo, yo solo…
—¡LES DIJE QUE SE QUITEN ESA MALDITA ROPA! —bramó, avanzando hacia ellas con una furia desbordante.
Isis levantó el mentón, desafiante.
—Oh, por favor, Enzo. Esa traidora no va a volver. ¿Por qué no nos las regalas? A nosotras nos quedan mejor.
Pero Enzo no escuchaba. Sus ojos destilaban veneno.
—¿Mejor? —espetó con desdén—. Ustedes no son más que basura. Esa ropa les queda asquerosa. ¡Ni en mil vidas tendrían la belleza de Amatista!
Rita retrocedió temblando, las manos temblorosas mientras se despojaba del vestido.
—P-Perdón, Enzo… yo…
—¡CÁLLATE! —gruñó, fulminándola con la mirada.
Se giró hacia Isis.
—¿Crees que puedes tocar lo que no te pertenece? ¿Que puedes rebajarte a vestirte con sus cosas?
Su respiración era pesada, cada palabra cargada de odio.
—¡LÁRGUENSE DE AQUÍ! ¡Y SI VUELVEN A ENTRAR, SE ARREPENTIRÁN!
Rita sollozó, dejándose caer de rodillas mientras se quitaba las últimas joyas.
—¿E-Esta no será nuestra habitación ahora que estamos casados? —susurró con voz temblorosa.
Enzo la miró con un desprecio helado.
—Mandaré a preparar otra habitación. Esto nunca será tuyo.
Se acercó lentamente, su sombra cubriéndolas.
—Fuera. Antes de que me arrepienta de no matarlas.
Rita salió temblando, Isis la siguió, ahora en silencio.
Enzo cerró la puerta de un golpe. Respiró hondo, apretando los puños hasta que sus nudillos se tornaron blancos.
Se giró hacia el vestidor, sus dedos rozando la tela que Rita había manoseado.
—Gatita… —susurró, con el odio burbujeando bajo la piel.
Y el silencio lo envolvió nuevamente.
Enzo permaneció inmóvil, observando los vestidos que colgaban desordenadamente, algunos arrugados por las manos ajenas que los habían manoseado. Sus ojos, cargados de una mezcla de odio y desdén, recorrieron cada prenda como si pudieran devolverle algo de lo que había perdido.
Se acercó lentamente a uno de los vestidos, rozando con sus dedos la delicada tela.
—Nadie… —murmuró con la voz rasposa, apenas un susurro—. Nadie podrá ser como tú, gatita.
Sus dedos apretaron con fuerza la tela, arrugándola. La llevó lentamente hacia su rostro y aspiró. Pero lo que esperaba que fuera un leve rastro de Amatista, solo le devolvió un aroma extraño, ajeno, contaminado.
Frunció el ceño, el asco se reflejaba en cada línea de su rostro.
—Tsk… —chasqueó la lengua con desprecio—. Ya lo apestó.
Soltó el vestido bruscamente, dejándolo caer de lado. Se giró hacia el espejo, observando su propia imagen distorsionada por la rabia.
—Rita… —pronunció su nombre con amargura—. No perdiste el tiempo en mostrar lo ambiciosa que eres.
Su mirada volvió al vestidor, como si pudiera quemar con la vista todo lo que Rita había tocado.
—¿Con qué derecho pones tus manos sucias en lo que le pertenece a ella? —escupió las palabras con veneno.
Cerró los ojos por un instante, intentando controlar el impulso de destruir todo a su alrededor. Pero la rabia lo carcomía desde dentro.
—Esto nunca será tuyo… —susurró con frialdad.
Apretó los puños y se giró hacia la puerta. Necesitaba respirar, alejarse de esa suciedad que ahora impregnaba el lugar que una vez había sido sagrado.
Pero ninguna distancia sería suficiente para limpiar lo que acababan de profanar.