Capítulo 15 Bajo el silencio de la mansión
La habitación estaba bañada en la luz tenue de la tarde. El baño había sido un respiro, una tregua que había permitido a Amatista dejar atrás los pensamientos más pesados que la acompañaban últimamente. Cuando salió del agua, la sensación de frescura la invadió, pero en sus ojos aún brillaba una tensión sutil, esa que había permanecido durante la última semana sin desaparecer. No había sido fácil lidiar con la ausencia de Enzo, pero el hombre ahora estaba frente a ella, esperando que lo secara, como siempre había hecho.
Amatista tomó la toalla, sus manos alisando el tejido mientras se acercaba a él. Su mirada se desvió hacia su rostro mientras comenzaba a secarlo con cuidado, disfrutando de la quietud de esos momentos, en los que Enzo se dejaba mimar sin una sola queja. Ella sonrió, un toque de diversión en su voz cuando, al fin, dijo:
—Por fin hueles a ti. Ya te extrañaba —comentó, mientras sus dedos tocaban su piel humedecida con suavidad.
Enzo soltó una carcajada baja, su pecho vibrando con la risa. No era la primera vez que él disfrutaba de sus bromas, pero aquella vez la risa fue seguida de un toque más serio. La acarició suavemente en la mejilla, su mirada fija en ella, como si intentara leer sus pensamientos.
—Haré algo para que esas mujeres no se te acerquen más —dijo con tono firme, como si la idea de que alguien más pudiera robarle su atención le resultara completamente intolerable.
Amatista solo sonrió ante la afirmación de Enzo, aunque el gesto no alcanzaba a ocultar una leve molestia que aún persistía en su interior. Había algo más detrás de esas palabras, algo que se agitaba en su pecho, pero decidió no hablar de eso, al menos por ahora.
El ambiente se mantuvo en silencio mientras salían de la habitación, el aroma a la fragancia de Enzo que aún rondaba en el aire. Amatista, con el rostro más sereno, se dirigió al comedor, lista para preparar algo de comida. Era lo único que podía hacer mientras las inquietudes se agolpaban en su mente. Enzo, por su parte, se sentó a la mesa y la observó, como siempre lo hacía, con la mirada fija en sus movimientos.
El sonido de la sartén sobre el fuego era lo único que interrumpía el silencio entre ellos. La pasta, una de las comidas más sencillas pero que Amatista sabía preparar a la perfección, burbujeaba mientras el aroma comenzaba a llenar el aire. Enzo, siempre relajado, volvió a romper la quietud de la escena con otra broma.
—Seguramente esas mujeres son tan inútiles que cualquiera que decida estar con ellas necesitaría contratar empleados solo para ayudarlas a pensar —comentó, con una sonrisa burlona, y sus ojos brillaron ante la imagen de lo absurdo que le resultaba la idea.
Amatista se rió a su vez, pero en su interior una ola de dudas la estaba ahogando. La broma de Enzo ya no tenía el mismo peso que antes. Algo en él, algo en ella, algo entre ambos había cambiado. No sabía si estaba dispuesta a seguir ignorando las preguntas que rondaban en su mente.
—¿Por qué nadie sabe que me tienes a mí? —preguntó, sin pensarlo demasiado, pero con una curiosidad que hizo que su voz temblara ligeramente. No esperaba que la pregunta causara la reacción que generó.
La expresión de Enzo se endureció de inmediato, como si una sombra de irritación atravesara su rostro en un abrir y cerrar de ojos. Fue un cambio tan abrupto que Amatista sintió el aire volverse pesado a su alrededor. El silencio se alargó, cargado de una tensión invisible que lo envolvía todo.
Enzo la miró, sus ojos como dos pozos oscuros, profundos. Después de un largo momento, le respondió con voz grave, casi susurrada.
—Nadie debe saber de ti —dijo, y su tono no dejaba lugar a dudas—. Podrían querer utilizarte para hacerme daño.
Amatista, que había permanecido quieta en su lugar, lo observó un segundo más, con la mirada fija en él. Un escalofrío le recorrió la espalda, aunque no por el miedo que ella misma esperaba sentir, sino por la dureza con la que Enzo había respondido. Su mente comenzó a procesar las palabras, buscando sentido.
—¿Entonces jamás me dejarás salir de aquí? —preguntó con una risa nerviosa, tratando de suavizar el ambiente, pero sus palabras fueron como un eco vacilante en la estancia.
El rostro de Enzo no se suavizó. De hecho, se tornó aún más sombrío. Su respuesta fue directa, casi como un golpe en el pecho de Amatista.
—Si hace falta, no saldrás, no si no es seguro —dijo, como si estuviera emitiendo una sentencia, un decreto irrevocable.
La risa de Amatista desapareció tan rápidamente como había surgido, dejando una expresión más seria en su rostro. Dejó lo que estaba haciendo y caminó hacia él, su mirada fija en sus ojos, buscando algo que no lograba encontrar.
—¿Estás hablando en serio? —preguntó, y esta vez no había rastro de broma en su tono.
Enzo no contestó de inmediato, como si la pregunta le hubiese molestado más de lo que pensaba. Finalmente, con una expresión más irritada, respondió:
—Sí, estoy hablando en serio. —Su voz se tornó más áspera—. Las cosas son así, y nada las va a cambiar.
Amatista sintió como su frustración crecía. No solo por sus palabras, sino por la falta de explicaciones claras. Por la imposibilidad de entender la razón detrás de esa actitud protectora, pero a la vez opresiva.
—Me dijiste que el confinamiento aquí era solo temporal —dijo, dejando que las palabras salieran con una mezcla de dolor y frustración—. Dijiste que todo esto cambiaría algún día.
Enzo, visiblemente cansado, se pasó una mano por el rostro, agotado de la conversación.
—He tenido un día largo. No quiero discutir esto ahora —contestó, intentando desviar el tema.
Pero Amatista no se detuvo. Sentía que no podía seguir adelante sin respuestas, sin entender lo que realmente significaba todo aquello.
—¿Cuándo quieres hablar de esto, entonces? Llevas una semana sin aparecer —dijo, y la molestia se hacía palpable en su tono.
Enzo suspiró con pesadez. No podía evitar sentir que su paciencia se estaba agotando. La respuesta de él fue más fría, más distante.
—He estado ocupado, con mucho trabajo. No quiero que te molestes, pero las cosas son así y nada va a cambiar. —Había algo definitivo en sus palabras, como si estuviera cerrando el tema para siempre.
Amatista sintió el nudo en su estómago hacerse más grande. No podía dejar de preguntarse si eso era todo lo que había para ella, para él, para su vida en la mansión. No pudo evitar lanzarle una última pregunta, una que la había estado rondando desde hace días.
—¿Es eso todo lo que soy para ti? —le preguntó, con un tono de voz más bajo, pero con la mirada desafiante—. ¿Solo alguien a quien proteger? ¿Soy tuya, Enzo?
Enzo se quedó en silencio por un momento, como si le costara procesar sus palabras. Pero la rabia que había acumulado en su interior empezó a escapar.
—Eres mía —dijo, su voz tajante—. Y te cuidaré de todo lo que te amenace. Eso es lo que hago, Amatista. Te doy todo lo que necesitas.
Amatista, con el corazón apretado, le respondió con una tristeza silenciosa que apenas podía contener:
—¿Soy tuya? —repitió—. ¿Soy un capricho que compraste, Enzo? ¿Como esta mansión o el coche que conduces? ¿Es eso lo que soy para ti?
Las lágrimas comenzaron a deslizarse por sus mejillas, y Amatista no pudo evitar que su voz se quebrara.
Enzo la miró, furioso, pero al ver las lágrimas en sus ojos, algo se detuvo dentro de él. No dijo nada. La rabia seguía allí, pero ahora había algo más, algo más oscuro que no entendía.
Amatista, con el rostro empapado en lágrimas, soltó un suspiro ahogado.
—Esperaba formar una vida contigo —dijo con un temblor en la voz—. Casarme, tener hijos... Pero eso es solo lo que yo pensaba, ¿verdad?
Enzo no respondió. Los dos se quedaron en un tenso silencio, mientras Amatista terminaba de preparar la pasta y la servía sin decir una palabra más. Ambos comieron en silencio, como si no existiera nada más que la incomodidad en el aire, hasta que finalmente decidieron irse a acostar, sin intercambiar más palabras.
Pero cuando la noche llegó, Enzo se acercó a Amatista, rompiendo el silencio con una voz suave pero firme:
—Quiero pasar toda mi vida contigo, gatita. También quiero formar una familia contigo... pero las cosas son como son, y debo protegerte.
Amatista, al escuchar las palabras de Enzo, sintió una mezcla de amor y desconfianza. Sabía que él le hablaba con la sinceridad de quien no ve más allá de lo que él mismo había construido. Pero algo en su interior no podía evitar resistirse a la idea de una vida encerrada, sin libertad, sin posibilidad de crecer. Miró a Enzo a los ojos, sus palabras saliendo con firmeza, aunque su voz temblara levemente por la emoción contenida.
—No tendré hijos para criarlos aquí, encerrados en esta mansión, Enzo —dijo con una dureza que sorprendió incluso a ella misma. —Si realmente quieres una familia conmigo, no será así. No puedo permitir que alguien viva lo mismo que yo, creciendo entre cuatro paredes, sin conocer el mundo, sin libertad.
La reacción de Enzo fue inmediata. Su rostro se tornó sombrío, y el brillo en sus ojos desapareció, reemplazado por una furia contenida. Se levantó de la cama sin decir una sola palabra, la rabia acumulada en su pecho haciendo que cada uno de sus pasos pareciera resonar en el silencio de la habitación. Sin volverse a mirarla, caminó hacia la puerta. El aire en la mansión parecía volverse aún más denso, mientras él se alejaba.
—Enzo... —Amatista intentó llamarlo, pero las palabras se le quedaron atascadas en la garganta.
Él no respondió. Salió de la habitación con una furia que parecía imparable, y antes de desaparecer por completo, las puertas de la mansión se cerraron con un estruendo. Amatista se quedó allí, con el corazón acelerado, el eco de sus propios pensamientos retumbando en su cabeza. Sabía que había cruzado una línea, pero en su interior, la sensación de estar diciendo la verdad la reconfortaba, aunque la incertidumbre sobre el futuro ahora la envolviera más que nunca.
Enzo Bourth conducía con los músculos tensos, cada movimiento del volante reflejaba su creciente frustración. La carretera vacía parecía extenderse indefinidamente frente a él, y el rugido del motor era lo único que interrumpía el ensordecedor eco de las palabras de Amatista. "No tendré hijos para criarlos aquí, encerrados." Su mente repetía esa frase como si fuera un mantra maldito, desgarrando su paciencia y alimentando su ira. Se sentía incomprendido, acorralado en una situación que, desde su perspectiva, era inevitable. Todo lo hacía por ella, y aún así parecía no ser suficiente.
Sin pensarlo demasiado, tomó el desvío hacia la propiedad donde sabía que sus socios estaban reunidos. La celebración por el nuevo proyecto no le interesaba en lo más mínimo, pero necesitaba alejarse, despejar su cabeza y, sobre todo, evitar regresar a la mansión del campo mientras su enojo lo consumiera. Entrar en un ambiente festivo, aunque fuera solo para observar a los demás, le parecía mejor que enfrentar el silencio cargado de reproches que sabía lo esperaría allí.
Cuando llegó, el contraste entre el bullicio del lugar y el peso de su estado de ánimo era evidente. Dentro, las risas, los brindis y la música llenaban el aire. Los socios de Enzo, Paolo, Emilio, Massimo, Mateo y otros miembros del círculo más cercano, estaban reunidos alrededor de una mesa central. Las copas estaban llenas, y el ambiente rebosaba entusiasmo por el inicio del nuevo proyecto. Varias mujeres, luciendo vestidos ajustados y sonrisas perfectas, se movían entre los invitados, lanzando miradas coquetas y soltando risas que parecían siempre demasiado calculadas.
Enzo entró con paso firme, su silueta imponente y su rostro oscuro hicieron que las miradas se dirigieran a él de inmediato. La conversación se detuvo por un breve instante mientras todos notaban el cambio en el ambiente. No era usual ver a Enzo llegar tan tarde y, menos aún, con esa expresión de pura molestia que no se molestaba en ocultar.
—¡Bourth! —exclamó Emilio, alzando su copa con una sonrisa divertida. —¿Qué pasó, amigo? ¿La noche no salió como esperabas?
Paolo, quien nunca perdía la oportunidad de bromear, agregó mientras daba un sorbo a su whisky:
—Parece que tu "gatita" sacó las garras.
Las risas llenaron la habitación, pero solo por unos segundos. La mirada fulminante de Enzo cayó sobre ellos como un balde de agua helada, y el silencio se apoderó del lugar de inmediato. Sus ojos oscuros tenían una intensidad que nadie quería desafiar. Los hombres se miraron entre sí con nerviosismo, sabiendo que habían cruzado un límite invisible.
Leonel, siempre el mediador del grupo, intentó relajar la situación levantándose de su asiento con un gesto despreocupado. Señaló hacia las mujeres que estaban sentadas en un rincón, riendo entre ellas.
—Chicas, vengan. Animen al señor Bourth. Parece que alguien necesita una copa y buena compañía.
Las mujeres respondieron con risas coquetas, caminando hacia Enzo con movimientos estudiados, sus sonrisas amplias y llenas de intención. Pero apenas habían dado un par de pasos cuando Enzo levantó una mano, deteniéndolas en seco.
—Fuera —ordenó con un tono bajo pero afilado como una cuchilla. Su desdén era palpable, y las mujeres se miraron entre ellas, confundidas. Una de ellas, más atrevida, intentó suavizar la situación con una risa nerviosa.
—¿Estás seguro, Enzo? Quizás podamos ayudarte a relajar un poco esa tensión...
La mirada que Enzo le dirigió fue suficiente para que sus palabras murieran en su garganta. No necesitó repetirlo; las mujeres se retiraron rápidamente, susurrando entre ellas mientras se alejaban hacia la esquina opuesta de la sala.
—Estoy harto de ellas —espetó Enzo, rompiendo el incómodo silencio que se había formado tras su explosión. Sus palabras eran ásperas, cargadas de desprecio. —De su risa vacía, de sus perfumes baratos, de lo predecibles que son. Todas son iguales. No sirven para nada, solo saben reírse como idiotas y hablar de estupideces mientras buscan algo de mí que jamás tendrán.
Su voz resonó en la sala, y aunque nadie se atrevió a decir nada, todos compartían miradas incómodas. Algunos intentaron retomar sus conversaciones, pero el peso de la tensión era evidente. Paolo y Emilio intercambiaron una mirada, conscientes de que algo más debía estar pasando para que Enzo estuviera en ese estado.
Enzo, sin prestar atención al resto, se dirigió al bar improvisado en un rincón y se sirvió un whisky doble. El vidrio tintineó al entrar en contacto con el hielo, y él se apoyó contra la barra, mirando su copa como si fuera la única cosa que pudiera sostenerlo en ese momento. Dio un largo sorbo, pero el ardor en su garganta no logró aliviar el fuego de su frustración. Amatista seguía en su cabeza, y su mirada lastimada era una sombra que no podía sacudirse.