Capítulo 142 La ira del lobo
El amanecer apenas asomaba tras los ventanales de la mansión, pero Enzo ya estaba despierto, con el ceño fruncido y la mandíbula apretada. La furia seguía latiendo bajo su piel, tan intensa como la noche anterior. La imagen de Rita e Isis invadiendo el vestidor de Amatista lo carcomía, y cada pensamiento lo sumía más en la ira.
Se levantó de golpe, casi derribando la mesita de noche. Caminó hacia el baño y dejó que el agua fría de la ducha golpeara su piel, pero ni eso logró calmarlo. Terminó de vestirse con movimientos bruscos, ajustando los puños de la camisa con fuerza, como si la tela pudiera resistir el peso de su enojo.
Bajó al comedor, donde Isis y Rita ya estaban sentadas, jugando a ser damas de la casa. Rita intentaba mantener una apariencia dócil, mientras Isis sonreía con superioridad.
Enzo no saludó. Solo alzó la voz, seca y cortante.
—Mariel.
La empleada apareció de inmediato, nerviosa.
—S-señor…
—Hoy mismo quiero que laves toda la ropa del vestidor de Amatista. Todo. Que cada prenda sea perfumada con su fragancia favorita y guardada exactamente como ella lo hacía. Si algo no queda perfecto, lo quemas. ¿Entendido?
Mariel asintió rápidamente, temblando.
—Y cuando termines… —Enzo entrecerró los ojos, girando lentamente la cabeza hacia Rita e Isis— cierras esa habitación con llave. Nadie entra si yo no lo ordeno. Ni tú. Ni nadie.
El aire se tensó de inmediato.
Rita tragó saliva, sus ojos brillando con falsa vulnerabilidad.
—Lo… lo siento, Enzo. No debimos—
Enzo golpeó la mesa con el puño, haciendo que los cubiertos saltaran.
—¡Cállate! —rugió, con los ojos ardiendo—. No me interesa tu maldita disculpa.
Isis soltó una carcajada irónica.
—Por favor, Enzo. ¿No crees que ya es hora de dejar atrás a esa traidora? Sigues aferrándote a ella como un maldito obsesionado.
Enzo se giró hacia ella con una mirada que helaría la sangre.
—¿Qué dijiste? —su voz se convirtió en un susurro amenazante.
Isis sostuvo su mirada por un segundo, pero vaciló.
—Solo digo… que guardar sus cosas no la traerá de vuelta.
La silla de Enzo rechinó violentamente cuando se levantó de golpe. En un instante, se plantó frente a Isis.
—Escúchame bien, víbora. —Su voz era un gruñido contenido—. Si vuelves a hablar de Amatista, te juro que serás tú a quien queme junto con la ropa.
Isis se encogió en su asiento, pálida.
Enzo desvió su mirada hacia Rita, que lo observaba temblorosa.
—Y tú… —la señaló con un dedo acusador—, ¿con qué derecho tocaste sus cosas? ¿Creíste que podías reemplazarla? —Soltó una risa amarga—. Hasta el aire de esta casa te rechaza.
Rita bajó la cabeza, balbuceando.
—Yo… solo quería…
—¡Solo querías lo que no te pertenece! —la interrumpió, acercándose peligrosamente—. No te confundas, Rita. Llevas mi apellido, pero jamás tendrás mi respeto.
Se apartó de ellas con desprecio.
—Mariel —volvió a llamar, sin mirarlas—. Cierra también la oficina de Amatista. Nadie entra.
Isis, con una mezcla de temor e insolencia, murmuró:
—Si sigues llenando esta casa con su sombra, nunca la vas a olvidar.
Enzo se detuvo en seco. Un silencio mortal se apoderó de la habitación.
—¡ROQUE! —gritó, con la furia rasgando su garganta.
Roque apareció de inmediato, alerta.
—¿Sí, señor?
Enzo respiraba agitadamente.
—Prepara el auto. Ahora.
—Enseguida.
Roque se marchó sin atreverse a preguntar más. Mientras sacaba el vehículo, su teléfono vibró. Revisó la pantalla.
"La USB que me diste está vacía. O te equivocaste… o alguien borró los videos."
Roque frunció el ceño, alarmado. Tecleó rápido.
"Voy a revisar. Te aviso."
Apretó los dientes. Otro problema más.
Dentro de la mansión, Enzo se pasó la mano por el rostro, intentando contener la furia que le devoraba el pecho. Sus ojos fríos se posaron sobre Rita e Isis con un desprecio absoluto.
—Levántate. —La voz de Enzo fue cortante, dirigida a Rita.
Ella lo miró, confundida.
—¿A dónde vamos?
—A comprarte ropa. —La recorrió de arriba abajo con la mirada—. Te ves… patética.
Rita tragó saliva y se puso de pie rápidamente, intentando ocultar la humillación.
Caminaron hacia la entrada de la mansión, donde Roque ya había preparado el auto. Isis dio un paso adelante, con una sonrisa forzada.
—¿Y yo? ¿No voy con ustedes?
Enzo ni siquiera la miró.
—No.
Isis abrió la boca para responder, pero la mirada de Enzo la silenció.
Rita intentó subir al asiento del copiloto, pero Enzo la detuvo con un gesto.
—Atrás.
Sin decir más, se subió al auto y arrancó. El silencio durante el trayecto fue abrumador. Rita se retorcía las manos, incomoda por la indiferencia de Enzo.
Llegaron a un centro comercial alejado de los lugares de lujo que solía frecuentar Amatista. Las vitrinas mostraban ropa de marcas comunes, muy lejos de la exclusividad del vestidor que tanto envidiaba.
—Apúrate. —ordenó Enzo al bajar del auto.
Rita, aunque molesta, sonrió y rápidamente comenzó a buscar prendas de su agrado. Sin embargo, Enzo fue directo a los estantes, eligiendo varios vestidos, zapatos y carteras de calidad mediocre.
Rita se acercó con un vestido elegante, uno de los pocos que resaltaban entre lo básico.
—¿Qué te parece este, Enzo?
Él ni siquiera lo miró.
—No.
El rechazo seco la desarmó. Apretó los labios, conteniendo la molestia. Notó que Enzo no incluía joyas en las compras, algo que la incomodó. Sin embargo, mantuvo su papel de esposa sumisa.
Tras finalizar las compras, regresaron al auto. Enzo manejaba con el ceño fruncido. De pronto, detuvo el auto al costado de la carretera y bajó sin decir una palabra. Rita lo observó, confundida.
Lo vio entrar a una tienda. Minutos después, Enzo regresó con una bolsa. No explicó nada, solo encendió un cigarrillo y continuó conduciendo.
Rita frunció el rostro, molesta.
—¿Desde cuándo fumas? Me desagrada ese olor.
Enzo no respondió. Siguió fumando con calma, ignorándola.
Finalmente, se detuvo frente a un hotel discreto.
—¿Qué hacemos aquí? —preguntó Rita, intrigada.
Enzo exhaló el humo lentamente.
—Cumplirás con tu deber como esposa.
Rita sintió un escalofrío, pero su corazón se aceleró al pensar que, al fin, Enzo la deseaba.
Entraron a la habitación. Enzo arrojó la bolsa sobre la cama. Rita se acercó y al abrirla, vio la caja de preservativos.
—Ve a bañarte.
Rita frunció el ceño.
—Me bañé esta mañana. Estoy limpia.
—Te dije que te bañes. No quiero tener encima tu perfume asqueroso.
La humillación fue como un golpe. Rita se mordió el labio, conteniendo la rabia, y se dirigió al baño.
Cuando salió, envuelta en una toalla, encontró a Enzo sentado, mirándola con indiferencia. No había deseo en su mirada, solo fastidio.
Se acercó a él, pero Enzo fue directo. La tomó con fuerza del brazo. Cuando intentó besarlo, Enzo desvió el rostro y, en su lugar, comenzó a besarle el cuello mientras le arrancaba la toalla.
Rita intentó desabotonarle la camisa, pero Enzo la detuvo bruscamente.
—No.
La empujó hacia la cama. Sin mirarla, se quitó la ropa, se colocó la protección y se lanzó sobre ella.
El acto fue frío, mecánico. No había pasión, solo la necesidad de cumplir con algo que ni él entendía.
Cuando llegó al clímax, un susurro escapó de sus labios:
—Gatita…
Rita lo escuchó claramente. Su cuerpo se tensó, pero fingió no haberlo notado.
Enzo se levantó de inmediato, tomó su ropa y fue al baño. Se duchó sin apuro.
Al salir, ya vestido, vio a Rita envuelta en las sábanas, esperándolo.
—Te vas. —dijo con frialdad—. Toma un taxi a la mansión. Roque lo pagará.
Rita lo miró, incrédula.
—¿No… no volveremos juntos?
Enzo ya caminaba hacia la puerta.
—Tengo cosas que hacer.
Sin más, la dejó sola, rota y envuelta en la humillación, mientras él se dirigía al club de golf, como si nada hubiera pasado.
En Santa Aurora, la brisa matinal se colaba suavemente por la ventana del estudio, moviendo apenas las hojas esparcidas sobre el escritorio de Amatista. Rodeada de bocetos y lápices, Amatista revisaba los últimos detalles de los diseños que debía presentar para Valmont Designs. Su objetivo era claro: cinco piezas únicas, cada una con identidad propia.
Los trazos de sus lápices daban vida a elegantes collares, anillos de líneas finas y pendientes con detalles delicados. Se permitió unos minutos para observar detenidamente cada diseño, analizando formas y proporciones. Todo estaba listo.
Satisfecha, escaneó los bocetos, ajustó detalles digitales y preparó el envío. Su parte del trabajo estaba cumplida. La elaboración en metal y gemas quedaría en manos de los orfebres de Valmont.
Amatista se recostó en la silla, cerrando los ojos por un momento. La mañana había pasado en un suspiro. Se levantó, fue a la cocina y preparó algo ligero para comer. Mientras comía, su mente, inevitablemente, regresó a Enzo.
Aún sentía la molestia por su desconfianza, pero no podía negar que las fotografías la habían sacudido. Recordó el rostro de Enzo, endurecido por los celos y la duda, y comprendió, en parte, su reacción. Pero ese entendimiento no borraba el dolor de que él hubiese puesto en riesgo a su bebé.
O, mejor dicho, a sus bebés.
Se llevó instintivamente las manos al vientre. Aún no sabía cómo reaccionaría Enzo al enterarse de que no esperaban solo un niño, sino también una niña. ¿Se alegraría? ¿O la idea de tener dos hijos lo inquietaría más? La incertidumbre le provocó un leve escalofrío.
Negó con la cabeza, sacudiendo esos pensamientos.
—No ahora… —susurró para sí misma.
Volvió al estudio, enfocándose en los diseños personalizados que debía preparar para Lune. Estos eran más complejos, creados para clientes que buscaban joyas exclusivas. Cada diseño debía reflejar personalidad, elegancia y singularidad.
Se sumergió nuevamente en su mundo de trazos y líneas, dejando que cada boceto fluyera con precisión. El sonido del lápiz deslizándose sobre el papel llenaba la habitación, acompañando el suave tic-tac del reloj.
El sol comenzaba a descender cuando Enzo llegó al club de golf. La tarde pintaba el cielo con tonos cálidos, pero el ambiente dentro del lugar era frío y controlado, tal como a él le gustaba. Al ingresar, divisó a Alan, Joel, Facundo y Andrés ya reunidos en la terraza, cada uno con un vaso en mano, conversando con soltura.
—Ya era hora, Bianco —bromeó Alan al verlo acercarse.
Enzo esbozó apenas una sonrisa y tomó asiento.
—¿De qué me perdí?
Alan se inclinó hacia adelante, su tono se volvió más serio.
—Estábamos afinando detalles sobre el club de entretenimiento. Ya sabes, salas privadas, salas de juego, habitaciones para encuentros discretos… Lo que la gente con dinero busca.
Joel añadió:
—Alan encontró un lugar que ya funcionaba como algo parecido. Solo necesita inversión para darle el nivel que buscamos. Exclusividad, privacidad, lujo.
Facundo asintió, señalando que sería menos riesgoso invertir en algo que ya tenía estructura y clientela.
Enzo escuchaba atento mientras sacaba un cigarrillo. Lo llevó a sus labios, pero al intentar encenderlo, su encendedor se rompió con un chasquido seco. Frunció el ceño, molesto.
Joel, rápido, sacó su propio encendedor y se lo extendió. Era metálico, elegante, con su nombre grabado en un costado.
—Prueba con este. Son buenos. Me lo personalizaron en una tienda del centro —comentó Joel, notando el interés de Enzo en el detalle del grabado—. Piden el diseño o el nombre y te lo entregan al instante. Calidad garantizada.
Enzo encendió su cigarrillo con calma, observando el encendedor unos segundos más antes de devolverlo.
—Iré a conseguir uno más tarde —dijo en tono seco, pero sincero.
Alan carraspeó, volviendo al tema central.
—Volvamos a los negocios. ¿Qué dices, Enzo? ¿Estás dentro?
Enzo soltó una calada y dejó escapar el humo lentamente.
—Quiero el 60%. Si no, estoy fuera.
Hubo un breve silencio. Luego, Alan sonrió.
—No esperaba menos de vos. Está bien, el 60% es tuyo.
—Mañana iremos a ver el lugar. Llevaré a alguien que se encargará de los cambios —ordenó Enzo.
Los demás asintieron, satisfechos. Levantaron sus copas para sellar el acuerdo y compartieron algunos momentos más de charla distendida.
Cuando la reunión terminó, Enzo se despidió con un simple gesto de cabeza y se dirigió al centro. Tenía algo en mente.
Al llegar a la tienda que Joel le había mencionado, recorrió con la mirada los encendedores expuestos. Finalmente, eligió uno de diseño sobrio, elegante, de líneas frías. Era como verse a sí mismo reflejado en ese objeto.
El empleado le preguntó con cortesía:
—¿Desea grabar algún nombre o palabra?
Enzo permaneció en silencio unos segundos, pensativo. Sus dedos rozaron la superficie metálica del encendedor.
—Grabe “Gatita” —ordenó finalmente, con voz baja pero firme.
El empleado terminó de grabar con precisión la palabra sobre la superficie metálica del encendedor y lo limpió con cuidado antes de extenderlo hacia Enzo.
—Aquí tiene, señor.
Enzo tomó el encendedor y lo sostuvo unos segundos, observando con detenimiento la palabra "Gatita". Sus dedos recorrieron lentamente el grabado, acariciando cada letra con una suavidad inusual en él, como si ese simple objeto ahora llevara consigo algo más profundo. Una sombra de satisfacción cruzó su mirada.
Sin apartar la vista del encendedor, sacó un cigarrillo y lo llevó a sus labios. Con un chasquido limpio, encendió la llama y prendió el cigarrillo. Inhaló con calma, dejando que el humo llenara sus pulmones antes de exhalar lentamente.
El encendedor descansó en su mano, cálido por el uso.
—Perfecto —murmuró para sí, apenas audible.
Guardó el encendedor en el bolsillo interior de su chaqueta y giró sobre sus talones. Sin más palabras ni miradas, salió de la tienda, dejando atrás el leve eco de sus pasos.
Afuera, la noche comenzaba a caer, y la ciudad vibraba con su habitual ruido. Enzo caminó con paso firme hacia su auto, cada bocanada de humo disipándose en el aire frío. El sabor amargo del tabaco mezclado con la palabra grabada en el metal parecía encender algo más profundo en su interior: control, posesión.
Subió al vehículo y encendió el motor. El rugido del auto quebró el silencio momentáneo de la calle.
Mientras conducía de regreso a la mansión, Enzo mantenía la vista fija en la carretera, pero su mente estaba lejos de allí. La imagen de Amatista se filtraba entre sus pensamientos, tan nítida como si la tuviera frente a él. Recordó su fragilidad, sus gestos sutiles, esa mezcla de inocencia y determinación que lo desquiciaba y lo ataba más a ella.
No importaba cuánto intentara alejarla de sus pensamientos, sabía que Amatista le pertenecía. Siempre lo haría. Nadie más podría tenerla, ni tocarla, ni entenderla como él.
Apretó con más fuerza el volante, sintiendo el peso del encendedor en su bolsillo. Ese objeto era más que un simple capricho; era un recordatorio constante de a quién pertenecía realmente.
"No importa dónde estés, sigues siendo mía."
Una sonrisa fría y satisfecha cruzó fugazmente su rostro mientras aceleraba.