Capítulo 154 Última jugada
La noche se alzaba fría y silenciosa mientras un convoy de vehículos negros avanzaba hacia el galpón situado en las afueras de la ciudad. El lugar, apenas iluminado por unas pocas luces de seguridad, era el último bastión operativo de Diego Ruffo. Enzo, al frente del grupo, observaba con frialdad a través del cristal del auto. Roque, sentado a su lado, revisaba el plano del lugar una última vez.
—Es el último —dijo Roque, rompiendo el silencio.
—Lo vamos a destruir —respondió Enzo, con la voz firme.
En la camioneta que seguía al auto principal, Emilio, Mateo, Paolo y Massimo ajustaban sus armas mientras discutían en voz baja.
—Nunca pensé que sería tan fácil arrinconarlo —comentó Massimo, cargando su pistola.
—No subestimes a un hombre como Diego —respondió Paolo—. Siempre tienen algo bajo la manga.
—Eso no importa ahora. Está acorralado. No tiene dónde esconderse después de esto —añadió Mateo.
Roque miró a Enzo antes de bajar del vehículo.
—Vamos a acabar con esto rápido. No sabemos si Diego tendrá hombres aquí.
Enzo asintió y salió del auto con una determinación que se reflejaba en cada paso.
El equipo avanzó con precisión, tomando las posiciones previamente acordadas. Roque lideraba la incursión, flanqueado por Mateo y Emilio, mientras que Enzo y los demás cubrían las entradas. En cuestión de minutos, el galpón quedó asegurado.
—Todo limpio —anunció Mateo por el comunicador.
Enzo entró al lugar acompañado de Roque. Lo que encontraron confirmó lo que esperaban: Diego estaba prácticamente acabado. Documentos, dinero y bienes materiales quedaban esparcidos en un intento de evacuación apresurada.
Emilio apareció por una de las puertas laterales con una carpeta en la mano.
—Esto confirma lo que sospechábamos: este era su último negocio activo.
—Ya no le queda nada —dijo Paolo, cruzando los brazos mientras observaba el desastre.
Massimo se unió al grupo, limpiándose las manos después de asegurar el área.
—Destruimos cada negocio que tenía en pie. Se quedó sin recursos visibles.
Enzo dio un paso adelante, mirando todo con frialdad.
—No visible. Diego siempre tiene algo oculto. No es solo un sobreviviente, es un maldito estratega.
—Entonces, ¿por qué seguimos con esto? —preguntó Mateo—. Si ya lo dejamos sin nada, ¿por qué no aparece?
Roque intervino, serio:
—Porque no está peleando por sus negocios. No le importan. Él quiere otra cosa.
Enzo lo miró fijamente.
—Amatista.
Todos intercambiaron miradas. Roque asintió lentamente.
—Es su único movimiento que queda. No va a atacarte directamente. Va a buscarla.
Enzo apretó los puños.
—Entonces hay que anticiparnos. Quiero toda la información que tengan de Diego, cada lugar que haya usado antes. Vamos a obligarlo a salir.
En un apartamento oscuro y poco ostentoso, Diego Ruffo escuchaba en silencio mientras su hombre de confianza, apodado El Colombiano, le daba el informe.
—El galpón fue destruido. Perdimos todo lo que había allí.
Diego dejó escapar una leve risa.
—Ya lo esperaba. Enzo está jugando bien. Pero no entiende que no estoy peleando por dinero ni por poder.
El Colombiano lo miró, confundido.
—¿Entonces qué está buscando?
Diego se levantó, encendiendo un cigarro mientras caminaba hacia la ventana.
—A Amatista. Ella es su debilidad. Solo atacándola puedo destruirlo.
El Colombiano frunció el ceño.
—Pero Enzo sabe eso. Está protegiéndola.
—Claro que sí. Por eso necesito encontrarla antes de que él pueda detenerme. Ya lo hice tambalear con solo una foto. Imagínate lo que pasará cuando la ataque directamente.
El colombiano cruzó los brazos, incómodo.
—¿Y si no logramos encontrarla? Enzo podría seguir destruyendo lo poco que nos queda.
Diego sonrió, con una expresión peligrosa.
—No subestimes mis recursos. Tengo reservas que ni él conoce.
—¿Y si las descubre? —insistió El Colombiano.
Diego apagó el cigarro en un cenicero con un golpe seco.
—Entonces me quedará solo una opción: atacar a Amatista directamente. Si es necesario, mataré a sus hijos. Lo que sea para hacer que Enzo caiga.
El colombiano dio un paso atrás, alarmado.
—Eso sería tu sentencia de muerte.
—Lo sé —dijo Diego, con una calma escalofriante—. Pero esta pelea no es para sobrevivir. Es para destruir al otro. Y solo uno de nosotros va a quedar en pie.
El aroma de la comida casera llenaba la estancia, mezclándose con el crujir de la madera vieja y los ecos del trabajo que Luis, Emilia y sus empleados realizaban en los campos cercanos. Amatista, de pie junto a la mesa, daba los últimos toques a la presentación de los platos. Su vientre, marcando claramente el séptimo mes de embarazo, no le había impedido moverse con destreza en la cocina, aunque más de una vez tuvo que detenerse para ajustar su postura.
—Perfecto —murmuró para sí misma, colocando un último plato de ensalada fresca junto a la fuente principal.
Pronto, uno a uno, comenzaron a llegar los empleados, sus rostros marcados por el esfuerzo del día. Al entrar, los hombres y mujeres intercambiaban miradas sorprendidas al ver la mesa servida.
—¡Señora Burth! —exclamó uno de ellos, un hombre alto y de manos curtidas llamado Gaspar—. ¿Esto lo preparó usted?
Amatista sonrió, aunque su mirada reflejaba una mezcla de diversión y resignación.
—Primero, ya les dije que me llamen Amatista. Y segundo, sí, lo preparé. No podía dejar que trabajaran tanto y luego tuvieran que cocinar.
Juana, una joven empleada que ayudaba en la cocina, se llevó una mano al pecho, sorprendida.
—¡Pero señora Burth, no tendría que haberse molestado!
Amatista rio, sirviéndose un vaso de agua.
—No fue ninguna molestia. Además, me entretuve un poco.
Finalmente, llegaron Luis y Emilia, quienes entraron al comedor cubiertos de polvo tras una mañana de trabajo intenso. Ambos se detuvieron en seco al ver la mesa llena de platos humeantes y cuidadosamente preparados.
—¿Qué es esto? —preguntó Luis, quitándose el sombrero y observando la mesa con una mezcla de incredulidad y gratitud.
—Un agradecimiento —respondió Amatista, sonriendo—. Por recibirme aquí y cuidarme estos meses.
Emilia negó con la cabeza, acercándose a ella.
—Tú eres nuestra invitada, no deberías estar haciendo esto.
Amatista la tomó de las manos y apretó con suavidad.
—Es solo un almuerzo. Déjenme mimarlos un poco, ¿sí?
Luis soltó una carcajada.
—Bueno, entonces no vamos a rechazar esta "mimada".
Los empleados comenzaron a tomar asiento, aunque no sin lanzar más comentarios y agradecimientos hacia Amatista.
—Nunca había probado una comida tan buena en esta estancia —dijo Gaspar, probando un bocado de guiso.
—Es verdad, señora Burth, debería quedarse más tiempo —añadió Juana con una sonrisa amplia.
Amatista se llevó una mano a la frente, divertida y exasperada.
—¡Amatista! ¿Cuántas veces tengo que decirlo? Llámenme por mi nombre, nada de señora Burth.
—No podemos, señora —intervino otro empleado, un hombre robusto llamado Tomás—. Es que usted tiene ese aire elegante. Parece una dama de esas películas.
El grupo estalló en risas, y Amatista, aunque intentó parecer seria, no pudo evitar reírse con ellos.
—Bueno, si sigo insistiendo, terminaré aceptando que no me harán caso.
Emilia aprovechó el momento para intervenir.
—Es que ellos tienen razón. Hay algo en ti que impone respeto, pero al mismo tiempo haces que todos se sientan cómodos.
Luis, que escuchaba mientras comía, asintió.
—Es raro tener a alguien como tú por aquí. Pero déjame decirte que eres bienvenida el tiempo que necesites.
Amatista bajó la mirada por un instante, sintiendo un nudo en la garganta. Sabía que su estadía ahí no era permanente, pero en ese momento, se sentía como en casa, algo que no había experimentado en mucho tiempo.
—Gracias —dijo finalmente, con una sonrisa sincera—. No sé cuánto tiempo más estaré aquí, pero ustedes han sido como una familia para mí estos meses.
El ambiente se volvió cálido y distendido. Las risas continuaron mientras todos disfrutaban del almuerzo. Amatista evitó pensar en su pasado o en lo que estaba por venir. Por un momento, se permitió creer que todo estaba en calma y que su vida estaba lejos de cualquier peligro.
Lo que no sabía era que, en otro lugar, lejos de esa estancia tranquila, su nombre estaba en boca de un hombre dispuesto a todo por destruirla.
La sala estaba sumida en un silencio cargado de tensión. Enzo, sentado en uno de los sofás, sostenía un vaso de whisky que no había tocado. Sus ojos, oscuros y calculadores, estaban fijos en Roque, quien permanecía de pie frente a él, siempre atento y listo para actuar.
—Puede ser que Diego tenga alguna reserva —murmuró Enzo, rompiendo finalmente el silencio—. Algo que lo mantenga oculto, que le permita moverse sin preocuparse por el dinero o sus hombres.
Roque asintió, cruzando los brazos.
—Es una posibilidad. Si tiene recursos ocultos, eso explicaría por qué no lo hemos podido acorralar completamente. Me pondré a investigar.
Enzo dejó el vaso sobre la mesa, inclinándose hacia adelante, sus codos apoyados en las rodillas.
—No es lo que más me preocupa. —Su tono era bajo, pero cargado de peso—. Estoy seguro de que Diego va detrás de Amatista.
La mirada de Roque se endureció.
—Yo también he empezado a pensar lo mismo —confesó, sin rodeos—. Todo esto, lo del galpón, las transacciones, incluso su desaparición... Es como si estuviera distrayéndonos mientras planea algo más. Y no puedo ignorar lo que pasó con esa foto.
Enzo alzó la vista, frunciendo el ceño.
—¿Qué quieres decir?
Roque lo miró directo a los ojos, algo poco habitual en sus interacciones.
—Esa foto te desestabilizó al punto de perder el control. Te llevó a un accidente que pudo costarte la vida. Si Diego notó eso, sabe que tu punto débil es Amatista.
El rostro de Enzo se tensó, una mezcla de furia e impotencia cruzando por sus facciones. Se puso de pie con brusquedad, caminando hacia la ventana como si intentara contenerse.
—Investiga si tiene algo más. Alguna conexión, algún escondite, cualquier cosa que le permita mantenerse en las sombras. Quiero saberlo todo.
Roque asintió de inmediato, girándose para marcharse. Pero antes de que pudiera dar un paso hacia la puerta, Enzo habló de nuevo.
—Espera.
El tono de su voz no era el habitual. Había una nota de vulnerabilidad que hizo que Roque se detuviera y lo mirara con atención.
Enzo, ahora de espaldas a él, apoyó una mano contra la pared. Sus hombros se tensaron antes de girarse lentamente, su mirada más suave de lo que Roque recordaba haber visto.
—Quiero hablar con Amatista —dijo, y aunque sus palabras parecían una orden, su tono era casi una súplica—. Una llamada. Necesito saber cómo está.
Roque lo observó en silencio por un momento, sopesando las implicaciones de lo que acababa de escuchar. Finalmente, negó con la cabeza, pero su respuesta fue calmada.
—Hablaré con ella y le diré que lo has pedido. Será decisión de Amatista si quiere o no comunicarse contigo.
Enzo apretó la mandíbula, sus manos cerrándose en puños. Pero al cabo de unos segundos, asintió, volviendo a dejarse caer en el sofá.
—Hazlo.
Roque no dijo nada más. Simplemente dio media vuelta y salió de la sala, dejando a Enzo sumido en sus pensamientos, con la mirada fija en el vaso que seguía intacto sobre la mesa.
Antes de empezar su investigación, Roque sacó el teléfono móvil de su bolsillo. Sabía que tenía que hacer esta llamada, aunque no era algo sencillo. Su mirada aún estaba cargada de las palabras de Enzo y el dolor que reflejaba en su rostro. Respiró hondo y marcó el número de Amatista.
El tono de la llamada resonó en sus oídos hasta que, finalmente, escuchó la voz de ella al otro lado.
—¿Roque? —su tono era suave, pero con un toque de desconfianza.
—Amatista —respondió él, sin rodeos—. Necesito hablar contigo sobre algo. Enzo... Enzo quiere saber cómo estás. Te ha pedido que hables con él.
Hubo un breve silencio al otro lado de la línea, un indicio de que Amatista estaba considerando la solicitud. Sabía lo que significaba, conocía la carga que traía. Pero también sabía que estaba atrapada entre la necesidad de mantener las distancias y el deseo de aliviar el sufrimiento de Enzo.
Finalmente, su voz salió tranquila, pero con una pequeña vacilación.
—Si quiere hablar conmigo, que lo haga. —Hizo una pausa, tal vez pensando en la situación—. Yo… sí quiero saber cómo está él también.
Roque sintió el peso de sus palabras. No era una respuesta definitiva, pero era algo. Una rendición parcial, tal vez, ante la persistente presencia de Enzo en su vida.
—Está bien. Lo haré. Te llamaré por la noche. —Dijo Roque, sabiendo que este tipo de llamadas no serían fáciles para ninguno de los dos.
Amatista suspiró al otro lado, pero su tono era firme.
—Gracias, Roque. Espero que todo esté bien con él.
Colgó sin añadir nada más. Roque se quedó mirando el teléfono en su mano por un momento antes de guardarlo nuevamente en su bolsillo. Sabía que la situación estaba cada vez más tensa, pero aún tenía trabajo por hacer. Se dio la vuelta y se dispuso a investigar lo que quedaba de los secretos de Diego, sabiendo que, al final, la llamada de esa noche podría marcar un punto de inflexión.
La noche ya había caído, y el aire en la mansión Bourth se sentía denso, cargado de tensiones aún no resueltas. Roque se acercó a Enzo mientras este se encontraba reclinado en su sillón, pensativo.
—Enzo —dijo Roque con cautela—. Sabes lo que te dije, ¿verdad? No sabemos qué tan adelantado esté Diego. Lo mejor es que la llamada no dure más de diez minutos.
Enzo asintió sin mirar a Roque. Estaba ansioso, pero también sabía que no podía arriesgarse a perder el control.
—Lo sé, lo sé —respondió Enzo, levantando la mirada y dirigiéndola hacia el teléfono móvil en la mesa—. Hazlo.
Roque lo observó un momento más, antes de dar un paso atrás y dejarle la privacidad que necesitaba.
Una vez solo, Enzo respiró hondo y marcó el número. Esperó a que el tono se repitiera varias veces antes de que la suave voz de Amatista lo recibiera.
—Hola, gatita.
El tono familiar y cercano de Enzo hizo que Amatista sonriera de manera involuntaria, aunque el peso de la situación seguía sobre ella.
—Hola, Enzo —respondió con suavidad—. ¿Cómo estás? ¿Después del accidente?
—Estoy mejor —contestó él, intentando sonar relajado, aunque el cansancio emocional se le notaba—. No fue nada grave. ¿Y tú? ¿Cómo estás? ¿Y los bebés?
—Bien —dijo Amatista, acariciando instintivamente su vientre—. Ellos están tranquilos.
El alivio que sintió Enzo fue inmediato, aunque no lo expresó con palabras. Se quedó en silencio unos segundos, escuchando la respiración de Amatista al otro lado de la línea.
—Te extraño, gatita —admitió, con la voz más baja, pero cargada de intensidad—. Estoy ansioso por volver a verte, aunque sea un momento.
Amatista cerró los ojos, sintiendo un dolor en el pecho. Su voz salió firme, aunque cargada de emociones encontradas.
—No voy a volver hasta descubrir quién está detrás de todo esto. Hasta saber quién me quiso separar de ti con ese supuesto engaño.
Enzo suspiró con frustración, llevándose una mano al rostro.
—Deja de lado esa estupidez, gatita —dijo, con una mezcla de irritación y súplica—. Yo ya lo dejé atrás. Si me engañaste o no, me da igual. Te perdonaré igual.
Amatista sintió un nudo en el estómago, pero también una oleada de rabia que había intentado reprimir durante meses.
—¿Cómo puedes decir que te da igual? —su tono se volvió más cortante—. Para mí no es una estupidez, Enzo. Me dolieron mucho las cosas que dijiste.
—Gatita... —intentó decir algo, pero ella no lo dejó terminar.
—¡Me obligaste a hacerme esa maldita prueba de ADN! —soltó con frustración, sintiendo cómo se le quebraba la voz—. Por tu terquedad, pusiste en riesgo mi vida y la de nuestros hijos.
Enzo se quedó callado, paralizado por la culpa que empezaba a asomar detrás de su orgullo.
—Yo solo...
Amatista no lo dejó terminar.
—No puedo seguir hablando ahora, Enzo. Adiós.
Y con eso, colgó la llamada de golpe.
Enzo bajó el teléfono lentamente, todavía procesando lo que acababa de ocurrir. Una mezcla de furia y frustración lo invadió de repente, y soltó un rugido mientras lanzaba el aparato contra la pared, haciéndolo estallar en pedazos.
—¡Maldita sea! —gritó, pasando las manos por su cabello, tirando de él con fuerza.
Las palabras de Amatista se repetían en su mente como un eco implacable: "Me obligaste a hacerme esa prueba."
—¿Cómo pudo hacerlo? —masculló para sí mismo, mientras golpeaba con el puño la mesa más cercana—. ¿Cómo pudo acostarse con otro?
Aunque su corazón no quería aceptar la posibilidad, su mente seguía repitiendo la traición una y otra vez, alimentando su tormento. Una parte de él sabía que necesitaba encontrar la verdad, pero otra estaba demasiado herida como para pensar con claridad.
Roque, quien había esperado a una distancia prudente, escuchó el estallido en la habitación y decidió no entrar. Sabía que Enzo necesitaría tiempo antes de poder enfrentar cualquier otra cosa.