Capítulo 150 La grieta en la oscuridad
El club privado era un templo del exceso, un lugar donde las normas se disolvían entre risas, humo de cigarro y el tintineo constante de copas llenas de licor. Enzo estaba en su lugar habitual, un rincón privilegiado junto a Alan, Joel, Facundo y Andrés, hombres que, como él, tenían los bolsillos llenos y la moral laxa. Pero esa noche, Enzo destacaba no por su poder, sino por la quietud con la que observaba el ambiente.
Mientras los demás brindaban y jugueteaban con mujeres que buscaban su atención, Enzo jugaba distraídamente con su encendedor. El diseño grabado en él parecía captar más de su interés que cualquier conversación superficial que se tejía a su alrededor. Alan, siempre curioso, lo miraba con insistencia, incapaz de contenerse.
—¿Sabes? Siempre me he preguntado qué significa ese grabado —comentó, inclinándose hacia él.
Enzo apenas levantó la mirada. Sus dedos seguían recorriendo el encendedor con un movimiento metódico.
—No significa nada que te incumba —respondió con frialdad, devolviendo el objeto a su bolsillo.
Alan soltó una risa ligera, intentando restarle peso a la respuesta.
—Siempre tan críptico, Enzo. Algún día, cuando bebas más de la cuenta, terminarás contándonos.
—No cuentes con eso —replicó Enzo, su tono cortante cerrando cualquier posibilidad de seguir la charla.
Las mujeres presentes observaban con intriga. Una de ellas, sentada al lado de Joel, susurró algo al oído de su acompañante mientras sus ojos se mantenían fijos en Enzo.
—¿Qué crees que lo tiene tan tenso últimamente? —murmuró.
—¿Quién sabe? Tal vez negocios. Con Enzo nunca puedes estar seguro de nada —respondió Joel, encogiéndose de hombros.
El ambiente parecía cargado de una curiosidad contenida hacia el hombre que, a pesar de estar rodeado de excesos, se mantenía ajeno a ellos. Pero todo cambió cuando su teléfono vibró sobre la mesa. Enzo lo tomó inmediatamente, desbloqueándolo con un movimiento rápido. La fotografía que apareció en pantalla lo golpeó como un trueno.
Amatista.
Esa sonrisa ligera, tan conocida, tan cercana, le atravesó el alma. Pero lo que lo sacó de su aparente calma fue el mensaje que acompañaba la imagen: "Tu gatita anda suelta."
El aire alrededor de Enzo pareció cambiar, volviéndose pesado y eléctrico. Su mandíbula se tensó, y el brillo peligroso en sus ojos no pasó desapercibido para nadie.
—¿Qué pasa, Enzo? —preguntó Facundo, alarmado por el súbito cambio en su expresión.
Enzo no respondió. Sus dedos se crisparon alrededor del teléfono, como si quisiera aplastarlo. Sin perder tiempo, marcó un número.
—Ezequiel, tienes diez minutos para llegar aquí. Si no llegas, olvídate de todo —ordenó con voz baja pero cargada de una amenaza implícita.
Colgó sin esperar respuesta. La tensión en la mesa era palpable, y los hombres intercambiaron miradas intrigadas.
—¿Qué demonios te pasa? —insistió Alan, inclinándose hacia él.
—Nada que les importe —respondió Enzo, su tono glacial cortando cualquier intento de acercamiento.
Una de las mujeres, probablemente pensando que podía calmarlo, se acercó a él con una sonrisa seductora. Colocó una mano ligera en su hombro.
—Relájate, Enzo. Sea lo que sea, no puede ser tan grave…
Enzo giró la cabeza lentamente hacia ella, y la mirada que le lanzó fue tan gélida que la mujer retrocedió instintivamente.
—Aléjate de mí —dijo, con una voz tan contenida que resultaba aún más aterradora—. Si no lo haces, te juro que seré capaz de matarte aquí mismo.
La mujer se quedó inmóvil por un instante, pero luego retrocedió, claramente aterrada. Los demás guardaron silencio, demasiado impactados para intervenir.
Cuando Ezequiel llegó al club, apenas con dos minutos de margen, encontró a Enzo de pie, con el teléfono todavía en la mano y una expresión que parecía un filo cortante.
—¿Qué sucede? —preguntó, tratando de ocultar su nerviosismo.
Enzo le lanzó el teléfono sin previo aviso.
—Mira la foto y el mensaje.
Ezequiel hizo lo que se le pidió, sus cejas frunciéndose a medida que comprendía la gravedad de la situación.
—La encontré —dijo finalmente, levantando la vista hacia Enzo—. Está en Santa Aurora. Amatista está realizando unas pasantías con Valmont Designs, y esas pasantías exigen que los participantes residan en la ciudad. Estoy seguro de que sigue aquí, pero no tengo más detalles.
La furia en el rostro de Enzo era casi tangible, pero su voz se mantuvo controlada.
—Quiero saber quién envió ese mensaje.
—Lo investigaré.
La respuesta de Ezequiel no fue suficiente. Enzo dio un paso hacia él, reduciendo la distancia entre ambos.
—No tienes una semana, Ezequiel. Si no encuentras a Amatista o a quien envió ese mensaje, empieza a despedirte de tu familia. Porque si algo le pasa a ella, te mataré con mis propias manos.
El silencio que siguió fue denso, y todos los presentes lo sintieron. Incluso los más acostumbrados a las amenazas de Enzo se dieron cuenta de que esta era diferente.
—También quiero que rastrees a Roque —añadió Enzo, su voz resonando en el aire cargado del club.
—Lo haré —respondió Ezequiel, su tono tembloroso.
La tensión en la sala era insoportable. Facundo, incapaz de contenerse, murmuró:
—¿Quién demonios es Amatista?
Enzo no dijo nada. Su mandíbula se tensó y sus dedos apretaron el teléfono con tanta fuerza que parecía a punto de romperlo. Sin contestar, llevó el vaso de whisky a los labios y lo vació de un trago. Su mirada estaba fija en la pantalla del celular mientras marcaba un número. La llamada no se completó; el buzón de voz respondió con su indiferencia habitual.
—¡Maldito seas, Roque! —gruñó entre dientes, marcando nuevamente.
Los hombres intercambiaron miradas, algo inquietos por la actitud de Enzo, que rara vez perdía el control. A pesar de su curiosidad, ninguno se atrevía a presionarlo más. La mujer sentada junto a él intentó acercarse para calmarlo, poniendo una mano en su brazo con suavidad.
—Enzo, ¿por qué no te tomas un momento para respirar? Esto no parece propio de ti —dijo con una voz dulce.
El hombre levantó la vista, y sus ojos fríos y oscuros hicieron que ella se apartara de inmediato.
—Si no te alejas ahora mismo, soy capaz de matarte —dijo, su tono bajo, pero cargado de una amenaza tan palpable que todos los presentes se quedaron en silencio.
Alan carraspeó, tratando de aligerar el ambiente.
—Vamos, Enzo, lo que sea que esté pasando, podemos ayudar. Solo tienes que decirnos qué necesitas.
Enzo lo ignoró, marcando el número una y otra vez, como si con la fuerza de su voluntad pudiera obligar a Roque a contestar. Cada tono que se desvanecía sin respuesta parecía alimentar su furia. Finalmente, golpeó la mesa con el puño, haciendo temblar las copas y despertando murmullos nerviosos entre los presentes.
—¿Quién es esta Amatista? —insistió Facundo, arriesgándose nuevamente.
—Nadie de tu maldita incumbencia —respondió Enzo entre dientes, levantándose de golpe. Su rostro estaba tenso, con los músculos de la mandíbula marcados y sus ojos ardiendo de ira contenida.
Sin más, abandonó la sala. El murmullo de los socios se reanudó tras su partida, pero la figura imponente de Enzo saliendo del club los dejó sin intención de seguir cuestionándolo.
Enzo subió a su coche con el teléfono en una mano y la otra en el volante, acelerando con una brusquedad que reflejaba su estado mental. Marcaba y marcaba el número de Roque mientras conducía, con los nudillos blancos de tanto apretar el volante.
—¿Dónde demonios estás, Roque? —masculló entre dientes, mientras el tono de espera resonaba en el altavoz, seguido nuevamente por el buzón.
Su furia crecía con cada segundo. El rostro de Amatista en la fotografía lo perseguía, mezclándose con recuerdos, reproches y su propia incapacidad para controlarlo todo. El whisky en su sistema y la velocidad con la que conducía eran una mezcla peligrosa.
Cuando una luz roja apareció frente a él, la ignoró por completo, pensando que podía pasar sin problemas. Pero un auto cruzó en ese momento, y el golpe fue inevitable. El impacto hizo que su coche girara sobre sí mismo, chocando contra un poste con un estruendo ensordecedor.
El mundo se volvió un caos de metal retorcido y vidrio roto. Enzo quedó atrapado en los restos del coche, inconsciente. Los curiosos comenzaron a acercarse, algunos sacando sus teléfonos para grabar, otros llamando a emergencias.
Cuando los paramédicos llegaron, encontraron a Enzo en estado crítico. Tenía cortes profundos en el rostro y el cuerpo, y un golpe severo en la cabeza. Lo trasladaron al hospital de inmediato, pero la gravedad de sus heridas los hacía temer lo peor.
En la mansión Bourth, Mariel fue quien atendió la llamada de emergencias. La voz del operador era tensa mientras explicaba lo sucedido.
—El señor Enzo Bourth ha tenido un accidente automovilístico grave. Está en el hospital en estado crítico.
Mariel sintió que el suelo se le movía bajo los pies.
—¿Qué hospital? —preguntó rápidamente, anotando la información antes de colgar.
Sin perder tiempo, fue a buscar a Rita, golpeando su puerta con insistencia hasta que la mujer abrió con cara de pocos amigos.
—¿Qué pasa, Mariel?
—Es el señor Enzo. Ha tenido un accidente. Está en el hospital y su estado es crítico.
Rita palideció, pero no dijo nada. Mariel no esperó una respuesta y se dirigió al teléfono fijo de la mansión. Llamó primero a Alicia, la madre de Enzo, para informarle de lo sucedido. Luego marcó a Emilio, quien se encargó de avisar a Massimo, Mateo y Paolo.
Cuando los socios llegaron al hospital por la mañana, la atmósfera era sombría. Todos estaban acostumbrados a ver a Enzo como un hombre implacable, indestructible, pero ahora enfrentaban la posibilidad de perderlo. Alicia llegó poco después, con el rostro marcado por la preocupación y los ojos hinchados de lágrimas contenidas.
La sala de espera se llenó de murmullos mientras esperaban noticias. Finalmente, un médico apareció, con la expresión seria de quien trae noticias difíciles.
—El señor Bourth se encuentra en estado crítico. Hemos hecho todo lo posible, pero su condición es delicada. Tendremos que esperar y ver cómo responde en las próximas horas.
El ambiente en la sala era denso, cargado de emociones. Emilio, Paolo, Mateo y Massimo hacían lo posible por consolar a Alicia, pero la madre de Enzo apenas podía contener sus lágrimas. Desde que había llegado al hospital, su serenidad habitual había desaparecido, y solo quedaba una mujer profundamente angustiada por la vida de su hijo.
—Tenemos que avisarle a Amatista —murmuró finalmente, rompiendo el silencio. Su voz, aunque temblorosa, llevaba una firmeza inquebrantable—. Ella debe estar aquí. Amatista tiene que estar con Enzo.
Massimo, que estaba sentado junto a ella, asintió despacio.
—Es cierto. Si alguien tiene derecho a estar aquí, es ella.
Antes de que alguien pudiera decir algo más, el médico apareció con el rostro grave.
—Lamento interrumpir —dijo, mirando a Alicia y luego al grupo—, pero debemos tomar una decisión inmediata. La condición del señor Bourth es crítica. Está presentando hemorragias internas que solo podemos detener mediante una intervención quirúrgica urgente. Sin embargo, debo advertirles que el procedimiento tiene riesgos significativos.
El silencio se volvió aún más pesado.
—¿Qué tan graves son esos riesgos? —preguntó Emilio, adelantándose con el ceño fruncido.
—La probabilidad de que no sobreviva a la operación es del 40% —respondió el médico con cautela—. Pero si no la realizamos, las probabilidades de que sobreviva a las próximas horas son mínimas.
Rita, que hasta entonces había permanecido apartada, alzó la voz con desesperación.
—¡No lo operen! Es demasiado riesgoso. No puedo permitir que hagan algo que pueda matarlo.
Alicia giró hacia ella con una furia que nadie había visto antes.
—¡Es su única esperanza! ¿Prefieres que se muera sin intentar salvarlo?
El médico levantó las manos en un gesto conciliador.
—Entiendo que esto es difícil, pero la última palabra la tiene la esposa del señor Bourth.
Alicia apretó los labios, sus ojos brillando con indignación y dolor. Sin perder más tiempo, tomó su teléfono y marcó el número del abogado de Enzo.
El hombre llegó rápidamente, preparado para cualquier eventualidad. Alicia, sin rodeos, le explicó la situación.
—Debemos encontrar una forma de anular la decisión de Rita. No voy a permitir que la vida de mi hijo dependa de una mujer que no lo conoce realmente.
El abogado sacó unos documentos de su portafolio y revisó algo con calma antes de levantar la mirada.
—No será necesario. Enzo había previsto algo así. En caso de emergencia, dejó estipulado que las decisiones médicas quedarían a cargo de Amatista Fernández.
La sorpresa en la sala fue inmediata. Emilio reaccionó al instante.
—Voy a contactar a Roque. Él sabrá cómo encontrarla.
Emilio marcó rápidamente el número de Roque, quien respondió tras unos tonos.
—¿Qué sucede? —preguntó con tono alerta.
—Enzo ha tenido un accidente grave —explicó Emilio, su voz cargada de urgencia—. Necesitamos a Amatista para autorizar una operación que puede salvarle la vida.
Hubo un momento de silencio en la línea antes de que Roque respondiera con decisión.
—Estaremos ahí en 40 minutos. Prepárenlo todo.
Amatista, que había estado junto a Roque durante la llamada, había escuchado cada palabra. Sus manos instintivamente se posaron sobre su vientre, ahora claramente redondeado por el embarazo de cinco meses. Sus ojos estaban llenos de preocupación, y su amor por Enzo la impulsó a actuar sin dudar.
—Vamos ahora mismo —dijo, tomando su bolso.
Durante el trayecto, Amatista permaneció en silencio, su mente inundada por recuerdos y miedos. Enzo no solo era el padre de los hijos que llevaba en su vientre, sino también el hombre al que aún amaba profundamente, a pesar de las heridas y los desencuentros. Su preocupación crecía con cada segundo.
Exactamente 40 minutos después, Amatista y Roque llegaron al hospital. Alicia, al verla, se levantó de inmediato y la abrazó con fuerza, como si su presencia fuera un bálsamo para su dolor.
—Gracias por venir tan rápido, hija —susurró Alicia, con lágrimas corriendo por su rostro.
Amatista asintió, sin poder hablar. Su mirada estaba fija en el médico, quien sostenía el formulario en sus manos.
—Necesitamos su autorización para proceder con la operación —dijo él.
Sin dudarlo, Amatista tomó el documento y lo firmó rápidamente.
—Háganlo. Salven su vida.
El equipo médico no perdió un segundo y trasladó a Enzo al quirófano. Mientras las puertas se cerraban detrás de ellos, Amatista permaneció de pie, su mano posada sobre su vientre, con el apoyo de Alicia a su lado. Los demás también se mantuvieron cerca, conscientes de que estaban en un momento crucial.
El tiempo se detuvo para todos en esa sala, mientras aguardaban con esperanza y temor los resultados de la intervención que definiría el destino de Enzo.