Capítulo 200 Deseo incontrolable
Los susurros y caricias bajo el saco continuaban, el calor entre ellos incrementando con cada roce, con cada leve presión. Amatista sentía el cuerpo de Enzo reaccionar ante su toque, su dureza creciente cada vez más evidente bajo la tela de su pantalón.
Se mordió el labio, complacida.
Sabía exactamente lo que estaba logrando.
Entonces, acercando sus labios a su oído, le susurró con una sonrisa provocadora:
—Amor… ¿cuánto más pensás aguantar antes de hacer algo al respecto?
Enzo cerró los ojos por un breve instante.
La muy maldita estaba disfrutando esto.
Antes de que pudiera responder, la música del club se detuvo momentáneamente, y una voz anunció a través del sistema de sonido:
—Damas y caballeros, la situación afuera ha sido controlada. Aquellos que deseen retirarse, pueden hacerlo con tranquilidad.
Un murmullo recorrió el lugar mientras algunos clientes decidían quedarse y otros se preparaban para irse.
Pero Enzo ya tenía otros planes en mente.
Con calma, se enderezó en su asiento, acomodando mejor su saco sobre Amatista para cubrirla completamente. Luego, en un tono tranquilo pero definitivo, anunció:
—Nosotros nos vamos.
Nadie en la mesa protestó, aunque algunas miradas se cruzaron con curiosidad. La manera en la que Enzo la protegía, cómo la cubría con su saco y la guiaba con su mano firme en la espalda, no dejaba dudas sobre quién mandaba en esa relación.
Amatista sonrió satisfecha.
Porque sí, Enzo mandaba… pero ella era la única que lograba provocarlo hasta el borde de su control.
El camino hacia el estacionamiento estuvo cargado de tensión.
La manera en que Enzo la sostenía con firmeza, el modo en que ella se dejaba guiar con una sonrisa traviesa, la expectativa en el aire… todo apuntaba a una sola dirección.
Apenas llegaron junto a la camioneta, Enzo no le dio oportunidad de reaccionar.
Abrió la puerta trasera y, con un movimiento rápido, la empujó suavemente hacia el interior, obligándola a recostarse sobre los asientos de cuero negro.
Amatista soltó una risa baja.
—Parece que no aguantaste tanto después de todo, amor.
Enzo la miró desde la entrada del vehículo, sus ojos oscuros y predadores.
—¿Eso querías, no? —murmuró con su tono grave antes de subir tras ella y cerrar la puerta con firmeza.
El aire en el interior del auto se volvió denso, cargado de deseo puro.
Amatista lo sintió sobre ella en un instante, su cuerpo grande y cálido cubriéndola, su aroma envolviéndola por completo.
La besó sin advertencia, sin suavidad.
Fue un beso posesivo, profundo, una respuesta clara a cada una de sus provocaciones.
Amatista gimió contra su boca, enredando sus manos en el cabello de Enzo, mientras su cuerpo respondía automáticamente al roce, a la presión de su dureza contra su vientre.
Las manos de Enzo bajaron por su cintura, explorando con un toque exigente, deslizándose bajo su vestido hasta encontrar su piel caliente y ansiosa.
El aire en el interior de la camioneta estaba denso, cargado de deseo contenido que finalmente se liberaba sin restricciones.
Enzo aún la tenía atrapada bajo su cuerpo, su peso firme presionándola contra los asientos de cuero, su aliento mezclándose con el de ella en un beso voraz. Sus manos exploraban con hambre, y cada caricia encendía una chispa más en la piel de Amatista.
Pero ella tenía otros planes.
Con un movimiento ágil, Amatista deslizó sus manos hasta el pecho de Enzo y lo empujó con firmeza, haciéndolo sentarse contra el respaldo.
Él arqueó una ceja, sorprendido, pero no opuso resistencia.
—¿Gatita? —murmuró, su voz ronca por la necesidad contenida.
Amatista sonrió con picardía.
—Ahora me toca a mí, amor.
Antes de que pudiera reaccionar, ella se acomodó sobre su regazo, rodeándolo con sus piernas y presionando su centro contra su dureza.
Enzo soltó un gruñido bajo.
Ella lo sintió tensarse debajo de ella, su autocontrol resquebrajándose con la fricción lenta y provocadora de sus movimientos.
—¿Así que pensás que siempre ponés las reglas? —susurró Amatista, inclinándose hasta rozar su boca sin besarlo.
Enzo entrecerró los ojos, su respiración irregular mientras sus manos se aferraban con fuerza a sus muslos.
—Siempre.
Amatista rió suavemente, burlona.
—No esta noche.
Y comenzó a moverse.
Cada movimiento era calculado, perfecto.
Ondulaba sus caderas con una lentitud tortuosa, con una precisión que solo una mujer que conocía cada punto débil de su hombre podía lograr.
Enzo apoyó la cabeza contra el respaldo, cerrando los ojos con fuerza.
La forma en la que ella dominaba el ritmo, en la que se aseguraba de arrastrarlo a la locura poco a poco, le hacía perder la compostura de la manera más deliciosa.
—Gatita… —su voz era un gruñido bajo, un ruego contenido.
Pero ella no cedió.
Se aferró a sus hombros, aumentando el ritmo con movimientos más profundos, más intensos, sintiendo cómo el cuerpo de Enzo se estremecía bajo ella.
La desesperación en la mirada de Enzo, su respiración errática, el modo en que sus manos se clavaban en sus caderas, todo le indicaba que estaba ganando.
Él estaba al borde.
Y lo sabía.
Amatista bajó la cabeza hasta su oído, mordisqueando el lóbulo antes de susurrarle la frase final que lo destrozó por completo.
—Venite por mí, amor.
Eso fue todo.
Un gruñido profundo escapó de la garganta de Enzo mientras su cuerpo se tensaba con fuerza bajo el de ella, atrapándola en un agarre demandante mientras el placer lo consumía por completo.
Amatista sonrió satisfecha, sintiendo la calidez recorrer su piel mientras él se rendía completamente ante ella.
No hubo más reglas esa noche.
Solo deseo, rendición y la certeza de que, por mucho que Enzo Bourth fuera el cazador… ella siempre sería la única capaz de domarlo.
El silencio en la camioneta estaba cargado de la intensidad del momento que acababan de compartir. La respiración de Enzo aún era pesada, y Amatista, con una sonrisa satisfecha, se acomodó mejor sobre su regazo, disfrutando de la sensación de haberlo llevado al límite.
Pero entonces, Enzo deslizó sus manos lentamente por sus muslos, trazando círculos con los dedos en su piel desnuda antes de susurrarle contra el cuello:
—Gatita… hay algo que no tuvimos en cuenta.
Amatista entrecerró los ojos, aún atrapada en la sensación de su piel contra la de él.
—¿Mmm?
—No usé protección cuando me vine.
Los ojos de Amatista se abrieron de inmediato.
Se apartó ligeramente para mirarlo con una expresión que oscilaba entre el desconcierto y la diversión.
—¿Recién te diste cuenta, amor?
Enzo sonrió con arrogancia, sin el más mínimo rastro de preocupación.
—Tal vez me di cuenta, pero decidí no hacer nada al respecto.
Amatista resopló, dándole un leve golpe en el pecho.
—Muy inteligente de tu parte.
Él se encogió de hombros, aún relajado, mientras sus manos se mantenían firmes en su cintura.
—Podemos solucionarlo. Vamos a casa.
Amatista negó con la cabeza.
—No, primero paramos en una farmacia.
Enzo arqueó una ceja, nada convencido con la idea.
—No hace falta.
Amatista lo miró con incredulidad.
—Claro que hace falta.
Enzo la sostuvo con más firmeza, acercándola a él, su tono adquiriendo un matiz más grave.
—No quiero que tomes nada.
Amatista se quedó en silencio por un momento.
No era sorpresa para ella que Enzo quisiera más hijos. Desde que los gemelos habían nacido, él había mostrado con orgullo lo mucho que amaba ser padre, y en más de una ocasión había insinuado que no se conformaría solo con dos.
Pero ella tenía otros planes.
—Amor, los niños apenas tienen un año. Es demasiado pronto.
Enzo exhaló pesadamente.
—Podemos con más.
—Claro que podemos, pero no quiero todavía.
Él se quedó en silencio por unos segundos, observándola con esos ojos oscuros y calculadores, como si estuviera debatiendo cómo convencerla.
Pero Amatista era inmune a su mirada.
Le acarició el rostro suavemente y murmuró con ternura:
—Esperemos un año más, ¿sí?
Enzo resopló.
No le gustaba la idea de esperar, pero sabía que con Amatista no podía forzar nada.
Finalmente, suspiró con resignación.
—Está bien. Pero cuando pase el año, no vas a poder decir que no.
Amatista rió suavemente, besándolo en la mandíbula.
—Lo pensaré.
Enzo frunció el ceño.
—No hay nada que pensar.
Ella solo sonrió, divertida.
Enzo la bajó de su regazo con calma y se acomodó en su asiento.
—Entonces, vamos por esas pastillas.
Amatista rió aún más mientras ambos se movían a los asientos delanteros, preparándose para buscar la farmacia antes de volver a casa.
Porque, aunque Enzo aceptara esperar un año, ella sabía perfectamente que eso no significaba que dejaría de insistir.
Enzo y Amatista salieron del estacionamiento del club Renaissance, la camioneta deslizándose con suavidad por las calles iluminadas de la ciudad.
El ambiente entre ellos seguía cargado de deseo, pero ahora con una ligera dosis de diversión tras su pequeña discusión sobre tener más hijos.
Amatista, recostada en su asiento con el saco de Enzo aún sobre sus hombros, lo miró de reojo con una sonrisa traviesa.
—No me mires así, Gatita —murmuró Enzo, sin apartar la vista del camino—. Ya acepté esperar un año.
—Sí, pero te conozco —respondió ella con tono burlón—. No te rendiste tan fácil.
Enzo sonrió con arrogancia.
—Dijiste un año, y te lo voy a dar. Pero eso no significa que no vaya a recordártelo cada tanto.
Amatista rodó los ojos, divertida.
—Por supuesto que no.
A los pocos minutos, Enzo giró en una de las avenidas principales y estacionó frente a una farmacia 24 horas.
—Quedate en el auto —dijo con naturalidad, antes de bajarse sin darle tiempo a replicar.
Amatista apoyó la cabeza en el asiento, suspirando.
Conociéndolo, seguramente intentaría salirse con la suya de alguna forma.
Dentro de la farmacia, Enzo fue directo al área donde vendían la pastilla del día después y la tomó con rapidez.
El encargado de la caja apenas lo miró cuando la colocó en el mostrador, pero Enzo no se detuvo ahí.
Antes de pagar, desvió la mirada y tomó un paquete de preservativos, depositándolo junto a la caja.
—También llevo esto.
El hombre asintió sin decir nada, escaneó los productos y Enzo pagó sin titubear.
Cuando regresó al auto, Amatista lo miró con sospecha.
—¿Todo bien?
Enzo le pasó la caja con la pastilla, pero cuando ella revisó la bolsa, su mirada se endureció.
—¿Enzo? —Lo fulminó con la mirada—. ¿Por qué hay preservativos en la bolsa?
Él se encogió de hombros con una expresión satisfecha.
—Para evitar que tengas que tomar esto otra vez.
Amatista soltó un resoplido entre incrédula y divertida.
—¿Así que ahora sí te preocupa?
Enzo la miró con su clásica expresión arrogante.
—No te preocupes, Gatita. Seguiré insistiendo en lo de los niños. Pero mientras tanto, hay que ser responsables.
Amatista se rió, sin poder evitarlo.
—Qué considerado de tu parte.
Enzo encendió el motor y arrancó hacia la mansión Bourth.
—Siempre lo soy.
Amatista negó con la cabeza y decidió dejar la conversación hasta llegar a casa.
Al llegar a la mansión Bourth, ambos bajaron con calma y entraron en silencio, asegurándose de no despertar a nadie.
Amatista se dirigió directamente a la cocina para buscar un vaso de agua.
Mientras lo hacía, Enzo apoyó un hombro contra el marco de la puerta y la observó con una sonrisa ladeada.
—Tomala, Gatita.
Amatista lo miró con fingida molestia, pero tomó la pastilla y la bebió con un poco de agua sin rechistar.
Cuando terminó, Enzo se acercó y deslizó un dedo por su mandíbula, obligándola a mirarlo.
—Por ahora.
Amatista sonrió con una ceja arqueada.
—Por ahora.
Amatista y Enzo subieron las escaleras con calma, en completo silencio, pero la tensión entre ellos aún era palpable. Las luces tenues de la mansión creaban sombras alargadas en los pasillos, dándoles un aire de intimidad que hacía que cada paso se sintiera más lento, más pesado de anticipación.
Enzo, con su andar tranquilo y seguro, aún sostenía la mano de Amatista, guiándola con firmeza hasta su habitación.
Al entrar, Enzo cerró la puerta con un clic suave, sin soltarla ni por un segundo.
Amatista lo observó en silencio, con una sonrisa apenas perceptible en los labios.
—¿Qué? —murmuró Enzo, inclinando la cabeza mientras la miraba fijamente.
Amatista deslizó los dedos por la solapa de su camisa, acariciándola con lentitud.
—Nada… —susurró—. Solo me parece gracioso que siempre querés tener el control, pero terminé logrando justo lo que quería.
Enzo soltó una risa baja, oscura.
—¿Ah, sí? —Su voz tenía un matiz peligroso.
—Sí. —Amatista apoyó las manos en su pecho, presionándolo suavemente—. Me llevaste a la farmacia, me compraste la pastilla… y encima me trajiste a casa para asegurarte de que la tomara.
Enzo la atrapó por la cintura con un solo movimiento, acercándola a su cuerpo hasta que no quedó espacio entre ellos.
—Eso solo significa que ahora me debés algo.
Amatista sintió el calor de su respiración contra su piel, y su sonrisa se ensanchó con diversión.
—¿Ah, sí? —murmuró, arrastrando las palabras—. ¿Y qué es lo que querés, amor?
Enzo no respondió de inmediato.
En cambio, dejó que su mirada descendiera lentamente por su cuerpo, como si la estuviera devorando sin siquiera tocarla.
Cuando volvió a subir la vista a su rostro, sus ojos oscuros brillaban con intención pura.
—Quiero que me lo pagues como corresponde.
Amatista rió, apoyando las manos en sus hombros.
—Sos un descarado.
Enzo sonrió contra su cuello.
—Y te encanta.
Antes de que pudiera replicar, Enzo la empujó suavemente hasta que su espalda chocó contra la puerta de la habitación.
Sus labios se apoderaron de los de ella en un beso intenso, exigiéndole una respuesta inmediata.
Amatista gimió contra su boca, enredando los dedos en su cabello mientras sus cuerpos se amoldaban con necesidad.
Las manos de Enzo descendieron por su cintura, trazando su silueta con caricias firmes, y antes de que se diera cuenta, sus dedos hábiles encontraron la cremallera de su vestido.
Amatista apenas tuvo tiempo de reaccionar antes de sentir el aire frío contra su piel.
Pero no protestó.
Porque ese era el tipo de control que estaba dispuesta a dejarle a Enzo.
El control de hacerla suya, una y otra vez, hasta que su nombre fuera lo único que pudiera recordar.