Capítulo 144 Secretos
El humo de los cigarrillos se mezclaba con el aroma del whisky derramado en las copas, impregnando el ambiente del club. Enzo permanecía en silencio, sentado en un rincón, con la mirada fija en su vaso. A pesar de estar rodeado de risas y conversaciones animadas, su mente estaba atrapada en las palabras de Roque, la única persona que se había atrevido a desafiarlo abiertamente.
Alan, apoyado en la barra, alzó la voz para captar la atención de todos.
—Caballeros, quiero que marquen sus calendarios. En una semana será mi cumpleaños, y quiero celebrarlo en grande en el Club Aurora. Una pequeña reunión, solo los de siempre, con nuestras mujeres incluidas, claro —anunció, sonriendo ampliamente.
Las miradas se cruzaron con entusiasmo, y las bromas empezaron a volar. Alan, notando la expresión distante de Enzo, giró hacia él con una sonrisa astuta.
—Por supuesto, Enzo, estás más que invitado. Y si quieres, puedes traer a tu esposa.
El comentario provocó una carcajada entre Joel y Facundo, quienes intercambiaron miradas divertidas.
—No sé cómo hace tu esposa, Alan, para soportarte. Aunque, si te soy honesto, tengo curiosidad por conocer a la de Enzo. ¿Cómo es? —preguntó Joel con tono burlón.
Facundo soltó una risa seca.
—Seguro que es tan fría como él. Si no, no lo aguantaría.
Enzo, que había estado ignorando la conversación, levantó la vista lentamente, sus ojos cargados de una calma que helaba el aire.
—Lo pensaré —respondió con voz baja y cortante.
El grupo enmudeció por un momento, reconociendo el límite que acababan de rozar. Alan, buscando aliviar la tensión, cambió de tema rápidamente.
—Bueno, no importa. Lo importante es que todos estén allí. Será una noche inolvidable.
Enzo se levantó con un movimiento decidido, ajustándose el saco. Antes de retirarse, se volvió hacia Facundo.
—Envíame el número cuanto antes.
Facundo asintió, mientras Enzo se despedía de manera escueta, sin mirar a ninguno de los presentes.
Cuando la puerta del club se cerró tras él, Joel rompió el silencio con una pregunta cargada de intriga:
—¿Quién será esa mujer por la que se peleó con Roque? Porque, vamos, ¿alguien ha visto a Roque perder los estribos?
Alan bebió un sorbo de su copa, pensativo.
—Debe ser alguien importante. No cualquiera pone a Roque y a Enzo en contra.
Facundo, siempre más pragmático, añadió:
—O tal vez es un capricho de Enzo. ¿Quién sabe con este tipo? Es un hombre extraño.
La conversación continuó entre especulaciones y risas, pero Enzo ya no estaba para escucharlos.
A pesar del alcohol que corría por su sistema, Enzo tomó el volante con la misma calma helada que lo caracterizaba. Conducía como si estuviera en piloto automático, mientras su mente regresaba, una y otra vez, a la imagen de Amatista. Cada pensamiento lo envolvía en una mezcla de furia y añoranza, como un veneno que no podía expulsar.
Llegó a la mansión sin incidentes. El edificio oscuro y silencioso lo recibió con la misma frialdad que había dejado atrás en el club. Enzo se quitó el saco y subió directamente a la habitación que solía compartir con Amatista. La llave colgaba en su bolsillo; siempre la llevaba consigo, como si temiera que alguien pudiera contaminar ese espacio.
Dejó caer el saco en una silla cercana y se recostó en la cama. El colchón, aunque frío, le devolvió un destello de memorias: el sonido de su risa, el calor de su piel, la forma en que sus cuerpos se encontraban en la oscuridad. Enzo cerró los ojos, dejándose arrastrar por la marea de recuerdos.
El sueño envolvía a Enzo como una manta pesada, empujándolo hacia una oscuridad más profunda de lo que hubiera esperado. Sin embargo, incluso en ese refugio temporal, Amatista permanecía presente, una figura etérea que rondaba su mente, desafiándolo y atormentándolo con una mezcla de deseo y rabia. Su imagen, nítida como un recuerdo reciente, lo acompañaba entre sombras, susurrando su nombre como un eco que nunca desaparecía.
Mientras tanto, a kilómetros de distancia, en Santa Aurora, el teléfono de Amatista vibró sobre la mesa. Reconoció de inmediato el número de Roque y atendió con rapidez.
—Roque —dijo, su voz contenida por la preocupación.
La respuesta fue directa y seria, como siempre.
—Amatista, escúchame. Enzo ya sabe que fui yo quien te ayudó a escapar. Es probable que ponga a alguien más a investigar. Tienes que ser más cuidadosa.
Amatista sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Su agarre sobre el teléfono se tensó.
—Lo entiendo… pero, Roque, ¿y tú? ¿Qué va a hacerte? Si Enzo cree que es por mi culpa… yo no quiero que te pase nada.
—No te preocupes por mí, niña. Si Enzo quisiera hacer algo, ya lo habría hecho. Sabes cómo es; no deja pasar oportunidades —respondió Roque, con un tono tranquilo que buscaba tranquilizarla.
Pero Amatista conocía demasiado bien a Enzo.
—Si no encuentra respuestas, podría desesperarse. Y cuando Enzo pierde el control, es capaz de cualquier cosa. Incluso contigo, Roque.
Hubo una breve pausa antes de que Roque respondiera.
—Tienes razón en una cosa: Enzo puede perder el control. Pero confía en mí, lo conozco bien. No va a arriesgarse a hacerme algo, al menos no ahora. Además, tengo el USB con las pruebas del supuesto engaño. Voy a investigarlo con cuidado, Amatista. Tarde o temprano, Enzo entenderá que esto fue lo mejor.
Amatista suspiró, pero el alivio no llegaba por completo. Decidió cambiar de tema, dejando escapar algo que llevaba guardado desde hacía días.
—Roque… hay algo que no te he dicho. Estoy esperando gemelos. Será un niño y una niña.
El silencio al otro lado de la línea fue breve, pero perceptible.
—¿Gemelos? —repitió Roque, con una mezcla de sorpresa y preocupación en su voz.
—Sí —respondió Amatista, casi en un susurro—. Quería contárselo a Enzo. Pero no sé cómo ni cuándo.
Roque vaciló un momento. Finalmente, suspiró, consciente de que debía decirle algo más.
—Amatista… hay algo que debes saber antes de siquiera pensar en contactarlo. Enzo se casó.
La noticia golpeó a Amatista como un puñal. Se quedó en silencio, incapaz de procesar lo que acababa de escuchar. Su corazón latía con fuerza, y la opresión en su pecho era insoportable.
—¿Con… quién? —preguntó finalmente, con la voz quebrada.
—Con Rita —respondió Roque, tratando de mantener la neutralidad.
El silencio que siguió fue ensordecedor. Amatista sintió cómo su mundo se tambaleaba. Finalmente, con un tono suave, Roque intentó consolarla.
—Él lo hizo para olvidarte. Enzo cree que lo engañaste, Amatista. Esto no significa nada para él.
—No importa —respondió ella con voz apagada, aunque sus palabras sonaban vacías, sin convicción. Sin dar tiempo para más, agregó—: Tengo que irme.
—Amatista…
Pero la línea ya estaba cortada.
De vuelta en su departamento, Amatista dejó el teléfono sobre la mesa y se sentó en el sofá. Al principio, solo miraba al vacío, incapaz de procesar la información. Luego, como una presa que finalmente se rompe, se llevó las manos al rostro y empezó a llorar descontroladamente.
Cada lágrima era un reflejo de su dolor, de la confusión que la invadía. Pensó en los días junto a Enzo, en su intensidad, en la manera en que la hacía sentir única, y en cómo todo se había desmoronado por una mentira.
Entre sollozos, susurró para sí misma:
—Alguien me quitó lo que más quería… alguien lo separó de mí con mentiras.
Apretó los puños con fuerza, secándose las lágrimas con brusquedad. Miró al frente, con la determinación endureciendo su expresión.
—Voy a encontrar a quien me alejó de Enzo. Y lo haré pagar.
El departamento quedó en silencio, pero en su interior, una tormenta se desataba. Amatista había tomado una decisión. Su dolor no sería en vano.
Roque dejó el teléfono sobre la mesa tras finalizar la llamada con Amatista. Su expresión permanecía seria, pero sus pensamientos eran un torbellino. Había logrado calmarla, aunque sabía que el impacto de la noticia sobre el matrimonio de Enzo no desaparecería tan fácilmente. Por ahora, tenía que enfocarse en lo importante: descubrir quién había manipulado las pruebas que separaron a Amatista de Enzo.
Tomó la USB del bolsillo interior de su chaqueta, sujetándola con fuerza como si fuera un talismán. Sus pasos resonaron en el piso de madera mientras cruzaba la sala hasta el escritorio, donde Tomas, un joven técnico en informática, lo esperaba.
—Aquí está —dijo Roque, extendiendo la memoria USB hacia él—. Necesito que investigues si los videos y las fotos en este dispositivo fueron manipulados. Quiero un análisis completo, Tomas, y lo quiero rápido.
El joven tomó la USB con cuidado, consciente de la seriedad del encargo. Sus ojos brillaron con determinación.
—¿Qué tan rápido estamos hablando?
—Para ayer. Y escucha bien: si consigues pruebas de quién hizo esto, la recompensa será mucho mayor.
Tomas asintió, metiendo la USB en su bolsillo con cuidado.
—Entendido. Voy a contactar a Eugenio. Él es especialista en análisis forense digital. Con su ayuda, podríamos obtener resultados en unos días.
Roque cruzó los brazos, evaluando las palabras del joven. Eugenio era conocido por su discreción y eficacia, aunque no era barato. Pero en este momento, el costo era lo de menos.
—Bien. Asegúrate de que nadie sepa de esto. Ni una palabra. Si Enzo se entera, estamos muertos, Tomas.
—Puedes confiar en mí, Roque. Me pondré a trabajar de inmediato.
El técnico se puso de pie, recogiendo su equipo portátil y dirigiéndose hacia la salida con pasos decididos. Roque lo observó desaparecer por el pasillo antes de dejar escapar un largo suspiro.
"Esto tiene que salir bien", pensó, mientras se apoyaba en el escritorio con ambas manos. Enzo no era alguien fácil de engañar, y Roque sabía que el tiempo jugaba en su contra. Si las pruebas confirmaban lo que sospechaba, podría haber una forma de apaciguar a Enzo y quizá, solo quizá, salvar lo poco que quedaba de esa relación rota entre él y Amatista.
El sueño profundo de Enzo se vio interrumpido por una sensación casi primaria: un hambre feroz que lo despertó de golpe. Se sentó en la cama, pasándose las manos por el rostro, todavía arrastrando la pesadez de su descanso.
Se levantó con lentitud y salió de la habitación, caminando por los pasillos oscuros de la mansión Bourth. La madera bajo sus pies crujía levemente, y el silencio pesado de la casa lo envolvía. Cuando llegó a la sala principal, sus pasos resonaron hacia la cocina.
Al entrar, encontró a Mariel limpiando los últimos utensilios del día. La empleada levantó la vista al escucharlo llegar.
—Señor Bourth… ¿necesita algo?
Enzo ajustó el saco sobre sus hombros y respondió con su tono habitual, seco y autoritario:
—Tengo hambre. ¿Qué hay para cenar?
Mariel dejó el trapo de cocina y lo miró con cierto nerviosismo.
—La señora Rita preparó su cena, señor.
Enzo alzó una ceja, sorprendido por la respuesta.
—Entonces sírvemela. Estoy muerto de hambre.
Mariel asintió rápidamente y sacó el plato que Rita había dejado listo. Lo calentó con cuidado y lo colocó frente a Enzo en la mesa de la cocina.
—Aquí tiene, señor.
Enzo tomó el tenedor y probó un bocado. El sabor insípido lo detuvo al instante, haciendo que frunciera el ceño con disgusto.
—Esto es un asco —gruñó, dejando el tenedor sobre la mesa con un golpe seco.
Mariel, algo apenada, le preguntó con cautela:
—¿Quiere que le prepare algo más, señor?
Enzo suspiró, todavía sintiendo el mal sabor en su boca.
—Sí, pero hazlo rápido. Y, Mariel… —añadió, mirándola con severidad—, enséñale a cocinar a Rita. No puede ser tan inútil.
La empleada reprimió una sonrisa incómoda y se puso a trabajar en un plato de fideos con rapidez. Mientras hervía el agua y preparaba la salsa, comentó de forma casual:
—La señorita Amatista siempre fue muy buena cocinera. Todo lo que preparaba era perfecto.
Enzo se quedó en silencio por un momento, pero sus pensamientos lo arrastraron a esos días en la mansión del campo. Recordó cómo Amatista siempre lo esperaba con la cena lista, perfectamente vestida con un vestido que acentuaba su figura, su cabello impecable, y esa sonrisa seductora que parecía reservada solo para él.
—Sí —respondió finalmente, con un tono más suave que el habitual.
Mariel, animada por la reacción de Enzo, añadió con cuidado:
—No quiero ser maleducada, pero esta mansión se siente vacía sin la señorita Amatista.
Enzo apoyó un codo sobre la mesa y se llevó una mano a la sien, dejando escapar un suspiro pesado.
—No hace falta que me lo digas. Yo soy quien más siente esa ausencia.
Mariel asintió en silencio, removiendo los fideos en la olla. Tras un momento, se atrevió a preguntar:
—Con respeto, señor, ¿de verdad cree que ella pudo engañarlo? Después de todo lo que estaba dispuesta a hacer por usted… ¿por qué lo haría?
La pregunta lo golpeó como un eco de sus propias dudas.
—Yo tampoco lo entiendo —admitió con voz baja—, pero sé lo que vi.
Mariel terminó de servir los fideos en un plato y los colocó frente a Enzo, intentando cambiar el tema para aliviar la tensión.
—Señor… ¿por qué se fue Roque?
Enzo tomó el tenedor, pero no respondió de inmediato. Finalmente, dijo con frialdad:
—Me mintió. Y por eso lo despedí.
Mariel asintió, comprendiendo que no debía insistir más.
—¿Necesita algo más, señor?
Enzo negó con un movimiento de cabeza.
—No. Está bien. Ve a descansar.
La empleada salió de la cocina, dejándolo solo. Enzo comió los fideos en silencio, pero su mente no se apartaba de Amatista.
"Ella jamás olvidaba ningún detalle," pensó, mientras la comparaba con Rita. "Cada plato que me preparaba, cada mirada… todo era perfecto. Hasta el aire que respiraba a su lado era diferente."
Dejó el tenedor sobre el plato y se inclinó hacia atrás en la silla, llevando una mano al bolsillo donde guardaba el encendedor. Lo sacó, girándolo entre sus dedos.
—¿Por qué lo hiciste, gatita? —susurró, con un tono más vulnerable de lo que había permitido en días.
El silencio de la mansión lo envolvió nuevamente mientras su mente seguía atrapada en un torbellino de recuerdos y emociones que no lograba contener.