Capítulo 172 A un lado
La tarde cayó sobre Le Diable, y el club se transformó en un centro de operaciones. Enzo había conseguido computadoras y todo el equipo necesario para rastrear a Diego. Con la ayuda de Guevara, lograron acceso a las cámaras de la ciudad, sabiendo que, aunque Diego probablemente ya no estaba allí, cualquier pista que surgiera podría ser crucial.
Mientras tanto, Amatista continuaba descansando en la habitación. Su fiebre había bajado, y poco a poco comenzó a despertar. Aún sintiéndose algo débil, notó que ya no estaba en la dependencia sino en el club. Se incorporó con lentitud y decidió darse una ducha rápida. El agua tibia la ayudó a despejarse. Luego, se vistió con ropa cómoda y bajó a la sala principal.
Al llegar, vio a Enzo, Guevara y los demás concentrados en las computadoras. Sus voces eran serias, sus rostros tensos. Sin embargo, Amatista no les prestó demasiada atención y siguió su camino directo a la cocina.
Con calma, se preparó un batido y unas tostadas. Sentía hambre después de tantas horas sin comer. No pasó mucho tiempo antes de que Enzo apareciera en la puerta de la cocina. Se acercó con cautela, sabiendo que ella estaba molesta.
—Gatita… —su voz sonó más baja de lo normal—. ¿Cómo te sientes?
Amatista ni siquiera lo miró. Terminó de untar la mantequilla en su tostada y respondió con aparente tranquilidad:
—Bien. Aunque me morí de frío en el lugar donde me dejaste.
Enzo apretó la mandíbula, pero intentó mantenerse sereno.
—Solo quería protegerte.
Esta vez, Amatista sí levantó la mirada y dejó la tostada en el plato.
—Lo sé —dijo con simpleza—. Y por eso perdimos a Diego.
Enzo la miró fijamente.
—Vamos a encontrarlo, gatita. No voy a dejar que te haga nada.
Ella soltó una risa corta y sin humor antes de responder:
—Está bien, hazlo. Yo no me voy a involucrar más. —Su tono era frío, como si le diera igual—. Si me hubieras escuchado, las cosas serían distintas. Pero no lo hiciste. Así que ahora no haré nada. Lo dejaré todo en tus manos.
Enzo sintió un peso en el pecho, pero no dijo nada.
—Eso sí… —continuó Amatista, mirándolo directamente a los ojos—. Que sea rápido. No quiero estar mucho más tiempo lejos de mis hijos… nuestros hijos.
La palabra quedó flotando en el aire.
—Me quedaré en un rincón, sin molestar ni intervenir. De todos modos, no me vas a escuchar.
Dicho esto, tomó su batido y su plato, se dio la vuelta y se sentó en la mesa, dándole la conversación por terminada.
Enzo la observó en silencio. Sabía que estaba enojada. Y lo peor era que tenía razón.
El silencio entre ellos era denso, cargado de reproches no dichos. Enzo se quedó de pie, con los puños levemente cerrados, observando cómo Amatista bebía su batido como si él no estuviera allí.
Sabía que tenía razón. Pero admitirlo… admitir que su obsesión por protegerla lo había llevado a perder la única oportunidad real de atrapar a Diego, le resultaba insoportable.
Se obligó a relajarse y deslizó una mano por su nuca.
—No quiero que te quedes en un rincón, gatita.
Amatista no levantó la mirada.
—No te preocupes, Enzo. No me notarás.
Su respuesta le revolvió las entrañas.
—No es eso.
—¿No? —Lo miró por fin, con los ojos afilados—. Porque parece que es lo que querés.
—Quiero que estés a salvo.
—Y yo quiero estar con mis hijos.
El aire se volvió más pesado. Enzo la miró, sus ojos oscuros estudiándola como si quisiera encontrar una grieta en su firmeza. Sabía que su gatita era orgullosa, pero esto no era solo orgullo. Era decepción. Y eso lo jodía más que cualquier otra cosa.
Amatista dejó la tostada sobre el plato y dio un sorbo al batido, sintiendo la suavidad del líquido reconfortante que le aliviaba la garganta. No le dio la vuelta a la conversación, pero la tensión en el aire seguía palpable. Enzo no se movió, pero sus ojos no la dejaban.
—Me quedaré —dijo ella, rompiendo el silencio. Su voz era firme, aunque cargada de resignación—. Quiero que me protejas, como tú quieras. Pero no me voy a involucrar más en esto. Trabajaré en mis diseños mientras tú buscas a Diego. No quiero saber nada de la investigación.
Enzo la miró fijamente, pero no dijo nada de inmediato. Sabía que había cruzado una línea con ella. Había fallado al no escucharla.
—Está bien —dijo finalmente, con una voz calmada pero decidida—. Yo me encargaré de Diego.
Amatista respiró hondo, apartando la mirada de él, y comenzó a jugar con la taza en sus manos.
—También quiero que me traigan mis cosas de Santa Aurora. Y la ropa de la mansión. Y algunos libros. A este paso, vamos a quedarnos mucho tiempo aquí, en el club. Al menos quiero estar cómoda.
Enzo no dudó. Sabía que tenía que darle algo de lo que pedía, aunque la situación fuera difícil.
—Lo que necesites —respondió él. Se dio media vuelta para salir de la cocina, pero antes de irse, le lanzó una última mirada—. Estaré pendiente de ti, gatita.
Ella lo observó mientras se alejaba, algo en su mirada revelando una mezcla de desdén y cansancio. Aún no podía perdonarlo, pero sabía que no tenía más opción que quedarse, al menos por ahora.
Enzo se dirigió a la sala principal, donde el resto de su equipo lo esperaba. Ortega, uno de los guardias, estaba sentado cerca de una de las computadoras, mientras que Pérez observaba las pantallas.
—Ortega —dijo Enzo con tono firme—, vete a la mansión Bourth y recoge algunas cosas que te dará Mariel.
El guardia asintió y salió rápidamente.
Enzo luego se acercó a Pérez.
—Necesito que vayas a Santa Aurora. Toma una camioneta y trae todas las cosas de Amatista al club. Cuando consigas el camión, avísame y te daré la dirección.
Pérez asintió y salió sin demora.
Enzo tomó el teléfono y marcó el número de Mariel. Sabía que ella era confiable.
—Mariel, necesito que prepares unas maletas con ropa de Amatista y algunos libros —dijo en voz baja.
Mientras esperaba que todo se pusiera en marcha, Emilio, Alan, Joel, Facundo y Andrés, los hombres que estaban observando todo desde el otro lado de la sala, no pudieron evitar hacer un comentario.
—¿Está muy enojada, Enzo? —preguntó Emilio con una sonrisa sutil.
Enzo los miró fijamente, su expresión seria.
—No está enojada. Está decepcionada. Me dijo que no se involucrara más en la investigación.
Facundo, siempre buscando una manera de aligerar el ambiente, soltó una risa y dijo:
—Bueno, ya sabes cómo son las mujeres. Les gusta tener la última palabra.
Enzo lo miró con dureza, su mirada más fría que nunca.
—¿No crees que, si hubiéramos hecho lo que ella decía, ya habríamos atrapado a Diego? —su voz sonaba más intensa, como si cada palabra tuviera peso.
Los hombres se quedaron en silencio. Nadie pudo negar que Enzo tenía razón.
—Sí —respondió Joel finalmente, mirando al suelo—. Pero en ese momento, no la escuchaste. Ahora, ¿de qué sirve?
Enzo no respondió de inmediato. La verdad era que sentía que había cometido un grave error, pero no quería mostrar debilidad.
Enzo no respondió de inmediato. La verdad era que sentía que había cometido un grave error, pero no quería mostrar debilidad.
Finalmente, miró a los hombres reunidos frente a él y habló con voz firme:
—Organicen un equipo para investigar hasta el más mínimo detalle. No quiero cabos sueltos.
Los hombres asintieron de inmediato.
—Además —continuó Enzo—, Roque contactó a un técnico. Vendrá a instalar un sistema en las computadoras que nos alertará en cuanto Diego aparezca en alguna de las cámaras.
Con todo en marcha, Enzo se apartó y dejó que los demás hicieran su trabajo. Sin embargo, la sensación de que algo se le escapaba no lo abandonaba.
La noche había caído sobre Le Diable, y el silencio reinaba en el club. Enzo se levantó de uno de los sillones donde había estado revisando información y decidió ir a buscar a Amatista.
Se dirigió a la habitación donde se suponía que estaba descansando, pero al abrir la puerta, se encontró con la cama vacía. Frunció el ceño.
Salió de la habitación, recorrió el pasillo en silencio y se dirigió a su oficina. Al abrir la puerta, la vio.
Amatista estaba sentada en el escritorio, rodeada de papeles y bocetos. Su rostro tenía una expresión tranquila, concentrada, pero su postura transmitía una firme distancia.
—Gatita —dijo Enzo en un tono bajo.
Amatista levantó la vista, observándolo con serenidad, aunque sin la calidez de otras veces. Se notaba que estaba más relajada que antes, pero la tensión entre ellos seguía ahí, latente.
—Vamos a estar aquí bastante tiempo —dijo ella, dejando el lápiz sobre la mesa—. Lo mejor es que no sigamos molestos por algo que no podemos cambiar.
Enzo la observó en silencio. Había algo en su tono, en su manera de decirlo, que le hizo darse cuenta de que su enojo no se había desvanecido.
Dio un paso hacia ella, alzando una mano para tocar su rostro, pero Amatista se apartó con un leve movimiento.
—No te me acerques —advirtió con calma.
Enzo la miró con fijeza, bajando la mano.
—¿Qué pasa?
Amatista cruzó los brazos.
—Sigo molesta, Enzo. No solo porque no me escuchaste, sino porque me dejaste encerrada toda la noche en la sala de interrogatorios —su mirada se volvió más filosa—. Y ni siquiera tenía ropa decente. Solo tu saco.
Enzo frunció el ceño.
—Lo hice por tu bien —replicó con firmeza—. No sabías lo que estabas diciendo, estabas alterada.
—Eso no te daba derecho a hacerme pasar la noche en ese lugar —lo interrumpió sin subir la voz—. Me enfermé, Enzo. Y aunque me quede aquí porque es lo más seguro, eso no significa que esté contenta con la situación.
Hubo un momento de silencio. Enzo apretó la mandíbula.
—Gatita…
— Quiero que mantengas cierta distancia. —lo interrumpió nuevamente—.
Los ojos de Enzo se oscurecieron con una mezcla de frustración y algo más profundo, algo peligroso. No le gustaba la barrera que Amatista estaba imponiendo. Sin embargo, no insistió.
Amatista volvió la vista a sus bocetos y, como si la conversación anterior no hubiera ocurrido, dijo con calma:
—En unas horas pasará Santiago a dejar algo.
Enzo la miró con incredulidad.
—¿Santiago?
—Sí. Es un obsequio que diseñé para ti.
Enzo entrecerró los ojos.
—¿Para mí?
—Sí —dijo Amatista con naturalidad, sin siquiera mirarlo.
Por un momento, él no supo qué responder. Intentó descifrarla, pero su expresión era serena, inalcanzable.
Finalmente, asintió.
—Está bien.
Se apoyó en el escritorio con los antebrazos, sin dejar de observarla. Sabía que Amatista estaba molesta. Sabía que quería mantenerlo a raya. Pero también sabía que, tarde o temprano, derrumbaría esa barrera. Lo había hecho antes. Y lo haría de nuevo.
Porque no importaba cuánto intentara alejarse. No importaba cuántas veces le pidiera distancia.
Amatista era suya.
Y él nunca dejaría de buscar la forma de recordárselo.
La mesa estaba servida, y aunque la conversación giraba en temas banales —el club, los negocios, el clima—, la tensión en el ambiente era innegable. Amatista comía en silencio, sin interactuar con nadie.
Enzo no apartaba la vista de ella. Su mera presencia lo mantenía en un estado de alerta constante, pero la frialdad con la que lo ignoraba le provocaba una sensación punzante en el pecho. Intentó mantenerse concentrado en la cena, en los comentarios triviales de los demás, pero no podía evitar fijarse en cada pequeño detalle: en cómo Amatista apartaba su plato con delicadeza, en la forma en que su cabello caía sobre su rostro cuando inclinaba la cabeza, en su indiferencia calculada hacia él.
Justo cuando llevaba un bocado a la boca, llamaron a la puerta. Uno de los guardias la abrió y, en el umbral, apareció Santiago.
—Buenas noches —saludó con una leve sonrisa.
Antes de que Enzo pudiera decir algo, Amatista se levantó ligeramente de su asiento.
—Santiago, justo estamos cenando. ¿Por qué no te unes a nosotros?
Santiago vaciló por un instante, echando una mirada a Enzo, pero finalmente asintió.
—Si no es molestia…
—Claro que no —dijo Amatista con naturalidad, indicándole una silla vacía.
Enzo entrecerró los ojos. No le gustaba esa muestra de confianza, no después de todo lo que había pasado con Santiago. Pero no dijo nada. Se obligó a permanecer en silencio, a contener la punzada de celos que lo recorrió al ver cómo Amatista le dirigía la palabra a él y no a él.
Durante la cena, el ambiente siguió siendo tenso. Amatista solo hablaba con Santiago, sin dignarse a dirigirle siquiera una mirada a Enzo. No importaba cuánto intentara provocarla con su presencia o con sus silencios calculados, ella simplemente lo ignoraba.
Finalmente, cuando ya estaban terminando, Enzo dejó su copa sobre la mesa y miró directamente a Santiago.
—Te debo una disculpa —dijo de repente, atrayendo la atención de todos.
Santiago arqueó una ceja, claramente sorprendido.
—¿Por qué?
—Por haberte golpeado —admitió Enzo, sin rodeos—. Y por haber pensado que tú y gatita… —se interrumpió, tomando aire—. Me equivoqué.
Amatista siguió comiendo, sin mostrar reacción.
Santiago se inclinó levemente hacia atrás en su silla, evaluando las palabras de Enzo.
—Bueno, al menos lo admites.
—No solo eso —continuó Enzo—. Me gustaría que dejemos atrás todo ese asunto.
Santiago esbozó una sonrisa ladeada.
—Acepto la disculpa, pero prefiero mantener la distancia.
Los demás en la mesa soltaron una risa baja ante su sinceridad.
—Mientras no quieras matarme otra vez, está bien —agregó Santiago con tono ligero.
—No prometo nada —respondió Enzo, con una media sonrisa.
Facundo intervino con una broma:
—Eso es lo más cercano a la paz que veremos en este siglo.
—Yo diría que deberíamos brindar por este milagro —agregó Alan, levantando su copa.
Todos rieron, excepto Amatista, que siguió comiendo sin inmutarse.
Santiago, aún con una sonrisa, sacó una pequeña caja de su bolsillo y se la extendió a Enzo.
—Este es el motivo real por el que vine.
Enzo tomó la caja con curiosidad y la abrió lentamente.
Dentro, encontró un reloj elegante, hecho con un diseño que reflejaba su estilo a la perfección. No solo tenía una estética increíble con algunas incrustaciones sutiles, sino que, al observarlo más de cerca, distinguió los nombres de sus hijos, Renata y Abraham, grabados con precisión entre los detalles del reloj.
Por primera vez en toda la noche, Enzo pareció genuinamente impresionado. Su mirada se suavizó al recorrer cada detalle de la pieza.
Santiago, sin esperar a que Amatista hablara, aclaró:
—Amatista lo diseñó para ti.
Enzo levantó la mirada, esperando que ella dijera algo, pero Amatista ni siquiera lo miró.
Se quitó su reloj actual sin decir nada y se colocó el nuevo.
—Es perfecto —murmuró, aún admirándolo.
Los demás se inclinaron para observarlo.
—Debo admitirlo, tiene un diseño increíble —comentó Joel.
—Definitivamente, es algo que grita ‘Enzo Bourth’ por todos lados —añadió Emilio con diversión.
Enzo giró la muñeca, observando cómo el reloj reflejaba la luz de la sala.
Finalmente, miró a Amatista y, con voz baja, le dijo:
—Gracias, gatita.
Ella no respondió. Ni un asentimiento, ni una mirada, ni una palabra.
Santiago se puso de pie, listo para irse.
—Bueno, misión cumplida. Es hora de que me retire.
—¿Seguro que no quieres quedarte a dormir? —bromeó Facundo—. Ahora que eres ‘amigo’ de Enzo, podrías aprovechar.
Santiago soltó una carcajada.
Se despidió con un gesto y salió del club.
Enzo permaneció en su asiento, sintiendo la incomodidad de la indiferencia de Amatista clavándose en su piel como un veneno lento. Sabía que había cometido un error al encerrarla. Sabía que había fallado al no escucharla, al no haber capturado a Diego cuando tuvo la oportunidad.
Pero eso no significaba que la dejaría alejarse de él.
Su gatita podía estar molesta, podía rechazarlo y negarle su atención. Pero seguía siendo suya.