Capítulo 80 Destino costa azul
El día del viaje había llegado, y la mansión Bourth estaba sumida en un inusual ajetreo mientras Enzo y Amatista se preparaban para partir. A pesar de las insistencias de Enzo para tomar un vuelo privado, Amatista se negó rotundamente. La sola idea de volar la ponía incómoda, así que él, como siempre, cedió ante su deseo.
—Ocho horas en auto no son nada si puedo pasarlas contigo —dijo Enzo, con una sonrisa tranquila, mientras cargaba las últimas maletas en la parte trasera del vehículo.
Amatista lo miró divertida desde la puerta, apoyada con ligereza en el marco.
—Veremos si sigues opinando lo mismo cuando lleve tres horas dormida y tengas que soportar el silencio. —Su tono era juguetón, pero Enzo se limitó a rodear el auto y abrirle la puerta, haciendo un gesto con la cabeza.
—Sube, gatita. Lo único que me importa es llegar contigo.
La sonrisa que Enzo le dedicó hizo que ella subiera al auto sin rechistar. El trayecto comenzó en silencio. A medida que las luces de la ciudad se desvanecían en el espejo retrovisor, Amatista se acomodó en el asiento, disfrutando del suave movimiento del auto. Poco a poco, el silencio y la calidez del habitáculo hicieron efecto, y sus párpados comenzaron a cerrarse. Enzo la miró de reojo varias veces, sonriendo al ver cómo su cabeza se apoyaba contra el cristal de la ventana, completamente dormida.
—Lo sabía —susurró para sí mismo, entre divertido y resignado.
El resto del viaje transcurrió en calma. Conducir durante horas no era una molestia para Enzo si el destino prometía lo que él esperaba: dos semanas junto a Amatista lejos de las obligaciones y tensiones cotidianas.
Al llegar a Costa Azul ya era de madrugada. El hotel, majestuoso y perfectamente iluminado, se alzaba como una joya frente al mar. Lo curioso era que Amatista no tenía idea de que el lujoso lugar pertenecía a Enzo. Todo estaba preparado, y algunos empleados esperaban en la entrada, listos para recibirlos.
—¿Quiere que la llevemos a la habitación, señor Bourth? —preguntó uno de los empleados con una sonrisa discreta, observando a Amatista dormida en el asiento.
Enzo negó con un gesto, su voz sonó firme.
—Yo la llevo. No necesito ayuda.
El empleado asintió, entendiendo que no debía insistir. Enzo rodeó el auto y abrió la puerta del lado de Amatista, quien seguía profundamente dormida. Con cuidado, la tomó entre sus brazos y comenzó a caminar hacia la suite. Aunque el viaje había sido largo, su fuerza no flaqueó ni un instante; llevarla no era un esfuerzo, sino una especie de declaración silenciosa de lo que ella significaba para él.
Cuando llegó a la habitación, una suite espaciosa y elegante, decorada en tonos claros y con grandes ventanales que ofrecían una vista impresionante al mar, depositó a Amatista con delicadeza sobre la cama. No quiso despertarla. Se quitó la chaqueta y se fue al baño a tomar una ducha rápida, dejando que el cansancio del viaje desapareciera bajo el agua caliente.
La noche transcurrió tranquila, con el sonido del mar como único acompañante.
El sol comenzaba a filtrarse entre las gruesas cortinas de la habitación cuando Amatista despertó lentamente. Parpadeó un par de veces antes de darse cuenta de dónde estaba. La suite era impresionante, pero lo primero que notó fue a Enzo, de pie frente al espejo, ajustándose la corbata con precisión.
—¿Cómo llegué aquí? —preguntó con voz adormilada, frotándose los ojos.
Enzo se giró al escucharla, una sonrisa burlona asomando en sus labios.
—Te quedaste dormida en el auto, gatita. Tuve que cargarte hasta aquí. —Su tono era ligero, pero en sus ojos había un brillo divertido.
Amatista frunció el ceño, fingiendo estar indignada. Se levantó de golpe y, antes de que Enzo pudiera reaccionar, saltó sobre él. Enzo la atrapó con facilidad, sosteniéndola con firmeza por la cintura y riendo ante su repentino impulso.
—Seguro lo disfrutaste, amor —dijo ella, con una sonrisa traviesa mientras sus brazos rodeaban su cuello.
—No lo niego. —respondió Enzo, sosteniéndola sin esfuerzo y dejando que sus manos se posaran en sus glúteos con descaro.
Antes de que él pudiera añadir algo más, Amatista lo interrumpió dándole un beso rápido en los labios.
—¿A dónde vas tan elegante? —preguntó, todavía colgada de él.
—Tengo algunas reuniones que no puedo evitar —respondió Enzo, bajándola con cuidado para que se pusiera de pie—. Pero no te preocupes. Puedes pedir algo a la habitación o bajar al restaurante. Cuando termine, te enviaré un mensaje y saldremos a hacer algo juntos.
Amatista cruzó los brazos y lo miró con fingida seriedad.
—¿Y si no puedo salir de la habitación porque no me bajas? —bromeó, provocando una carcajada en Enzo.
—Gatita, si quieres salir, solo tienes que pedirlo. Pero procura no bajar con algo demasiado llamativo al gimnasio. No quiero que otros te anden mirando.
Amatista rió, negando con la cabeza.
—No te preocupes, amor. Igual todos te miran a ti por lo sexy que eres, pero al final del día, solo me perteneces a mí. —Se inclinó para darle un beso en la mejilla y añadió con un susurro—. Y yo te pertenezco a ti.
Enzo sonrió satisfecho.
—No lo olvides. Siempre serás mía.
Con una última sonrisa, Enzo se marchó, dejando la habitación en completo silencio. Amatista, ahora sola, decidió que lo primero que haría sería darse un baño. Se relajó en la ducha, dejando que el agua caliente aliviara cualquier rastro de cansancio del viaje. Al salir, notó algo que la hizo sonreír: el desayuno ya estaba servido en la habitación. Aunque ella no había pedido nada, estaba claro que Enzo había dejado instrucciones precisas.
—Siempre atento —murmuró para sí misma, sentándose a disfrutar de los alimentos.
Una vez que terminó, decidió ponerse ropa deportiva cómoda y bajar al gimnasio. Llevaba mucho tiempo sin hacer ejercicio, y este viaje era la oportunidad perfecta para retomar su rutina.
El gimnasio del hotel estaba casi vacío, un silencio agradable interrumpido solo por el leve zumbido de las máquinas y la suave música ambiental que se escuchaba a través de los altavoces. Amatista agradeció ese espacio tranquilo. Después de tantos meses sin hacer ejercicio, la idea de compartirlo con demasiada gente la incomodaba un poco. Llevaba puestos unos leggings oscuros y una camiseta deportiva holgada, lo suficientemente discreta como para que nadie la notara demasiado. Aun así, su presencia siempre tenía un peso propio, incluso sin pretenderlo.
Comenzó su rutina con energía, calentando primero y luego pasando de una máquina a otra, concentrada en cada movimiento. Con el cabello recogido en una coleta alta, el sudor apenas humedecía los pequeños mechones que caían a los lados de su rostro. Por momentos, la mente de Amatista divagaba, recordando cómo había terminado en Costa Azul. Dos semanas con Enzo en un lugar así sonaban como el paraíso, aunque sabía que él tendría que lidiar con reuniones y compromisos. Pero eso no la molestaba; al contrario, esta escapada también le daba tiempo para enfocarse en ella misma.
Cuando terminó su rutina y sintió los músculos lo suficientemente cansados como para considerarse satisfecha, decidió regresar a la suite. Tomó una botella de agua y una pequeña toalla, y se dirigió al ascensor, presionando el botón para llamar a la cabina.
Justo cuando las puertas se abrieron, una pareja apareció por uno de los pasillos del gimnasio. La mujer, alta y elegante, vestía ropa deportiva que parecía más una declaración de moda que un atuendo para entrenar. El hombre que la acompañaba llevaba un aire de superioridad apenas disimulado, con su camisa ajustada y actitud confiada. Desde el primer instante, Amatista sintió la incomodidad de su presencia. Esas personas proyectaban una vibra altiva, como si el lugar entero les perteneciera.
Amatista entró al ascensor primero, y, tras un segundo de vacilación, la pareja la siguió. El ambiente se volvió denso al instante, y las miradas rápidas de la mujer —tan evidentes como molestas— no pasaron desapercibidas. Amatista, acostumbrada a lidiar con comentarios hirientes y miradas críticas, mantuvo su expresión serena, con los labios apenas curvados en una pequeña sonrisa de indiferencia.
El silencio se rompió cuando la mujer habló con una voz lo suficientemente baja como para sonar discreta, pero lo bastante alta como para que Amatista pudiera oírla.
—Parece que cualquiera puede entrar aquí últimamente —comentó con una sonrisa fingida, mirando de reojo hacia Amatista como si fuera invisible.
Amatista sintió la punzada del comentario, pero no reaccionó de inmediato. Se limitó a mirar el reflejo de la mujer en el espejo del ascensor con una expresión de calma controlada, como si sus palabras no tuvieran ningún efecto. En su interior, sin embargo, algo ardía. La soberbia de personas como ella siempre le había resultado tan innecesaria como patética.
Respiró hondo y decidió no darle el gusto de una confrontación. Después de todo, no merecía su atención.
—Buenos días —dijo Amatista con voz suave, irónicamente educada, mientras levantaba ligeramente la botella de agua como si brindara con ellos.
La mujer pareció desconcertada, como si no esperara ninguna respuesta. Su pareja, por su parte, hizo un gesto apenas perceptible con los labios, casi una mueca. El silencio volvió a reinar en el ascensor mientras el número de pisos avanzaba lentamente. Amatista notó que la mujer no dejaba de mirarla, estudiándola con esa expresión de superioridad, como si intentara deducir quién era o por qué estaba allí.
—Algunas personas no saben estar en su lugar —murmuró la mujer de nuevo, esta vez sin disimular.
Amatista sonrió para sí, un gesto apenas perceptible que reflejaba su paciencia y seguridad. Sabía cómo eran las personas así: solo necesitaban sentirse más importantes que alguien más para alimentar su ego. Pero lo cierto era que Amatista no necesitaba defenderse con palabras; su sola actitud demostraba que no estaba al mismo nivel que ellos.
Las puertas del ascensor se abrieron en uno de los pisos intermedios. La pareja debía bajarse allí. La mujer lanzó una última mirada crítica antes de salir, y el hombre se detuvo solo un segundo para esbozar una sonrisa sarcástica, como si intentara transmitir un falso agradecimiento por su silencio.
—Que tengas un buen día —dijo Amatista con voz dulce, clavando sus ojos en los de la mujer antes de que esta pudiera decir algo más.
Las puertas se cerraron, y el silencio volvió al ascensor. Amatista suspiró, esta vez con una sonrisa más amplia y sincera.
—Idiotas —murmuró para sí misma, sacudiendo la cabeza con incredulidad.
Se recostó contra la pared del ascensor, observando cómo los números de los pisos ascendían lentamente hasta llegar a la última planta, donde se encontraba su suite. Salió del ascensor sintiendo una ligera satisfacción. Quizá los comentarios de aquella mujer no la habían molestado realmente, pero aún así, no pudo evitar pensar en lo que diría Enzo si se enterara. Él jamás permitiría que alguien la tratara de esa forma, y probablemente toda la arrogancia de aquella pareja se vendría abajo con tan solo una mirada suya.
"Menos mal que no estaba aquí", pensó, sonriendo mientras giraba la llave de la suite.
En otra parte del hotel, en una sala privada de reuniones, Enzo estaba sentado en la cabecera de una mesa larga, su figura imponente proyectaba autoridad sin necesidad de esfuerzo. Los socios y socias presentes discutían con entusiasmo varios proyectos de inversión que abarcaban desde propiedades cercanas a la costa hasta nuevas construcciones de lujo en Costa Azul y otras localidades.
—Enzo, ¿has considerado la oferta para el terreno frente a la playa? —preguntó Pablo, un hombre de mediana edad con voz enérgica—. Podría ser una excelente inversión si lo analizamos a largo plazo.
Enzo, con las manos entrelazadas y los codos apoyados sobre la mesa, asintió lentamente mientras evaluaba la propuesta. A diferencia de los demás, que alternaban entre comentarios relajados y bebidas, él mantenía la misma seriedad y enfoque que siempre lo caracterizaba. No había espacio para distracciones cuando se trataba de negocios.
—La idea tiene potencial —respondió con voz firme y pausada—, pero aún hay que analizar algunos detalles. No voy a comprometer capital en algo que no esté completamente seguro de que funcionará.
Un murmullo de aprobación recorrió la sala. Los presentes sabían que no era sencillo convencer a Enzo Bourth. Su reputación como estratega era impecable, y sus palabras solían marcar la pauta en cualquier negociación.
Mientras Javier y María intercambiaban algunas ideas sobre cómo abordar la adquisición, Enzo echó un vistazo discreto a su reloj. Aunque estaba acostumbrado a este tipo de reuniones, el ambiente empezaba a resultarle tedioso. Los comentarios informales, las risas ligeras y el sonido de las copas no le resultaban atractivos; su mente estaba en otra parte, más precisamente en una suite de los últimos pisos del hotel, donde Amatista seguramente estaría disfrutando de su día.
—Enzo, ¿te pasa algo? —preguntó Leticia de repente, con un tono que pretendía ser casual, aunque su sonrisa delataba otra intención. Leticia era una mujer joven y segura de sí misma, con una personalidad carismática que solía atraer miradas. Llevaba la vida intentando ganarse un poco más de la atención de Enzo, sin éxito.
—Estoy perfectamente —respondió él sin levantar la mirada de los documentos frente a él.
—Porque tenemos una idea —intervino Irene, una de las socias más veteranas, con un tono ligeramente divertido—. Hemos pensado en salir a relajarnos un poco después de esta reunión. Un par de copas en la terraza y quizá algo de música.
—Sí, Enzo —añadió Leticia, insistiendo mientras jugueteaba con una de las servilletas en la mesa—. Podrías acompañarnos. Te vendría bien despejarte un poco.
Algunos de los presentes intercambiaron miradas, siguiéndole el juego a Leticia, aunque con la clara conciencia de que Enzo no era del tipo que se unía a este tipo de propuestas. Gabriel y Milan sonrieron desde sus asientos, a la espera de una respuesta.
Enzo levantó finalmente la mirada, dedicándole a Leticia una expresión neutral pero firme.
—No, gracias. —su voz sonó cordial, pero inquebrantable—. Disfruten ustedes.
—Vamos, Enzo. —insistió Leticia con un tono más coqueto, inclinándose ligeramente hacia él—. Solo un rato. Seguro que nos divertiríamos.
Enzo no cambió su postura, aunque una sonrisa apenas perceptible apareció en sus labios. La paciencia era uno de sus mayores dones, pero cuando tenía un objetivo en mente, resultaba imposible hacerlo cambiar de parecer.
—Pasen un buen rato. Yo tengo otros asuntos que atender. —dijo finalmente, sin ofrecer más detalles.
La firmeza de sus palabras cortó cualquier otra insistencia, y aunque Leticia frunció ligeramente el ceño por un segundo, terminó dejando el tema. Los demás, interpretando su negativa como una señal de que probablemente tenía más negociaciones que atender, cambiaron de conversación y dejaron de presionarlo.
—Siempre tan enfocado en el trabajo, ¿eh, Enzo? —comentó Milan, rompiendo el incómodo silencio con una risa corta.
—Es la clave para que todo funcione. —respondió Enzo con naturalidad, volviendo a centrar su atención en los documentos.
A medida que la conversación se reanudaba con normalidad, Enzo volvió a su posición de líder indiscutido. Sus respuestas, siempre concisas y precisas, marcaron el ritmo de la reunión, pero en el fondo de su mente, su atención seguía dividida. La imagen de Amatista, probablemente en el gimnasio o disfrutando de algún otro rincón del hotel, lo distrajo por un momento.
La reunión terminó unos treinta minutos después. Enzo se levantó de su asiento con elegancia y cerró su carpeta de documentos mientras los demás comenzaban a despedirse y organizar sus planes para la noche.
—Nos vemos mañana, Enzo. —dijo Irene con una sonrisa cordial.
—Descansa, Bourth. —añadió Pablo, dándole una palmada amistosa en el hombro.
Enzo asintió en respuesta y, sin perder tiempo, salió de la sala. Su paso era firme, y su mente, ahora liberada de obligaciones, solo tenía un destino claro: volver a la suite. La idea de verla lo hizo sonreír de manera casi imperceptible mientras recorría los pasillos con la seguridad que lo caracterizaba.