Capítulo 35 Sombras bajo la mansión bourth
La noche en la mansión Bourth estaba impregnada de un silencio inquietante, apenas roto por el murmullo del viento entre los árboles del vasto jardín. Los faroles que bordeaban el camino iluminaban tenuemente la salida de un auto negro que avanzaba con discreción, llevando consigo a Daniel y Joel Sorni.
Dentro del vehículo, el ambiente era tenso. Daniel miraba distraído por la ventanilla, perdido en sus pensamientos, mientras Joel observaba por el retrovisor, como si esperara que algo o alguien los siguiera desde la mansión.
—No lo olvides, Daniel —dijo Joel, rompiendo el silencio con voz firme—. Si Enzo descubre la verdad, no pienso caer contigo. Le diré que fuiste tú quien me pidió los hombres para el ataque.
Daniel asintió lentamente, pero no respondió. Las palabras de Joel apenas lograron rozar la superficie de sus emociones. Su mente estaba atrapada en una revelación que aún lo sacudía: Amatista. La joven no era una desconocida; lo había sabido desde el momento en que la vio. Sus gestos, su mirada… Todo en ella le recordaba a Isabel, la mujer que había amado profundamente y que había perdido trágicamente.
La confesión de Enzo horas antes, sobre el origen de Amatista, había golpeado a Daniel como un rayo. Aunque Amatista misma había asegurado que él no era su padre, el parecido era innegable, y el peso de la posibilidad lo asfixiaba. Ahora, con cada kilómetro que avanzaban lejos de la mansión, crecía en él una amarga culpa. Había intentado golpear a Enzo en su punto más débil, y sin saberlo, había puesto en peligro a su propia hija.
Joel lo miró de reojo, notando su distracción.
—¿Es por ella, ¿verdad? —preguntó con cautela, aunque había cierto sarcasmo en su tono—. La mujer… ¿Es la hija que estabas buscando?
Daniel cerró los ojos por un momento, tratando de encontrar una respuesta.
—No importa lo que sea —murmuró finalmente—. Lo que importa es que cometí un error. Uno que podría costarnos mucho más que la ira de Enzo si no somos cuidadosos.
Joel soltó un suspiro pesado, pero no insistió. El viaje transcurrió en silencio el resto del camino, ambos sabiendo que habían cruzado una línea peligrosa y que el tiempo para corregirlo se estaba agotando.
Mientras tanto, en la mansión Bourth, Enzo y Amatista estaban juntos en la habitación principal. La penumbra envolvía la estancia, apenas iluminada por la tenue luz de una lámpara en la mesita de noche. Amatista estaba recostada sobre el pecho desnudo de Enzo, sus piernas entrelazadas con las de él bajo las sábanas. Él acariciaba suavemente su cabello, disfrutando de la quietud del momento.
—Quiero que sigas quedándote aquí en la mansión —dijo Enzo, rompiendo el silencio. Su voz era baja, pero había una firmeza inconfundible en ella.
Amatista levantó la vista, buscando sus ojos. La cercanía les permitía compartir no solo palabras, sino también emociones que quedaban atrapadas en sus miradas.
—¿Sigues preocupado por Daniel y Sorni? —preguntó ella, con un tono suave pero directo.
—No confío en ellos —admitió Enzo, sin rodeos—. Creo que entendieron mis advertencias, pero no puedo darme el lujo de relajarme. Quiero tenerte cerca, donde sé que estás segura.
Amatista asintió, una pequeña sonrisa curvando sus labios. Entendía la naturaleza protectora de Enzo, y aunque sabía que para otros podría parecer controladora, para ella era una muestra de cuánto la amaba.
—Si necesitas algo para estar más cómoda, solo tienes que pedírmelo —añadió Enzo, inclinándose para besar su frente.
—Lo haré —respondió Amatista, su voz apenas un susurro.
Después de un rato, Enzo se levantó de la cama. Su presencia imponente llenó la habitación mientras buscaba su ropa y comenzaba a vestirse con movimientos calculados.
—¿A dónde vas? —preguntó Amatista, incorporándose un poco y apoyándose sobre un codo.
—Al jardín. Todavía están Massimo, Emilio, Mateo y Paolo —respondió Enzo, abotonándose la camisa.
Amatista soltó una carcajada ligera, llevando una mano a su boca.
—Había olvidado que estaban aquí. Pobres, los abandonaste sin remordimientos.
Enzo sonrió con algo de diversión y se inclinó para darle un beso cálido antes de marcharse.
En el jardín, la atmósfera era mucho más distendida. Los socios de Enzo estaban sentados alrededor de una mesa, acompañados de copas de whisky y una brisa fresca que aliviaba el calor de la tarde. Al verlo regresar, Emilio fue el primero en levantar la voz.
—¡Ah, miren quién regresa! —exclamó con una sonrisa burlona—. Pensamos que ya te habías ido a dormir.
—O que Amatista te convenció de no volver —añadió Mateo, levantando su copa con complicidad.
—Tal vez hizo algo más que convencerlo —intervino Paolo, ganándose una carcajada general.
Enzo tomó asiento, uniendo su sonrisa ligera al coro de risas.
—No podrían sobrevivir sin mí tanto tiempo —replicó, apoyándose con confianza en el respaldo de la silla.
El ambiente era relajado, pero no por eso menos atento. Enzo sabía que, aunque confiaba en estos hombres, en su mundo nunca se podía estar completamente seguro de nadie. Sus socios, por su parte, lo conocían lo suficiente como para saber que detrás de sus sonrisas siempre estaba el líder calculador que había ganado su respeto y lealtad.
La conversación derivó en bromas sobre la devoción de Enzo hacia Amatista, una relación que fascinaba a todos, dado lo poco común que era ver al hombre más temido de la región ceder ante alguien.
—Es increíble cómo esa chica hace lo que quiere contigo —comentó Emilio, riendo—. Si la mitad de tus enemigos supiera lo fácil que te controla, estaríamos perdidos.
—Amatista no me controla —respondió Enzo con calma, aunque el brillo en sus ojos traicionaba su orgullo—. Pero sí sabe cómo hacerme feliz. Y eso es más de lo que puedo decir de la mayoría de las personas.
La risa estalló nuevamente entre ellos, mientras los vasos se llenaban una vez más. Sin embargo, a medida que avanzaba la noche, el tono se volvió más serio.
—¿Y qué pasa con Daniel y Sorni? —preguntó Paolo, dejando su vaso sobre la mesa.
Enzo se tomó un momento para responder, su mirada fija en el horizonte.
—No creo que intenten algo más. Pero eso no significa que dejaré las cosas así.
Los hombres asintieron en silencio. Sabían que las palabras de Enzo no eran una amenaza vacía.
—La cena estará lista en un rato —continuó Enzo, cambiando de tema con un tono más ligero—. Quédense esta noche.
—¿Desde cuándo eres tan hospitalario? —bromeó Mateo, alzando una ceja.
—Desde que prefiero asegurarme de que todos estén bien antes de irse —respondió Enzo con ese tono que hacía difícil contradecirlo.
La noche había caído sobre la mansión Bourth, cubriendo los alrededores de un manto de calma que contrastaba con la intensidad de los días recientes. En el comedor principal, los socios de Enzo y Amatista se reunieron para disfrutar de una cena que, a simple vista, parecía una ocasión para relajarse. Sin embargo, como siempre en ese mundo, las conversaciones nunca se alejaban demasiado de los negocios.
La mesa estaba decorada con elegancia, desde los candelabros de plata hasta los exquisitos arreglos florales. El banquete, preparado por los mejores chefs, era un reflejo de la opulencia característica de los Bourth. Amatista, sentada al lado de Enzo, lucía tranquila, irradiando una serenidad que parecía contagiar a los presentes.
El primero en hablar fue Massimo, rompiendo el silencio con su tono característico de pragmatismo:
—Enzo, hay algo que tenemos que discutir. Ethan nos está haciendo perder demasiado tiempo con lo del terreno. Quizá sea momento de buscar otras alternativas.
Enzo, que sostenía una copa de vino entre los dedos, levantó la mirada hacia él, analizando sus palabras con calma.
—¿Crees que deberíamos prescindir de Ethan? —preguntó, con un dejo de interés.
—Quizás no prescindir de él —intervino Emilio—, pero deberíamos buscar a alguien más que pueda mover las cosas más rápido. No podemos permitir que esto se estanque.
Enzo asintió, como si ya hubiera considerado esa posibilidad. Después de un momento, habló con determinación:
—Mañana en el club de golf podemos planteárselo a Samuel. Estoy seguro de que conoce a alguien con los contactos adecuados para acelerar el proceso.
Los socios intercambiaron miradas de aprobación. La propuesta tenía sentido, y la reunión del día siguiente sería el lugar ideal para discutirlo.
—Me parece perfecto —dijo Mateo, levantando su copa en señal de acuerdo.
Fue entonces cuando Massimo, con una sonrisa ligera, dirigió su atención a Amatista:
—¿Y qué hay de ti, Amatista? ¿También nos acompañarás al club?
La pregunta tomó a Amatista por sorpresa, pero su semblante no lo reflejó. Con suavidad, respondió:
—No lo creo, prefiero quedarme aquí.
Antes de que pudiera decir algo más, Enzo intervino, con una sonrisa leve pero firme:
—Es una buena idea que vengas, gatita. Yo puedo enseñarte a jugar golf.
Amatista lo miró, como si buscara confirmar si realmente hablaba en serio. Finalmente, asintió, su voz tan suave como su expresión:
—Lo que tú quieras está bien, amor.
La cena continuó entre comentarios y risas moderadas. Los socios parecían satisfechos con la dirección que habían acordado, y Amatista permaneció a un lado de Enzo, observando cómo él manejaba cada conversación con la autoridad que lo caracterizaba. Sin embargo, en su mente, las palabras de Enzo resonaban con fuerza.
Cuando la velada terminó, cada socio se retiró a las habitaciones asignadas en la mansión. La tranquilidad volvió a reinar en el comedor vacío, dejando a Enzo y Amatista solos.
Mientras subían a su habitación, Amatista no pudo contener su curiosidad. Deteniéndose en medio del pasillo, lo miró con cierta timidez antes de preguntar:
—¿Realmente quieres que vaya al club contigo?
Enzo se giró hacia ella, con una sonrisa que contenía tanto ternura como decisión. Sin decir nada al principio, la tomó de la cintura, acercándola a él. Sus manos, firmes pero delicadas, recorrieron su espalda mientras su mirada se posaba en los ojos de Amatista.
—Sí, gatita. Quiero que vengas conmigo. A partir de ahora, todos te van a conocer como mi mujer.
Amatista sintió cómo su corazón se aceleraba. Antes de que pudiera responder, Enzo continuó, su voz baja y cargada de promesas:
—Nos vamos a casar, amor, y vamos a tener hijos. Tal como te lo prometí.
Esas palabras iluminaron el rostro de Amatista con una felicidad que no pudo ni quiso ocultar. Sin pensarlo, se acercó a él y le dio un beso lleno de amor y gratitud.
—No sabía que lo decías en serio —dijo ella, todavía con una sonrisa, cuando sus labios se separaron—. Pensé que quedarnos aquí solo sería algo temporal, por el ataque.
Enzo acarició su rostro con una mano, sus dedos recorriendo suavemente su mejilla hasta enredarse en su cabello.
—Ya no quiero ni un segundo más lejos de ti —susurró, con una sinceridad que derritió cualquier duda en Amatista.
Ella lo abrazó con fuerza, apoyando su cabeza en su pecho. Aunque el peligro siempre estaba presente, en ese momento, la certeza de que pertenecía a Enzo era todo lo que necesitaba para sentirse en paz.
En el despacho principal de la mansión Torner, la atmósfera estaba cargada de tensión y el olor inconfundible del licor derramado. Daniel, visiblemente afectado por el alcohol, caminaba de un lado a otro con pasos erráticos mientras apretaba un vaso medio vacío en una mano temblorosa. Frente a él, Marcos, su guardia de confianza, permanecía de pie con una mezcla de preocupación y resignación en el rostro.
—¡Eres un imbécil, Marcos! —rugió Daniel, golpeando el escritorio con el vaso, salpicando unas gotas de whisky en la madera pulida—. ¡Atacaste a mi propia hija! ¡Casi matas a Amatista!
El silencio de Marcos no hizo más que alimentar la furia de Daniel.
—¡Dime algo! —exigió, acercándose a él con pasos torpes. Sus ojos, enrojecidos tanto por el licor como por la rabia, buscaron algún signo de arrepentimiento en el rostro impasible de su subordinado.
—Yo… no sabía que ella estaba allí, señor —respondió Marcos finalmente, con un tono contenido.
—¡Eso no me sirve de nada! —bramó Daniel, lanzando el vaso contra la pared y viéndolo romperse en pedazos—. ¡Era mi hija, maldita sea!
La confesión salió de su boca con un dolor que parecía carcomerle el alma. Daniel retrocedió unos pasos y se dejó caer en el sillón detrás del escritorio, hundiendo el rostro entre las manos. Su voz, aunque ahora más baja, no perdió intensidad emocional:
—Jamás me lo perdonará. Ni siquiera me considera su padre… y tiene razón.
Marcos dio un paso hacia él, como si intentara encontrar las palabras correctas, pero Daniel lo interrumpió con un gesto. Levantó la cabeza, su mirada perdida en algún punto lejano de la habitación, mientras las imágenes de un pasado lleno de errores lo asaltaban.
—No debí dejar que Isabel se fuera… —susurró, más para sí mismo que para Marcos—. Esa maldita decisión nos destruyó a todos. A ella, a mí… y a Amatista.
El nombre de Isabel llenó la habitación como un eco que se negaba a desaparecer. Isabel, la mujer que había amado y perdido. La madre de Amatista, que había huido con su pequeña cuando solo tenía dos años. En ese momento, la culpa golpeó a Daniel como un puñal en el pecho. Se llevó las manos al cabello, apretándolo con fuerza, como si intentara arrancarse los recuerdos.
—Ella nunca me perdonará, Marcos. ¿Cómo podría? —dijo, su voz ahora quebrada—. Nunca estuvo para ella, no cuando me necesitó. Ni siquiera sabe quién soy… porque jamás fui lo que debía ser.
Marcos observaba en silencio, incapaz de ofrecer consuelo. Sabía que Daniel no buscaba palabras de aliento, sino un castigo que nadie más podía darle. El peso de su propia conciencia era más severo que cualquier reproche externo.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Marcos, intentando desviar la conversación hacia algo práctico.
Daniel lo miró, con un brillo oscuro en los ojos. Había ira, desesperación y una determinación enfermiza mezcladas en su mirada.
—Lo que sea necesario, Marcos. Sea como sea, ella será mi hija otra vez. Aunque tenga que destruir a cualquiera que se interponga.