Capítulo 177 Entre la indiferencia y el deseo
La tarde en la terraza transcurría tranquila. Amatista se mantenía concentrada en su libro mientras el sol acariciaba su piel, y Rose había bajado por unos minutos para traerle algo de merienda. Cuando regresó con los panqueques, la limonada y la fruta, Amatista los recibió con gusto, comiendo con más ánimo del que había mostrado en días.
Fue en ese momento cuando Enzo apareció con varias bolsas en la mano. Sin decir mucho, se acercó a Amatista y le entregó tres de ellas.
—Son para ti.
Amatista le dirigió una breve mirada y tomó las bolsas sin siquiera revisarlas.
—Gracias —respondió con tono neutro, volviendo su atención a la merienda.
No hubo emoción en su voz, ni siquiera curiosidad por los vestidos que él había elegido para ella con tanto cuidado. Enzo mantuvo la expresión impasible, pero la indiferencia de Amatista lo atravesó como una punzada.
Luego, sacó una última bolsa y se la entregó a Rose.
—También hay algo para ti.
Rose la tomó con sorpresa y, al revisar su contenido, sus ojos se iluminaron.
—Es precioso… —murmuró, acariciando la tela con una sonrisa sincera—. Gracias, Enzo.
Amatista notó la emoción de Rose y no dudó en elogiarla.
—Te quedará perfecto —dijo con un tono más cálido que el que le había dirigido a Enzo momentos antes.
Él observó la escena en silencio. La indiferencia de Amatista seguía pesando sobre él. Decidió no quedarse más tiempo.
—Disfruten la tarde —se limitó a decir antes de dar media vuelta y retirarse.
A pesar de todo, algo dentro de él se sintió aliviado al verla mejor.
Cuando llegó a la sala principal del club, la escena que encontró le pareció ridícula. Luna y Samara desfilaban con los vestidos que habían elegido por la mañana, girando y pavoneándose en busca de miradas. Los comentarios de Alan, Joel, Facundo y Andrés no tardaron en llegar.
—Nada mal, ¿eh? —bromeó Facundo, dando un silbido.
—Definitivamente saben cómo llamar la atención —añadió Joel con una sonrisa.
Las risas y las bromas se esparcieron por la sala, pero Enzo simplemente dejó escapar un suspiro de aburrimiento. Todo le parecía patético. Caminó hasta uno de los sillones y se dejó caer pesadamente, encendiendo un cigarro y tomando su copa mientras Emilio se sentaba a su lado.
—¿Qué te pasa? —preguntó Emilio con naturalidad.
Enzo exhaló el humo lentamente antes de responder:
—Amatista ni siquiera… es tan indiferente. Me alegra verla mejor, pero... que ni siquiera quiera verme a los ojos me duele.
Emilio lo miró con calma, como si ya hubiera anticipado sus palabras.
—Está dolida —le explicó—. Se esforzó mucho en la investigación y tú insististe en no ponerla en riesgo. Al final, perdimos a Diego. Pero no es eso lo que realmente le duele.
Enzo guardó silencio, escuchándolo.
—Cada día que pasamos sin encontrar a Diego es un día más en el que ella sigue lejos de sus hijos.
El cigarro se consumió un poco más entre los dedos de Enzo antes de que él volviera a hablar.
—Lo sé —admitió con voz baja—. Yo también quiero verlos. Pero no quiero ponerla en peligro solo por atrapar a Diego.
Emilio asintió, entendiendo su punto.
—Entonces dale un poco de tiempo. Y cuando llegue el momento, explícaselo, pero no de una forma posesiva. Hazlo de manera lógica, humana.
Enzo no respondió de inmediato, pero finalmente asintió.
En ese momento, los demás se acercaron a los sillones entre risas y bromas, volviendo a llenar la sala de un ambiente animado. Pero aunque Enzo estaba rodeado de gente, su mente seguía atrapada en una sola persona.
La sala del club estaba llena de conversaciones animadas y risas despreocupadas. Alan y Facundo discutían sobre un negocio reciente, mientras Joel y Andrés hacían bromas sobre las mujeres que seguían modelando sus vestidos.
Enzo, con una copa en la mano y un cigarro entre los dedos, se mantenía en silencio, sumido en sus pensamientos. Sin embargo, el comentario de Joel lo sacó de su ensimismamiento.
—A todo esto, ¿por qué te dio por comprar vestidos esta mañana? —preguntó Joel con curiosidad, alzando una ceja.
Los demás voltearon a mirarlo, interesados en la respuesta.
—Sí, hermano, no es tu estilo regalar ropa —añadió Alan, divertido—. ¿O acaso ahora te dedicas a la moda?
Enzo les lanzó una mirada impasible antes de dar una calada a su cigarro.
—Simplemente me pareció adecuado —respondió con tono indiferente—. Ustedes se entusiasmaron con el catálogo, así que pensé que podía elegir algo más.
Facundo rió.
—Seguro que más de una quedó encantada con el gesto.
Enzo no respondió. En el fondo, sabía que solo una reacción le importaba, pero no tenía intención de seguir con esa conversación.
—Dejen de hacer preguntas innecesarias y sigan bebiendo —zanjó, antes de tomar otro trago de su copa.
Los demás rieron y siguieron con sus comentarios, sin notar que la mente de Enzo ya estaba muy lejos de esa sala.
Mientras tanto, en la terraza, Amatista empezó a removerse incómoda en su silla. Sentía cómo un calor inusual se apoderaba de su cuerpo, subiendo desde el pecho hasta sus mejillas.
—Rose… —llamó con cierta incomodidad—. ¿Qué le pusiste a la comida? Me siento… extraña.
Rose, que estaba acomodando las bolsas a su lado, alzó la vista con curiosidad.
—¿Extraña cómo?
—No sé… acalorada. —Amatista se abanicó con la mano, notando cómo su piel comenzaba a arder.
Rose frunció el ceño y se acercó a la mesa, observando los restos de los panqueques. Su expresión cambió al darse cuenta de su error.
—Mierda…
—¿Qué? —Amatista la miró con desconfianza.
—Creo que me equivoqué con las semillas… —Rose tragó saliva—. Puse unas que son un afrodisíaco bastante potente.
Amatista parpadeó incrédula.
—Dime que estás bromeando…
Rose negó con la cabeza mientras Amatista, desesperada, seguía abanicándose el rostro.
—¡Rose!
—¡Lo siento! No me di cuenta, lo juro —se apresuró a disculparse—. Estaban en el mismo frasco que las otras.
Amatista cerró los ojos con frustración antes de preguntar:
—¿Y ahora qué se supone que haga?
Rose se mordió el labio, pensativa.
—Podrías darte una ducha fría… pero no creo que sirva de mucho.
Amatista notó el tono dudoso de su voz y la miró con sospecha.
—¿Lo mejor es qué…?
Rose hizo una mueca.
—Bueno… ya sabes…
—¡Ni lo digas! —Amatista la interrumpió, horrorizada, antes de suspirar con desesperación.
Rose contuvo una risa nerviosa antes de sugerir:
—Vamos a la habitación, te das un baño y vemos si eso ayuda. Si no… —Hizo una pausa, mirando a Amatista con cautela—. Vas a tener que pedirle ayuda a Enzo.
Amatista apretó los labios, sin querer ni considerar la idea. Pero el calor que sentía era cada vez más insoportable.
—Vamos antes de que me derrita aquí —dijo finalmente.
Rose tomó todas las bolsas y la siguió hasta la habitación.
Una vez dentro, Amatista fue directo al baño y se metió bajo la ducha fría, buscando aliviar la sensación que la consumía. Sin embargo, cuando salió envuelta en una bata, su expresión lo decía todo.
—No solo no mejoré… —murmuró, secándose el cuello con la mano—. Siento mucho más calor.
Rose la observó con preocupación y suspiró.
—Voy a llamar a Enzo. Es la única forma.
Amatista cerró los ojos, mordiéndose el labio con frustración.
—No vayas gritando lo que pasó, por favor.
—Tranquila —dijo Rose con una sonrisa traviesa—. Solo se lo contaré a él… para que venga discretamente.
Amatista asintió, resignada, mientras el ardor en su piel se intensificaba con cada minuto que pasaba.
—¡Rose, dile que se apure! —exigió Amatista, caminando de un lado a otro por la habitación, con la bata apenas sujetándose sobre su piel ardiente.
Su respiración era pesada, su cuerpo palpitaba con una necesidad que no quería reconocer. No entendía cómo algo tan absurdo como unas semillas podía hacerla sentir así. Era desesperante.
—Ya voy, ya voy —respondió Rose, alzando las manos—. Tranquila.
Amatista la fulminó con la mirada, sin el más mínimo rastro de calma en su rostro.
—¡No estoy tranquila!
Rose reprimió una sonrisa y salió de la habitación, bajando con paso apresurado hasta la sala principal del club.
—Enzo —lo llamó con un tono bajo, acercándose a donde él estaba sentado con Emilio y los demás.
Enzo levantó la vista, notando la seriedad con la que Rose lo miraba.
—¿Qué pasa?
Rose dudó un segundo antes de acercarse más.
—Necesito que subas a la habitación de Amatista… ahora.
El ceño de Enzo se frunció.
—¿Le pasó algo?
—Digamos que… tuvo un pequeño accidente con la merienda. —Rose evitó entrar en detalles, pero al ver la impaciencia en los ojos de Enzo, suspiró—. Comió algo que no debía, y ahora necesita tu ayuda.
Enzo la observó por un instante y, aunque no dijo nada, la sombra de una sonrisa torcida apareció en su rostro. Se levantó del sillón, apagó su cigarro y subió las escaleras con calma, disfrutando del momento.
Cuando abrió la puerta, la encontró exactamente como se la había imaginado: desesperada.
Amatista estaba de pie junto a la cama, con las manos apretadas contra su cuerpo, como si tratara de contener lo que la estaba consumiendo. Sus labios entreabiertos delataban su respiración agitada, y aunque su rostro no estaba sonrojado, la tensión en su cuerpo hablaba por sí sola.
—Gatita… —susurró Enzo con diversión—. ¿Qué hiciste ahora?
Amatista lo fulminó con la mirada.
—No es gracioso.
—No, no lo es —admitió Enzo, avanzando lentamente hacia ella—. Pero verte así… me gusta.
Amatista apretó los dientes, intentando mantener la compostura.
—Solo… haz algo.
Enzo ladeó la cabeza, fingiendo confusión.
—¿Algo?
Ella cerró los ojos con frustración.
—No juegues conmigo, Enzo.
Él sonrió, disfrutando cada segundo de su desesperación.
—Solo quiero que me digas qué es lo que quieres.
—Sabes lo que quiero —gruñó Amatista.
—Sí, lo sé. Pero quiero escucharlo de tu boca.
Ella negó con la cabeza.
—No lo diré.
Enzo se acercó aún más, inclinándose hacia su oído, su aliento rozando su piel.
—Entonces no haré nada.
Amatista tembló. Su cuerpo estaba en llamas, su respiración era inestable, y cada segundo que pasaba empeoraba la agonía. Sabía que él no cedería hasta que lo dijera.
Y cuando el ardor en su cuerpo se hizo insoportable, cuando la necesidad la dominó por completo, se rindió.
Con una voz entrecortada, cargada de frustración y deseo, susurró:
—Por favor… hazlo.
Enzo se quedó quieto, observándola. Amatista estaba en pie frente a él, con la bata apenas ajustada a su cuerpo, su respiración errática, su mirada oscura y llena de desesperación. Su orgullo luchaba con la necesidad abrasadora que la consumía, pero él no iba a dárselo fácil. No cuando llevaba tanto tiempo siendo ignorado, rechazado, apartado.
—Dilo —exigió, con voz grave y baja, disfrutando del control que tenía sobre ella en ese instante.
Amatista cerró los ojos con fuerza, mordiéndose el labio. No iba a darle esa satisfacción. No a él.
—No lo diré —susurró, con las últimas fuerzas de su orgullo.
Enzo sonrió con arrogancia. Se acercó lentamente, con la paciencia de un cazador que ya tenía asegurada su presa. Sus manos rozaron la tela de su bata, el calor de su piel traspasando la tela ligera. Amatista tembló, su cuerpo reaccionando al mínimo contacto.
—Gatita… —susurró contra su oído, con un tono que parecía una caricia—. Solo dilo.
Amatista tragó saliva con dificultad. Su cuerpo ardía, su mente se nublaba, y cada roce, cada palabra, cada centímetro que él acortaba la hacía perder más el control. Su orgullo le decía que resistiera, pero la necesidad era más fuerte.
Se aferró a los pliegues de la camisa de Enzo, buscando sostenerse de algo. Y entonces, cuando sintió que no podía soportarlo más, su voluntad se quebró.
—Por favor… hazlo —susurró, su voz temblorosa y llena de desesperación—. Quítame esto, hazme tuya… cógeme…
No terminó de hablar cuando Enzo la tomó entre sus brazos y la besó con fuerza, con ansias contenidas. No había delicadeza en ese beso, solo un hambre feroz que se reflejaba en cada movimiento. Sus manos recorrieron su espalda, deslizándose bajo la tela de la bata, desatándola sin esfuerzo hasta que cayó al suelo, dejándola vulnerable ante él.
Amatista jadeó cuando sintió el frío aire de la habitación contrastar con el ardor de su piel. Enzo la contempló con intensidad, su mirada oscurecida por el deseo, pero también por algo más profundo.
—Siempre serás mía —murmuró contra sus labios antes de volver a besarla, con más suavidad esta vez, como si quisiera saborearla con calma antes de perder el control.
La levantó en brazos con facilidad, llevándola hasta la cama. Amatista sintió el roce de las sábanas contra su piel y su cuerpo reaccionó de inmediato al contacto con él.
No había más espacio para la razón, para el orgullo, para la distancia. Solo quedaba la necesidad brutal que los arrastraba el uno hacia el otro.
Amatista respiraba con dificultad, aún envuelta en la calidez del momento, pero su mente intentaba recuperar el control. Sentía la piel ardiendo, la respiración pesada, y el latido acelerado de su corazón. La luz de la tarde entraba tenue por las cortinas, iluminando la habitación con un resplandor dorado.
Enzo, recostado a su lado, la observaba con aquella mirada intensa que siempre la desarmaba. Su expresión no era solo de satisfacción, sino de posesión, de triunfo.
—Tu cuerpo está mejor —comentó con un tono bajo, deslizando los dedos con pereza por su cintura desnuda—. Ya no estás tan frágil como antes.
Amatista cerró los ojos con frustración, intentando ignorar el escalofrío que le provocaba su toque. No iba a dejar que siguiera con ese juego. Sin decir nada, tomó la sábana y la envolvió alrededor de su cuerpo, levantándose de la cama con decisión.
—Me voy a bañar —anunció, con la intención de alejarse lo más rápido posible.
Pero antes de que pudiera dar un paso, Enzo se incorporó con la misma naturalidad con la que se movía siempre, completamente desnudo, y la sujetó de la muñeca, obligándola a girarse hacia él.
—Cuando bajes a cenar —dijo con voz tranquila, aunque en sus ojos había una orden clara—, usa uno de los vestidos que te compré.
Amatista frunció el ceño.
—No —respondió con firmeza, intentando soltar su muñeca.
Pero Enzo no la dejó ir. Apretó suavemente su agarre, inclinándose un poco hacia ella, con esa expresión arrogante y provocadora que tanto la desesperaba.
—Debes pagarme de algún modo la ayuda que acabo de darte, Gatita —susurró con diversión.
Los labios de Amatista se separaron ligeramente, lista para replicarle, para lanzarle alguna respuesta mordaz, pero su cerebro aún estaba nublado por todo lo que acababa de suceder. Se quedó mirándolo, sintiendo la calidez de su piel contra la suya, la intensidad de su presencia, y supo que no tenía forma de ganar en ese momento.
Exhaló con exasperación.
—Está bien… —cedió, apartando la mirada—. Pero no me molestes más.
Se soltó de su agarre y se dirigió al baño con pasos rápidos, intentando recuperar algo de dignidad.
Enzo la dejó ir, una sonrisa apenas perceptible asomando en su rostro. La había hecho ceder, como siempre. Pero más que el hecho de que llevara el vestido, lo que realmente disfrutaba era que, poco a poco, Amatista comenzaba a reaccionar de nuevo ante él.