Capítulo 17 Promesas que rompen el alma
El reloj marcaba las seis de la mañana, y la luz tenue del amanecer apenas comenzaba a bañar las cortinas gruesas de la habitación. Amatista estaba sentada en la silla junto a la cama, sus ojos fijos en Enzo. Él dormía, pero incluso en el sueño, parecía inquieto, atrapado en una lucha interna que ella no alcanzaba a comprender del todo. Había pasado toda la noche allí, incapaz de cerrar los ojos, perdida en sus pensamientos, enredada en las palabras de Roque.
Las horas transcurridas desde que Enzo se había desplomado en la cama se sentían como una eternidad. Amatista no podía apartar de su mente la conversación que había tenido con Roque, quien, con un tono grave y pausado, le había explicado lo mucho que Enzo sacrificaba para protegerla. No podía evitar sentirse culpable; él cargaba con un peso que ella no lograba imaginar, y su rechazo de la noche anterior, aunque justificado, ahora le parecía cruel.
Suspiró profundamente. Sabía que, una vez más, tendría que ceder. Amaba a Enzo, de eso no tenía dudas. Sin embargo, no podía negar el anhelo que la consumía, un deseo de algo más allá de las paredes que los encerraban. Había llegado a una conclusión: aceptaría su realidad, pero no lo haría sin condiciones.
Amatista acarició el dorso de la mano de Enzo, que descansaba inerte sobre las sábanas. Sus dedos trazaron suavemente las líneas de sus nudillos, sintiendo la tensión acumulada incluso en su sueño. Él era su refugio y, al mismo tiempo, su tormento. Finalmente, decidió que esperaría pacientemente a que despertara; las palabras que debía decirle eran demasiado importantes como para pronunciarlas mientras él estaba en este estado.
Pasado el mediodía, Enzo abrió los ojos con esfuerzo. La luz que se filtraba por la ventana parecía lastimarlo, y Amatista, al verlo, sintió que algo se rompía dentro de ella. Se veía agotado, destruido. Las sombras bajo sus ojos eran más profundas de lo habitual, y su postura rígida traicionaba la tensión que lo carcomía desde el interior.
—Amor —murmuró Amatista suavemente, sentándose a su lado en el borde de la cama—. Déjame ayudarte, por favor.
Enzo no respondió de inmediato. Su mirada, siempre penetrante, ahora parecía distante, como si estuviera luchando por aferrarse a la realidad. Finalmente, asintió débilmente, permitiendo que ella tomara las riendas.
Amatista lo ayudó a levantarse y lo condujo al baño. Había preparado un baño caliente, lleno de aceites relajantes cuyo aroma llenaba el aire con una fragancia calmante. Enzo se dejó guiar en silencio, como si cada paso le costara un esfuerzo monumental. Amatista se arrodilló frente a él, ayudándolo a quitarse la camisa, y luego los pantalones. Cada movimiento era cuidadoso, cargado de ternura, como si temiera que pudiera desmoronarse en cualquier momento.
Cuando Enzo finalmente entró al agua, un suspiro escapó de sus labios, y Amatista sintió un leve alivio. Se sentó en el borde de la bañera, sus dedos acariciando suavemente su cabello mojado. No era el momento de hablar, no todavía. Sabía que primero debía calmarlo, liberar al menos un poco de la tensión que cargaba en los hombros.
El silencio entre ambos era denso, pero no incómodo. Era un silencio lleno de emociones no dichas, de heridas abiertas y promesas rotas.
Después de unos minutos, Enzo murmuró, apenas audible:
—Gatita…
Amatista cerró los ojos al escuchar la forma en que la llamaba, esa palabra que siempre lograba derretir las barreras que ella misma construía. Respiró hondo, recogiendo el valor necesario para decir lo que llevaba toda la noche pensando. Era el momento.
—Amor… —comenzó con un tono suave, tembloroso—. Sé que haces todo esto por mí. Sé que me proteges y que… que no entiendes completamente cómo me siento. Pero…
Enzo la miró, sus ojos oscuros clavándose en los de ella con una intensidad que la hizo vacilar. Siempre tenía ese efecto en ella, como si pudiera desnudar su alma con solo mirarla.
—...también es cierto que no podemos criar niños aquí, en cautiverio. Eso no sería justo, ni para ellos ni para nosotros.
El silencio que siguió a sus palabras fue ensordecedor. Enzo no apartó la mirada de ella, pero no dijo nada. Su expresión era inescrutable, y Amatista no podía saber si estaba enojado, triste o simplemente resignado. Su corazón latía con fuerza, como si estuviera a punto de romperse.
—Sé que no podemos salir ahora —continuó Amatista, tratando de mantener la voz firme—. Y sé que no podremos casarnos. Pero… si me prometes que algún día podremos criar a nuestros hijos fuera de esta mansión, entonces aceptaré quedarme aquí el tiempo que haga falta.
Enzo cerró los ojos, inclinando ligeramente la cabeza hacia adelante. Sus manos, fuertes y callosas, descansaban sobre el borde de la bañera, y por un momento, Amatista temió que no fuera a responder. Pero entonces habló, y su voz era apenas un susurro:
—Te lo prometo, gatita.
Amatista sintió una oleada de alivio, pero también algo más, algo que no podía identificar del todo. Las palabras de Enzo sonaban sinceras, pero había algo en su tono, un matiz de dolor que la inquietaba.
—Haremos todo lo posible para que un día puedas salir sin miedo. Tendremos dos hijos hermosos… porque serán como tú.
Amatista sonrió débilmente, inclinándose hacia adelante para acariciar su rostro. Enzo tomó su mano y la apretó contra su mejilla. Pero en lo más profundo de su ser, él sabía que estaba mintiendo. Sabía que nunca podría cumplir esa promesa, que su mundo era demasiado peligroso, demasiado oscuro para permitir algo tan puro como la libertad que Amatista deseaba.
Aun así, verla sonreír, aunque fuera solo por un instante, hizo que valiera la pena cargar con esa mentira. Era un peso más para su alma, pero era un peso que estaba dispuesto a soportar.
Más tarde, cuando Enzo regresó a su despacho, Amatista se quedó sola en la habitación. Había momentos en los que podía sentirse agradecida por lo que tenía con él, pero había otros, como este, en los que sentía que el amor que compartían era una prisión tanto como un refugio.
Se dirigió a la biblioteca, buscando consuelo entre las páginas de los libros que tanto amaba. Allí, en el silencio, reflexionó sobre todo lo que había pasado. Había cedido nuevamente, había dejado de lado parte de su propia libertad por él. Pero ¿hasta cuándo podría seguir haciendo esto? ¿Cuánto tiempo más podría sostenerse en promesas que quizá nunca se cumplirían?
Una lágrima silenciosa rodó por su mejilla, pero la secó rápidamente. Amatista era fuerte, o al menos intentaba serlo. Había decidido que, mientras estuviera con Enzo, haría todo lo posible por mantener la esperanza viva, aunque fuera solo una chispa en la oscuridad.
Porque lo amaba. Y aunque el amor podía ser una cadena, también era su razón para seguir adelante. Por ahora, eso sería suficiente.
Enzo estaba sentado en su gran silla de cuero negro, detrás del imponente escritorio de caoba que dominaba su despacho. Los últimos rayos de sol se filtraban por las ventanas altas, iluminando apenas los detalles dorados de los marcos y la superficie brillante de la madera. Había pasado horas en reuniones, discutiendo cifras, estrategias y territorios, pero ahora, en la soledad del despacho, el eco de sus pensamientos lo atrapaba.
La promesa que le había hecho a Amatista, una que sabía que jamás podría cumplir, pesaba sobre su pecho como una piedra. Había mentido, y aunque se justificaba pensando que era por su bienestar, no podía ignorar la punzada de culpa que lo carcomía. ¿Cómo podría darle un futuro libre y seguro cuando el mundo al que él pertenecía no conocía la palabra libertad?
Apoyó los codos en el escritorio y entrelazó los dedos, inclinando la frente sobre ellos. Cerró los ojos, pero todo lo que vio fue el rostro de Amatista: su sonrisa tenue, sus ojos llenos de esperanza, la dulzura en su voz cuando le llamaba “amor”. Ella era su todo, la razón de cada acción, de cada sacrificio. Y esa misma razón era la que le impedía siquiera considerar un futuro donde no estuvieran juntos.
—No puedo dejarte ir, gatita —murmuró para sí mismo, su voz apenas un susurro en la vasta habitación. Si algún día ella intentaba escapar, si algún día las promesas no bastaban para retenerla... haría lo que fuera necesario. Cualquier cosa.
Antes de que pudiera profundizar más en esa oscura resolución, la puerta se abrió con un leve crujido. Sus socios, uno tras otro, comenzaron a despedirse. Algunos le daban un apretón de manos, otros inclinaban la cabeza en señal de respeto, todos conscientes de que el día había sido particularmente agotador. Enzo respondió a sus gestos con una ligera inclinación de la cabeza, manteniendo su compostura fría e impenetrable. Era el rostro que mostraba al mundo: el hombre que nunca vacilaba, nunca se rompía.
Cuando la última de las figuras salió, apenas un minuto después ingresaron cuatro hombres que él conocía demasiado bien: Massimo, Emilio, Paolo y Mateo. Sus expresiones reflejaban una preocupación evidente, algo que Enzo no estaba acostumbrado a ver en ellos. Sabía perfectamente qué los había traído allí. El incidente de la noche anterior había dejado una marca, y aunque él lo consideraba un asunto privado, su círculo más cercano parecía no compartir esa opinión.
—Enzo —comenzó Massimo, el primero en hablar, con su tono directo y carente de rodeos—. Lo que pasó anoche... No hemos podido dejar de pensar en ello. Queremos saber si hay algo que podamos hacer.
Enzo levantó la vista, dejando que su mirada imponente recorriera a cada uno de ellos. Massimo estaba serio, su postura rígida como siempre. Emilio tenía los brazos cruzados, pero había una preocupación genuina en sus ojos, algo que Enzo no podía evitar notar. Paolo, más relajado, se apoyaba contra el marco de la puerta, pero incluso él parecía afectado por lo ocurrido. Mateo, por su parte, se mantuvo en silencio, observando atentamente, como si esperara encontrar alguna señal en el rostro de su líder.
—Las cosas ya están bien —respondió Enzo con un tono cortante, dando por cerrado el tema antes de que pudiera avanzar más. No tenía intención de discutir sus emociones ni de permitir que ellos se involucraran en algo que consideraba estrictamente personal. La última cosa que necesitaba era que alguien más interviniera entre él y Amatista.
—¿Seguro? —preguntó Emilio, su tono más suave, casi cauteloso. No era común que alguien desafiara las palabras de Enzo, pero Emilio, con su carácter más empático, no parecía intimidado.
Enzo le lanzó una mirada dura, que dejó en claro que no toleraría más preguntas. Emilio asintió lentamente, entendiendo que cualquier intento de insistir sería inútil.
El ambiente en la habitación se volvió pesado, como si las paredes mismas contuvieran el aire denso de todo lo que no se decía. Enzo se puso de pie, ajustando los puños de su camisa con un movimiento calculado. El gesto fue suficiente para que todos entendieran que el tema estaba cerrado.
—Si ya terminaron con su interrogatorio, tengo una propuesta —dijo finalmente, con un tono que intentaba relajar el ambiente—. ¿Qué les parece si vamos al club? Juguemos una partida de golf. Un poco de competencia siempre ayuda a despejar la cabeza.
La mención del golf pareció surtir el efecto deseado. Massimo asintió con una ligera sonrisa; Paolo soltó una carcajada ligera, como si agradeciera el cambio de tema. Incluso Emilio y Mateo, aunque algo más reticentes, terminaron aceptando.
—Espero que esta vez no te excuses diciendo que el campo estaba en mal estado si pierdes, Massimo —bromeó Paolo, rompiendo finalmente la tensión en la habitación.
—Eso lo veremos, De Luca. Esta vez me aseguraré de que no puedas culpar a los palos por tus tiros fallidos —respondió Massimo con una sonrisa desafiante.
Enzo los observó mientras intercambiaban bromas y comentarios sobre la última vez que habían jugado. Su expresión permanecía serena, pero por dentro agradecía la distracción. Aunque solo fuera por unas horas, el juego le permitiría poner sus pensamientos en orden, planificar los próximos pasos.
Mientras los hombres se dirigían a la salida del despacho, Enzo se quedó un momento atrás. Miró por la ventana, donde el sol ya comenzaba a ponerse, tiñendo el cielo de tonos anaranjados y púrpuras. Sabía que el tiempo que tenía con Amatista no sería eterno, al menos no si ella seguía deseando más. Pero él estaba decidido a luchar, a proteger lo que tenían, incluso si eso significaba encerrar su amor bajo llave.
—Vamos, muchachos —dijo finalmente, enderezándose—. No quiero que se quejen de que les di ventaja porque llegamos tarde.
Con una última mirada al despacho, cerró la puerta tras él, dejando atrás por ahora las sombras de su mente. El juego le daría un respiro, pero las verdades no dichas lo seguirían esperando, siempre al acecho.