Capítulo 37 Encuentros y tentaciones
El café era un refugio vibrante en medio de la ciudad, un lugar donde los aromas dulces se mezclaban con la conversación animada de los clientes. Enzo Bourth y Amatista estaban en el centro de atención, ocupando dos sillas al frente de una mesa amplia. A su alrededor, Massimo, Emilio, Mateo y Paolo los flanqueaban, mientras el resto del grupo, compuesto por hombres y mujeres, se dispersaba más relajado hacia los extremos. Sin embargo, las miradas insistentes de Antonio, Santiago y Pedro permanecían fijas en Amatista.
La atmósfera de la mesa oscilaba entre risas y miradas cómplices. Amatista hojeaba la carta con cierto desinterés, más concentrada en el ruido del ambiente que en la elección de su orden. De pronto, se inclinó hacia Enzo, quien estaba absorto leyendo el menú.
—Amor, ¿puedes decidir por mí? —preguntó con un tono suave, mientras su mano descansaba brevemente en la de él.
Enzo levantó la mirada de la carta, su expresión endurecida suavizándose al instante ante la cercanía de Amatista.
—Por supuesto, gatita. Ve tranquila.
Amatista le dedicó una pequeña sonrisa antes de levantarse, sintiendo las inevitables miradas que la seguían mientras se dirigía al baño. Su andar era elegante, pero en su interior no podía evitar cierta incomodidad. Los ojos de Antonio, Santiago y Pedro eran como flechas, aunque ella ya estaba acostumbrada a ignorar esas atenciones.
Cuando salió del baño, su corazón dio un vuelco al ver a Daniel, el hombre que, aunque lo evitara reconocer, era su padre biológico. Daniel parecía congelado en el lugar, sus ojos clavados en ella con una mezcla de asombro y dolor. A Amatista le llevó unos segundos decidir cómo reaccionar, pero finalmente optó por el camino que le parecía más natural: pasar de largo. Sin embargo, él la detuvo, colocando una mano temblorosa sobre su brazo.
—Espera —murmuró, su voz cargada de una emoción difícil de descifrar.
Amatista se detuvo, girándose hacia él con una expresión fría. No dijo nada, pero su mirada hablaba por sí sola.
—Amatista… —continuó Daniel, sus palabras saliendo a trompicones—. Sé que no tengo derecho a nada, pero… necesito disculparme. Por todo. Por no haber estado… por dejarte sola.
Ella levantó una ceja, como si evaluara si sus palabras merecían su atención.
—¿Disculparte? —respondió, con una frialdad que heló a Daniel—. ¿Ahora? ¿Después de todos estos años? No creo que entiendas lo que significa abandonarte a tu suerte, pero yo sí.
—Yo te busqué —se defendió Daniel, casi desesperado—. Lo hice. Pero…
—Pero te diste por vencido —lo interrumpió ella con amargura—. No tienes que explicarte. Me las arreglé sola antes, y lo seguiré haciendo. No te preocupes por mí.
Antes de que él pudiera replicar, Amatista se giró y se alejó, dejando a Daniel plantado en medio del pasillo. Su figura rígida ocultaba el torbellino de emociones que la embargaban. Al pasar por el vestíbulo, un par de hombres la observaban con evidente interés.
Maximiliano y Mauricio Sotelo ocupaban el centro de atención en una mesa de esquina, rodeados de amigos y conocidos. Los dos hombres, siempre impecablemente vestidos y con un porte que imponía respeto, eran conocidos por ser expertos en captar miradas y hacerlas suyas. Entre risas y comentarios intrascendentes, la atención de ambos hermanos se desvió por completo cuando Amatista cruzó el salón.
Vestía una remera de mangas cortas que dejaba entrever su cintura, una pollera corta que acentuaba la delicadeza de sus movimientos y unas zapatillas blancas que le conferían un aire juvenil, casi despreocupado. Su cabello, recogido en una coleta alta, oscilaba ligeramente con cada paso, enmarcando su rostro sereno, pero de una belleza cautivadora.
El salón parecía quedar en silencio para ellos. Maximiliano fue el primero en reaccionar, inclinándose ligeramente hacia su hermano.
—¿La viste? —preguntó, bajando la voz como si temiera que alguien más se diera cuenta de su descubrimiento.
Mauricio, que estaba acomodando su copa de vino, levantó la mirada justo cuando Amatista pasó cerca de su mesa. El aroma fresco y floral que la acompañaba lo alcanzó, provocándole una ligera sonrisa.
—Imposible no verla —respondió, dejando la copa sobre la mesa sin apartar los ojos de ella—. No es como las demás. Hay algo… distinto.
—Distinto y peligroso, diría yo —intervino Sofía, una mujer elegante que compartía la mesa con ellos y había notado las miradas de los Sotelo—. Esa chica no parece del tipo que caiga fácilmente en sus juegos.
Maximiliano esbozó una sonrisa confiada mientras sus ojos seguían a Amatista.
—Eso lo hace más interesante.
Amatista, sin percatarse del escrutinio, pasó cerca de la mesa de los Sotelo. Su andar era relajado pero firme, y la forma en que parecía ajena a las miradas masculinas que la seguían solo aumentó el interés de los hermanos.
—Tiene carácter —murmuró Mauricio, entrecerrando los ojos, como si intentara descifrarla—. No es como esas mujeres que están aquí para ser vistas.
—Eso significa que será un reto —añadió Maximiliano, ajustándose el nudo de la corbata con una sonrisa de satisfacción—. ¿Qué te parece si hacemos una apuesta?
Mauricio levantó una ceja, divertido.
—¿Otra vez con tus apuestas?
—Vamos, hermano. Veamos cuál de los dos la hace caer primero. —Maximiliano alzó su copa hacia Mauricio, esperando su respuesta.
Mauricio soltó una carcajada breve y alzó la suya en señal de acuerdo.
—Hecho. Pero esta vez, seré yo quien gane.
Ambos intercambiaron una mirada cómplice, mientras Sofía negaba con la cabeza, riendo.
—Espero que sepan lo que hacen. Esa chica no parece estar interesada en ninguno de ustedes.
—No estar interesada aún —corrigió Maximiliano, su sonrisa transformándose en un gesto malicioso—. Dales tiempo a los hermanos Sotelo.
Mientras tanto, Amatista continuó su camino sin notar las miradas que atraía. Los Sotelo no pudieron seguir sus pasos hacia la mesa de Enzo Bourth, rodeada de hombres de gran presencia y poder. A sus ojos, ella había desaparecido entre la multitud, pero eso no detendría sus planes.
—¿Tienes alguna idea de quién es? —preguntó Mauricio, mientras volvía a tomar un sorbo de su bebida.
—Aún no —respondió Maximiliano, cruzando las piernas con elegancia—. Pero lo sabremos. Y cuando lo hagamos, será más fácil acercarnos.
Lo que ignoraban era que la joven que acababan de convertir en su desafío personal no era una figura cualquiera en el club. Amatista pertenecía a Enzo Bourth, un hombre con el que era mejor no cruzarse, y cuyos celos y posesividad no daban lugar a bromas ni apuestas.
Enzo hojeaba la carta con calma, su mirada recorriendo cada opción mientras pensaba en lo que Amatista disfrutaría. Tras unos momentos de reflexión, eligió una limonada de frutillas y una porción de torta liviana, convencido de que aquello sería perfecto para ella. Cuando Amatista regresó a la mesa, la incomodidad que había experimentado con Daniel ya parecía desvanecerse, y sus ojos brillaron al ver lo que Enzo había pedido.
—¡Amor, esto es perfecto! —exclamó, sonriendo de inmediato al ver la elección de Enzo, olvidando el mal rato que había vivido antes.
Enzo sonrió de vuelta, complacido, mientras la atraía hacia él con un gesto de cariño, posando su mano en su cintura.
—Lo sé, gatita —respondió con confianza—. Siempre sé lo que necesitas.
Amatista, sintiéndose segura en su presencia, le relató en voz baja su encuentro con Daniel, aunque intentaba mantener la calma. Enzo la escuchó atentamente, percibiendo la ligera molestia en su tono. Mientras acariciaba su mano, no pudo evitar notar las risas provenientes de la mesa de sus amigos cercanos: Massimo, Emilio, Mateo y Paolo, quienes conversaban animadamente.
—¿Siguen con esas bromas? —preguntó Enzo con una sonrisa divertida, girando hacia ellos mientras sus ojos brillaban con diversión.
Massimo, siempre el más extrovertido, respondió entre risas.
—¡Claro! Dejarnos solos en el jardín fue lo mejor que hicieron ayer.
Amatista, recordando el momento, soltó una pequeña risa, mientras Enzo fruncía ligeramente el ceño, pero sin perder la sonrisa.
—¿Lo crees? Yo estaba ocupado atendiendo a mi esposa —comentó, ligeramente irónico, sin desviar la mirada de sus amigos—. Ustedes podían haberse esperado.
El tono de Enzo provocó una nueva ronda de carcajadas entre los amigos. Mateo, siempre el más bromista, extendió la mano hacia Amatista de forma exageradamente formal.
—Señora Bourth, ¿me permite su mano un momento?
Amatista, divertida, extendió la mano sin saber qué esperar. Mateo la tomó con una seriedad completamente exagerada, suspirando profundamente antes de soltar un comentario dramático.
—¡No hay anillo! ¿Cómo es posible que no lleve un anillo?
Las risas estallaron alrededor de la mesa, y Enzo, rápido para responder, miró a todos con una sonrisa traviesa.
—Nos casamos cuando tenía diez años. Mi padre ofició la ceremonia.
El comentario sorprendió a Emilio, quien levantó una ceja, evidentemente divertido.
—¿Y no le pediste permiso a ella?
Enzo se encogió de hombros con esa mezcla de despreocupación y orgullo que lo caracterizaba.
—No lo hice. Pero luego ella aceptó. ¿Verdad, gatita?
Amatista, sonrojándose un poco por la atención, asintió con una sonrisa tímida, mirándolo con una mezcla de cariño y diversión. La mesa estalló de nuevo en carcajadas, y el ambiente se llenó de calor y camaradería.
—Eso explica mucho —comentó Paolo, con una sonrisa divertida—. Enzo siempre consigue lo que quiere.
Amatista, sintiéndose un poco abrumada, pero al mismo tiempo halagada, no pudo evitar sonrojarse aún más. Sin embargo, las bromas y la naturaleza relajada de la conversación pronto hicieron que se sintiera más cómoda.
—Aunque, en serio, lo que pasó en el jardín... ¡fue épico! —añadió Massimo, sin dejar de reírse.
—No lo dudo —respondió Enzo, sonriendo con suavidad, sin perder el toque de complicidad que compartía con sus amigos. Sin embargo, su mirada hacia Amatista no dejó de ser protectora y tierna, como si el mundo entero se desvaneciera cuando estaba con ella.
La conversación continuó entre bromas y risas, y aunque Amatista había entrado un poco tensa, la cálida atmósfera de la mesa y la tranquilidad de Enzo la hicieron sentir como si nada pudiera alterarla.
Amatista le pidió a Enzo algo de dinero para comprar unas galletas que había visto en el mostrador de la cafetería. Enzo asintió con una sonrisa divertida, entregándole el dinero con un rápido beso en los labios, mientras seguía sentado en la mesa. Amatista, contenta por el permiso, se levantó y se dirigió al mostrador.
Al cruzar por el lugar, se topó con los hermanos Sotelo, Maximiliano y Mauricio, quienes ya estaban de pie, dirigiéndose al campo de golf. Esta vez, ellos no pudieron evitar observarla con más detenimiento. Los dos hombres se miraron entre sí, impresionados por su belleza, aunque no sabían quién era. "Es realmente hermosa, ¿no crees?", comentó Maximiliano en voz baja. "Sí, pero no la conocemos", respondió Mauricio, intrigado, ambos decididos a intentar conquistarla más adelante.
Mientras Maximiliano y Mauricio se alejaban, se cruzaron con la mesa de Enzo. Se acercaron a saludarlo y, como es habitual, lo invitaron a unirse a ellos para jugar una partida de golf. Enzo aceptó la invitación, pero les indicó que iría en unos momentos. Los hermanos, junto a los otros socios: Sofía, Diana, Luciano, y Martín, se dirigieron al campo de golf mientras esperaban a Enzo para iniciar el juego.
Mientras tanto, Amatista regresaba con la bolsa de galletas en la mano, mostrando una expresión de triunfo que hizo reír a Enzo. "¿Te resististe a las galletas?" le dijo Enzo, con una sonrisa en el rostro. Amatista, alzando la bolsa como un trofeo, le respondió riendo: "No pude resistirme." Enzo se rió también, disfrutando de su compañía y de cómo siempre lograba conseguir lo que quería.
Enzo le comentó que los estaban esperando en el campo de golf, pero Amatista, tranquila, le sugirió que se adelantara, ya que ella quería ir al baño a refrescarse. Enzo aceptó, le dio un beso en la mejilla y le pidió que no tardara mucho.
Enzo se dirigió hacia el campo, donde comenzaron la competencia de inmediato, entre bromas y charlas de negocios. Mientras tanto, Amatista, disfrutando del pequeño capricho de las galletas, se dirigía al campo de golf, donde Maximiliano y Mauricio la vieron acercarse. Con una galleta en la mano, caminaba despreocupada, lo que llamó nuevamente su atención. Ellos intercambiaron miradas de interés, creyendo que ella se acercaba a ellos por algún tipo de interés.
Sin embargo, justo en ese momento, Enzo, que había terminado su golpe, vio a Amatista acercándose y, con una sonrisa de reproche, la tomó de la cintura. "¿Las galletas no eran para la casa?", le preguntó, pero Amatista, divertida, respondió riendo: "No pude resistirme." Enzo, divertido por su respuesta, soltó una carcajada. Los hermanos Sotelo, al ver la interacción entre ellos, no pudieron evitar mirarse sorprendidos, sin comprender del todo la relación que existía entre ellos.
Enzo, al darse cuenta de que era el momento, aprovechó para hacer las presentaciones: "Les presento a Maximiliano y Mauricio, a Luciano, a Martín, y a Sofía y Diana", dijo mientras se refería a sus socios. Luego, con una sonrisa tranquila, se dirigió a Amatista y, con seguridad, agregó: "Y ella es mi esposa, Amatista." Las palabras de Enzo causaron un pequeño revuelo, especialmente entre los hermanos Sotelo, que no esperaban esa revelación, pero, sin embargo, se mantuvieron cordiales y sonrieron.