Capítulo 170 Cazador y presa
El celular de Enzo vibró en su mano, anunciando la llegada del mensaje de Maximiliano. Sin perder tiempo, deslizó el dedo por la pantalla y abrió el archivo adjunto: un mapa detallado con las rutas posibles que Diego podría utilizar para atacar o escapar.
— Aquí está — dijo, levantando la vista hacia los hombres reunidos en la oficina de Guevara.
Emilio, Alan, Joel, Facundo y Andrés se acercaron para observar la información. Enzo amplió el mapa sobre la mesa, señalando con el dedo los puntos clave.
— Diego tiene tres opciones — explicó Enzo, con voz firme—. Esta primera ruta lo llevaría hacia la carretera principal, pero es riesgosa para él porque está demasiado expuesta. Si piensa con lógica, la descartará.
Emilio asintió, cruzándose de brazos.
— Entonces nos quedan dos opciones más.
— Exacto. La segunda ruta es más discreta — continuó Enzo—. Un camino rural que lo sacaría de la ciudad sin ser visto. Si intenta escabullirse después de atacar, es probable que lo use.
— ¿Y la tercera? — preguntó Facundo.
— Esta — Enzo señaló un punto en el mapa— lo llevaría directo a una zona industrial abandonada. Tiene suficientes estructuras para cubrirse y podría intentar resistir ahí si siente que lo estamos siguiendo.
Alan soltó una risa corta.
— Es un idiota si cree que puede enfrentarse a nosotros en una emboscada.
— No lo subestimes — advirtió Enzo—. Está desesperado, y un hombre acorralado puede hacer cualquier cosa.
Mientras el grupo continuaba discutiendo posibles estrategias, Amatista se acercó más a la mesa, observando el mapa con atención.
— Entonces, hay dos caminos principales que podría tomar — dijo con seriedad—. Pero si esperan a que él haga su movimiento, podrían perderlo.
Enzo alzó la mirada.
— No lo perderemos.
Amatista frunció el ceño.
— ¿Y si sí? Sabes que es astuto, ha logrado evadirlos antes. Esta es una oportunidad única para atraparlo. Si lo dejamos escapar, podría desaparecer, y les tomará semanas, quizás meses, volver a encontrarlo.
Enzo negó con la cabeza.
— No vas a salir, Gatita. No pienso ponerte en riesgo.
Amatista soltó un bufido.
— No estoy diciendo que me dejes salir a buscarlo sola, Enzo. Pero podríamos usarme para atraerlo.
La tensión en la sala se hizo palpable. Todos sabían que esa sugerencia no le iba a gustar a Enzo.
— No — la respuesta de Enzo fue cortante, sin margen de discusión.
Amatista cruzó los brazos, molesta.
— ¿Por qué no?
— Porque no.
— ¡Pero es una idea lógica! — insistió ella, con frustración—. Si Diego cree que estoy sola o vulnerable, va a intentar atraparme. Podemos usar eso en nuestra ventaja.
Enzo se acercó más, su mirada oscura y dominante clavándose en la de ella.
— No voy a usar a mi mujer como carnada.
— No soy tu mujer — replicó Amatista, desafiante.
El aire en la habitación pareció congelarse. Enzo entrecerró los ojos, su mandíbula marcada tensándose por la rabia contenida.
— Gatita…
— No voy a quedarme sentada mientras ustedes lo buscan — insistió ella, con firmeza—. Este problema también es mío.
— No — repitió Enzo, con la voz cargada de autoridad—. No te pondrás en peligro por esto.
Amatista chasqueó la lengua, molesta, y desvió la mirada. Sabía que discutir con Enzo cuando se ponía en ese estado era inútil, pero eso no evitaba que la frustración la consumiera.
— Eres un necio.
— Y tú una terca. Pero no te preocupes, Gatita — se inclinó un poco, su voz descendiendo a un murmullo solo para ella—. No lo dejaré escapar.
Amatista lo fulminó con la mirada, pero no dijo nada más. Enzo ya había tomado una decisión, y nadie podía hacerlo cambiar de opinión.
Emilio, que había observado la discusión con una mezcla de diversión e incomodidad, soltó una risa breve.
— Bueno… parece que eso está decidido. Entonces, ¿cuál es el plan sin usar a Amatista como carnada?
Enzo se enderezó, recuperando su actitud fría y estratégica.
— Nos dividiremos en dos equipos. Uno cubrirá la carretera rural, y el otro la zona industrial. Lo atraparemos antes de que tenga la oportunidad de escapar.
Amatista cruzó los brazos y miró a Enzo con una mezcla de incredulidad y frustración.
— ¿De verdad vas a cubrir las rutas así porque sí?
Enzo la miró con seriedad.
— Diego tiene que salir por algún lado. Lo atraparemos antes de que lo haga.
Amatista negó con la cabeza, exasperada.
— No vino aquí para escapar, Enzo. Vino para atacarnos. ¿Por qué se iría si no consigue lo que quiere?
El silencio que siguió fue pesado. Emilio, Alan, Joel, Facundo y Andrés intercambiaron miradas, considerando las palabras de Amatista.
— No voy a ponerte en peligro — insistió Enzo, con un tono definitivo.
Amatista soltó un suspiro brusco, acercándose a él con una mirada desafiante.
— ¿Y qué crees que va a pasar cuando Diego no nos vea salir?
Enzo entrecerró los ojos.
— Se desesperará.
— No, se irá — lo corrigió Amatista—. Si no nos ve salir, va a saber que algo está mal. Va a sospechar que lo estamos esperando. ¿De verdad estás dispuesto a dejarlo escapar por no querer escucharme?
Los socios comenzaron a asentir, viendo la lógica en sus palabras. Emilio chasqueó la lengua, rascándose la barbilla.
— Tiene sentido, Enzo. Si Diego ve que ustedes dos no aparecen, va a darse cuenta de que algo no cuadra.
Alan se cruzó de brazos.
— Y si se va, nos quedamos con las manos vacías.
Joel miró a Enzo con seriedad.
— Necesitamos asegurarnos de que ataque. Y la única forma de hacerlo es que Amatista salga de aquí — dijo Joel con seriedad.
— No solo yo — interrumpió Amatista, mirando fijamente a Enzo —. Diego espera que salgamos los dos. Si quiere atacarnos, tiene que verme contigo. Es lo que espera.
Enzo fulminó a todos con la mirada, su mandíbula marcada apretándose con fuerza. Odiaba admitirlo, pero Amatista tenía razón. Diego no era un idiota, y si percibía la mínima señal de que las cosas no estaban a su favor, desaparecería.
Pero eso no significaba que la iba a poner en peligro.
— No — dijo de nuevo, firme.
Amatista soltó una risa seca.
— No seas testarudo.
— No seas imprudente — replicó Enzo, sin apartar la mirada de la suya.
El ambiente en la habitación estaba cargado de tensión. Enzo no iba a ceder fácilmente, pero todos sabían que no podían permitirse perder esta oportunidad.
Facundo fue el primero en hablar después del pesado silencio.
— Entonces, ¿qué hacemos? ¿Lo dejamos escapar?
Todos miraron a Enzo, esperando su respuesta. Su mandíbula se tensó mientras reflexionaba, sin apartar la vista de Amatista. Ella tenía razón, y eso lo frustraba. Pero no iba a arriesgarla.
Sin decir nada, Enzo se acercó a Guevara con movimientos calculados.
— ¿Tienes a alguien con la contextura física de Amatista? — preguntó en voz baja.
Guevara ladeó la cabeza y miró a Amatista de reojo antes de asentir.
— Revisaré. Dame un momento.
Amatista frunció el ceño, cruzándose de brazos con desconfianza. Pero Enzo simplemente regresó a su lugar, sin revelar sus intenciones.
Minutos después, Guevara regresó acompañado de una joven. No se parecía en nada a Amatista, pero con la vestimenta adecuada y algo de cobertura, podría engañar a Diego lo suficiente para que mordiera el anzuelo.
Los ojos de Amatista se abrieron con furia al instante.
— No… No, Enzo. No puedes hacer esto — dijo en tono bajo, intentando mantener la calma.
Él la ignoró.
— Diego no es estúpido. Si nota algo extraño, si sospecha lo más mínimo, no tomará las rutas de escape. Se irá. Y no lo volveremos a encontrar en mucho tiempo.
— No voy a ponerte en peligro — declaró Enzo con frialdad.
— ¡No hagas esto! — Amatista se tensó, dispuesta a alejarse, pero Enzo fue más rápido.
La sujetó con firmeza y, a pesar de su forcejeo, la alzó sin esfuerzo.
— ¡Enzo, suéltame, maldito necio!
No le respondió. La llevó a una de las salas de interrogación y cerró la puerta detrás de él con un golpe seco.
— Dame tu ropa.
Amatista lo miró con incredulidad.
— ¿Estás demente?
Enzo se quitó el saco y lo dejó sobre la mesa. Luego, con expresión impasible, avanzó un paso más hacia ella.
— Te lo quitaré yo si es necesario.
Los ojos de Amatista brillaron de rabia.
— Eres un maldito… — siseó, pero sabía que lo decía en serio.
Con un bufido de frustración, se deshizo de la ropa con movimientos bruscos, hasta quedar en ropa interior. Tomó el saco de Enzo y se lo colocó, cerrándolo con fuerza sobre su cuerpo expuesto.
Enzo la observó por un instante, satisfecho de que cediera, antes de abrir la puerta.
— Guevara, que no salga hasta que todo termine.
— ¡Enzo! — gritó Amatista, furiosa, corriendo hacia la puerta justo cuando él la cerraba. Golpeó la superficie de metal con los puños, maldiciéndolo con cada palabra.
Enzo volvió a la oficina con calma, como si nada hubiera pasado. Tomó la ropa de Amatista y se la entregó a la chica que Guevara había traído.
— Póntela. Te cubriremos lo suficiente para que parezcas ella.
Cuando la chica comenzó a vestirse, Enzo miró a su equipo con decisión.
— Haremos lo que Amatista dijo. Le haremos creer a Diego que salimos juntos en el auto. Plantaremos hombres en los puntos estratégicos. La idea es atraparlo antes de que pueda atacar.
Enzo ajustó el retrovisor antes de encender el motor. A su lado, la chica vestida como Amatista mantenía la mirada fija en la carretera, nerviosa. Guevara salió junto a ellos, con un archivo en la mano, saludando a Enzo con una ligera inclinación de cabeza.
— Mantente alerta — murmuró Enzo al pasar junto a él, tomando el archivo sin siquiera mirarlo.
Guevara asintió y dio un par de pasos hacia atrás, asegurándose de que el engaño se viera lo más natural posible.
El auto se deslizó por las calles, avanzando en dirección al primer punto donde Diego supuestamente atacaría. Enzo mantenía la mirada al frente, sujeta al volante con una tensión apenas perceptible.
Al llegar, redujo la velocidad y escaneó el área. La radio se encendió con un chasquido.
— ¿Algún movimiento? — preguntó con voz baja.
Las respuestas fueron unánimes.
— Nada por aquí.
— No se ve actividad sospechosa.
— Zona despejada.
Enzo siguió conduciendo.
El segundo punto estaba cerca. A medida que se acercaban, su mandíbula se tensó. Se mantenían alerta, esperando cualquier indicio de que Diego mordiera el anzuelo.
— ¿Algo? — preguntó con calma, pero con urgencia.
— Negativo.
— Todo sigue igual.
Pero Diego estaba ahí.
Desde la distancia, observaba el auto con prismáticos, listo para atacar. Sin embargo, algo no encajaba.
Frunció el ceño, ajustando el enfoque. Había visto a Amatista muchas veces, había estudiado cada uno de sus movimientos. Pero la mujer que estaba en el asiento del copiloto… no se movía igual. La forma en que mantenía las manos, la postura de su cuerpo… Algo estaba mal.
Enzo lo había engañado.
Diego dejó escapar una maldición entre dientes y bajó lentamente los prismáticos. No podía quedarse ahí. Si lo habían estado esperando, significaba que sabían que atacaría. Y si sabían eso… lo estaban cazando.
Con un movimiento rápido, se giró y comenzó a retirarse con cautela. Pero en cuanto dobló la esquina, su instinto le gritó que no estaba solo.
Un hombre estaba ahí.
Vestía de civil, pero Diego reconoció la forma en que lo miraba. No era un transeúnte cualquiera. Era un guardia de Enzo.
No dudó.
En un movimiento fluido, sacó su arma y disparó. El guardia apenas tuvo tiempo de llevarse una mano al pecho antes de desplomarse.
Diego corrió.
Subió a su auto y arrancó a toda velocidad, desapareciendo entre las calles.
Mientras tanto, Enzo llegaba al tercer punto. Miró de reojo a la chica que tenía al lado, completamente tensa.
— ¿Algún movimiento? — preguntó una vez más.
Pero la radio solo le devolvió el mismo eco de siempre.
— Nada.
Enzo golpeó el volante con frustración.
— ¿Qué demonios está pasando?
Un segundo de silencio, y luego una voz grave a través del radio.
— Señor… creo que Diego se dio cuenta.
La piel de Enzo se heló.
— ¿Cómo lo sabes?
— Encontramos a uno de los nuestros con un disparo. Está muerto.
El auto se llenó de un silencio pesado. Enzo cerró los ojos un momento y exhaló por la nariz.
— Rastréenlo. ¡Ahora!
Guevara intervino de inmediato.
— Me encargo de revisar las cámaras de seguridad. Dame un minuto.
Pasaron los segundos, cada uno más agónico que el anterior. Finalmente, la voz de Guevara regresó, con un tono de frustración.
— Pudimos seguir el rastro en un par de calles… pero lo perdimos. Se metió en una zona sin cámaras.
Enzo giró bruscamente el auto y aceleró de vuelta a la dependencia.
Diego se les había escapado.
Las cámaras de seguridad mostraban cada movimiento con la precisión que solo la tecnología podía ofrecer. Guevara se encontraba frente a las pantallas, ajustando el ángulo de las grabaciones mientras observaba, con la mirada fija, lo que Diego había hecho.
En la pantalla, Diego aparecía claramente, observando con detenimiento el auto que circulaba por la calle. La cámara lo seguía mientras sus ojos se estrechaban al notar algo extraño. No había forma de ignorar lo que veía: la mujer en el asiento del copiloto no era Amatista.
Diego ajustó los prismáticos, se dio cuenta de inmediato y comenzó a moverse de forma cautelosa, retirándose del lugar antes de ser detectado. El video era claro: el hombre que Enzo había enviado para vigilarlo no tuvo tiempo de reaccionar antes de que Diego lo matara.
Guevara dejó escapar un suspiro, frustrado. Sabía que Amatista había tenido razón, pero no podía dejar de sentir que todo había caído en picada.
En ese momento, Emilio, Alan, Joel, Facundo y Andrés llegaron apresuradamente, entrando en la sala con el rostro tenso.
— Guevara, ¿qué pasó? — preguntó Emilio, la preocupación evidente en su voz.
Guevara, con un gesto que reflejaba su frustración, señaló la pantalla.
— Amatista tenía razón. — Dijo, sin apartar la vista del monitor. — Diego se dio cuenta de que era una trampa y se retiró.
En la pantalla, la grabación mostraba a Diego girando rápidamente y disparando al guardia que lo había reconocido. Era claro: Diego había estado esperando que fuera una emboscada y, al saber que lo habían atrapado, decidió escapar.
Los demás se quedaron en silencio, procesando la información.
Enzo y la chica regresaron a la dependencia, y al bajar del vehículo, se dirigieron directamente hacia la oficina de Guevara. Enzo, con una expresión sombría, no dijo una palabra mientras caminaba hacia la sala. La chica a su lado intentaba esconder la incomodidad, sabiendo que todo el plan había fracasado.
Al entrar en la oficina, Enzo se acercó a Guevara, mirando fijamente la pantalla.
— ¿Qué salió mal? — preguntó con voz fría, pero cargada de frustración.
Guevara giró la silla hacia él, señalando el video.
— Amatista tenía razón. — Repitió, viendo a Enzo a los ojos. — Diego vio la trampa. Sabía que algo no cuadraba. Se dio cuenta de que no era ella y se retiró.
Enzo respiró con pesadez, las manos apretadas en los puños.
— ¿Y ahora qué? — preguntó, sin apartar la mirada de Guevara.
— Ya he dispuesto a los oficiales. En cuanto sepamos algo, nos avisarán. — Guevara respondió, su tono serio y profesional.
Enzo asintió, aunque la rabia seguía burbujeando bajo su superficie.
— Que rastreen a Diego. Pongan a todos los oficiales que tengan en la calle. No puede haberse ido muy lejos.
Guevara asintió, rápidamente tomando nota para dar las instrucciones a su equipo.
Mientras tanto, en la sala de interrogaciones, Amatista seguía encerrada. Solo llevaba el saco de Enzo, el frío de la habitación le calaba los huesos. Sabía que, en cualquier momento, Enzo entraría por esa puerta y le diría que Diego se les había escapado.
La preocupación la dominaba. Las fotos de la investigación, todo el material que habían usado, todo eso había sido obra de Diego. Eso solo podía significar una cosa: Diego los había estado siguiendo durante mucho más tiempo del que creían.