Capítulo 168 Interrogatorio a amatista
Mientras tanto, en una sala de interrogatorios, Amatista permanecía sentada en una mesa de metal, con una oficial de pie a su lado. Aunque intentó preguntar varias veces por qué estaba ahí, la mujer no le respondió.
Después de varios minutos, la puerta se abrió y una mujer de aspecto serio entró en la sala. Se presentó como la investigadora Lara Mendoza y le dedicó una sonrisa condescendiente.
— No te preocupes, Amatista. Sabemos que lo que has vivido ha sido grave, pero estamos aquí para ayudarte.
Amatista frunció el ceño, confundida.
— ¿A qué se refiere?
La investigadora la miró con lástima.
— Sabemos que Enzo Bourth te ha tenido en cautiverio, amenazándote para que no te alejes de su lado. Pero ya no tienes que temer. Vamos a hacer que todo el peso de la ley caiga sobre ese criminal.
Amatista sintió un golpe de incredulidad.
— Eso es mentira —respondió con firmeza—. Enzo jamás me secuestró ni me amenazó. Él me ama.
La investigadora suspiró, como si hablara con una niña que no entendía la gravedad de la situación.
— Eso es lo que tú crees porque Enzo ha jugado con tu mente, pero ahora podrás ser libre. —Lentamente, tomó las manos de Amatista en un gesto de consuelo.
Amatista apartó sus manos con molestia.
— ¡Esto es una estupidez! Yo no soy una cautiva de Enzo.
La investigadora deslizó un sobre con varias fotos sobre la mesa.
— ¿Y esto?
Amatista miró las imágenes. Eran fotos de ella en la mansión del campo, siempre con dos guardias a su alrededor.
— Sabemos que Enzo te tenía encerrada ahí. Esos guardias estaban ahí para impedirte salir.
Amatista exhaló con frustración.
— No es así. Yo vivía ahí. Y esos guardias estaban ahí para protegerme, no para retenerme.
La investigadora ladeó la cabeza.
— Entiendo tu confusión. Pero escucha, Amatista. Enzo no te ama. Nadie que te ame te aleja así de tu familia.
Amatista sintió un escalofrío de furia.
— ¡¿De qué familia hablas?! —soltó, con una risa irónica—. Al menos debiste investigar antes de venir con este cuento. Mi madre, Isabel, murió cuando yo tenía cuatro años. Y no supe quién era mi padre hasta el año pasado, cuando decidí abrir la carta que mi madre me dejó. —Se inclinó sobre la mesa, mirándola con desafío—. Y además, ni siquiera era mi padre, porque resultó que mi madre tenía un amante y yo soy hija de él.
La investigadora parpadeó, claramente sorprendida.
Luego, como si tratara de recomponerse, desvió la conversación.
— Está bien. —Tomó una carpeta y sacó otra foto—. Entonces, dime… ¿quién te golpeó en la frente?
Amatista se puso tensa. Sabía a dónde quería llegar con esa pregunta.
— Salía del hospital con mis hijos cuando unos hombres se acercaron a robar. Uno de ellos me golpeó violentamente y cuando me defendí, se enojó aún más.
Se levantó la remera, mostrando el moretón en su costilla, aunque ya más curado, aún visible.
La investigadora la miró fijamente, como si evaluara cada palabra.
— ¿Puedes describir a esos hombres?
Amatista ni siquiera titubeó. Describió con precisión a Diego y a su cómplice, sin mencionar sus nombres.
La investigadora tomó nota y luego cruzó los brazos.
— ¿Y por qué no lo denunciaste?
— Porque no lograron robarnos nada y mis hijos recién nacidos estaban en el auto. Solo pensé en llevarlos a casa.
La investigadora la miró en silencio por un momento antes de asentir. Luego, recogió sus papeles y salió de la sala.
Afuera, su compañero la esperaba.
— ¿Qué piensas? —le preguntó él.
Lara Mendoza suspiró.
— No tiene el perfil de una víctima de secuestro.
Su compañero asintió.
— Entonces, lo mejor será presionar al acusado.
Lara miró de reojo la puerta de la celda donde estaba Enzo.
— Vamos a ver cuánto tarda en quebrarse.
Los pasos resonaban con fuerza en los pasillos de la dependencia policial. Dos oficiales escoltaban a Enzo Bourth hasta una sala de interrogatorios. No le dieron opción a negarse. Él, sin embargo, no opuso resistencia. Caminó con su característico aire de superioridad, con las manos esposadas al frente pero con la mirada firme, como si fuera él quien controlaba la situación.
Cuando entraron en la sala, los oficiales lo hicieron sentarse en una silla metálica. Un espejo unidireccional cubría una de las paredes. Enzo sabía que alguien más estaba detrás de ese cristal, observando.
Frente a él, Lara Mendoza y su compañero tomaron asiento. Ambos desplegaron una carpeta sobre la mesa. Mendoza apoyó los codos en la superficie y entrelazó los dedos, inclinándose ligeramente hacia adelante.
— Señor Bourth —comenzó con voz serena—, sabemos lo que ha estado haciendo.
Enzo alzó una ceja, sin emoción.
— Ilumínenme.
La investigadora abrió la carpeta y deslizó una serie de fotos frente a él.
— Mantuviste cautiva a Amatista Fernández bajo amenaza. La tenías aislada en una mansión, sin contacto con el exterior, con guardias que impedían su salida. Tenemos testigos, pruebas. No podrás negarlo.
Enzo miró las fotos con indiferencia. Eran imágenes de la estancia donde había protegido a Amatista, tomadas desde algún punto lejano. Nada en ellas demostraba lo que estaban insinuando.
— Confiesa ahora —continuó Mendoza—. Coopera con nosotros y podríamos ayudarte.
Enzo soltó una carcajada seca y se recargó contra el respaldo de la silla, sin dejar de mirarla con esa expresión arrogante que lo caracterizaba.
— ¿Ayudarme? —repitió con burla—. No necesito su ayuda.
La investigadora suspiró y cruzó los brazos.
— Bourth, entiende que la situación es grave. Si sigues negándote, esto solo empeorará para ti.
Enzo entrecerró los ojos. Su paciencia estaba al límite.
— No voy a repetirlo —dijo con voz gélida—. Solo hablaré con el comisario Guevara.
Los dos investigadores intercambiaron miradas.
— El comisario está ocupado.
— Me da igual. Llámenlo. Él vendrá.
El compañero de Mendoza chasqueó la lengua con fastidio.
— Eres arrogante, ¿sabes? Crees que con un chasquido de dedos la gente va a correr a obedecerte.
— Porque lo hacen —replicó Enzo con frialdad—. Y ustedes lo harán también.
El silencio se instaló en la sala. Mendoza lo observó con atención, tratando de encontrar una grieta en su postura. Pero Enzo Bourth no era un hombre fácil de quebrar.
Finalmente, la investigadora suspiró, cerró la carpeta y se puso de pie.
— Lo dejamos en tus manos. Pero recuerda algo, Bourth… tarde o temprano, todos caen.
Enzo sonrió de lado.
— No todos.
Sin más, Mendoza y su compañero salieron de la sala, dejando a Enzo solo. Él se reclinó en la silla, con una expresión imperturbable. No tenía dudas de que Guevara aparecería. Y cuando lo hiciera, las reglas del juego cambiarían.
En una oficina iluminada por luces frías, Mendoza y su compañero, Héctor Salazar, se reunieron con otros dos agentes para discutir la situación. Sobre la mesa había informes, fotografías y notas escritas a mano. El ambiente era tenso.
— Amatista Fernández no parece una víctima típica —comentó Salazar, recargándose en el escritorio con los brazos cruzados—. No está asustada, no evita mencionar a Bourth y lo defiende con seguridad.
— Podría ser porque está muy afectada —intervino una de las agentes—. Es común que las víctimas desarrollen una conexión con su captor, especialmente si hubo manipulación psicológica de por medio.
Mendoza frunció el ceño.
— Puede ser, pero no estoy convencida. Fernández no muestra signos de alguien que ha sido quebrada emocionalmente. Habla con firmeza, su discurso no tiene fisuras. No duda.
— En cambio, Enzo Bourth es otra historia —dijo Salazar—. Es demasiado arrogante. No cree que podamos tocarlo y, francamente, con la cantidad de contactos que tiene, no me sorprendería que lograra salir de esta sin consecuencias.
Mendoza apretó la mandíbula.
— Entonces lo mejor será presionar por otro lado.
— ¿Quieres volver con Fernández?
— Exacto. Si logramos quebrarla, si logramos que dude, si logramos que se derrumbe, podríamos hacer que admita algo que nos sirva contra Bourth.
Salazar asintió lentamente.
— Vale la pena intentarlo.
Sin perder tiempo, ambos se dirigieron nuevamente a la sala de interrogatorios donde Amatista seguía esperando. Cuando Mendoza entró, notó que la joven no parecía ansiosa ni confundida. Seguía sentada con la espalda recta, los brazos cruzados y la mirada firme.
Mendoza tomó asiento frente a ella y le dedicó una sonrisa comprensiva.
— Lamento la espera, Amatista. Quería darte un momento para reflexionar sobre todo esto.
Amatista no respondió. Solo la observó con una expresión neutra.
— Sé que es difícil aceptar la verdad cuando has vivido bajo tanta presión —continuó Mendoza—. No tienes que sentirte culpable. Enzo Bourth ha jugado con tu mente, ha hecho que creas que lo necesitas, que no puedes vivir sin él.
— ¿Eso cree? —preguntó Amatista, alzando una ceja con burla.
— No te estoy juzgando —siguió Mendoza con suavidad—. Solo quiero ayudarte. Si nos dices la verdad, podemos protegerte.
Amatista sonrió, pero no de manera amigable.
— ¿Protegerme de qué?
— De él.
Amatista negó con la cabeza.
— ¿De verdad están tan desesperados por hacerme encajar en su historia? —preguntó con ironía—. Enzo no me secuestró, no me obligó a estar con él y mucho menos me amenazó.
— Es normal defender a tu captor —intervino Salazar—. No te culpo, pero tienes que darte cuenta de lo que realmente te ha hecho.
Amatista apoyó los codos en la mesa y los miró con una sonrisa paciente.
— Escuchen bien. No soy una víctima. No estoy manipulada. No necesito que me digan qué sentir ni qué pensar.
Mendoza suspiró y deslizó una de las fotos frente a ella.
— Entonces explícame esto.
Era una imagen de la estancia donde había vivido, con los guardias vigilándola. Amatista apenas miró la foto antes de alzar la vista.
— No hay nada que explicar. Vivía allí porque quise. Los guardias estaban para protegerme, no para retenerme.
— Eso es lo que tú crees —insistió Mendoza—. Pero en realidad, él te convenció de que lo necesitabas, de que él era la única opción para ti.
Amatista exhaló con paciencia.
— Si de verdad creen que me van a hacer dudar con psicología barata, están perdiendo el tiempo.
Mendoza entrecerró los ojos, analizándola. Sabía que estaban en un punto muerto.
— ¿Por qué lo defiendes?
Amatista se inclinó un poco hacia adelante.
— Porque, a diferencia de ustedes, yo sí sé la verdad.
Mendoza y Salazar intercambiaron miradas. No iba a ser tan fácil como pensaban.
En la oficina donde los investigadores se habían reunido antes, Mendoza dejó caer un bolígrafo sobre la mesa con frustración. Salazar, con los brazos cruzados, la observó en silencio mientras revisaban nuevamente las declaraciones de Amatista.
— Nada de esto tiene sentido —soltó Mendoza finalmente—. Si realmente fuera una víctima, ya habríamos visto al menos una fisura en su discurso. Alguna contradicción. Algo.
Salazar asintió, aunque su expresión reflejaba la misma frustración.
— No parece estar en negación, tampoco en pánico. No tiene miedo ni duda. Y si lo que dice es cierto, lo que tenemos no es suficiente para incriminar a Bourth.
— A menos que esté demasiado afectada para darse cuenta de su propia situación —intervino una de las agentes que los acompañaban—. Deberíamos llamar a un psicólogo para que la evalúe.
Mendoza exhaló con cansancio.
— Es una opción, pero hasta ahora no tenemos indicios claros de que esté bajo una manipulación psicológica severa. Lo que sí sabemos es que Bourth es un problema. Es arrogante y no cree que podamos tocarlo.
— Entonces volvamos con él —propuso Salazar—. Veamos si sigue con la misma actitud o si el tiempo encerrado empieza a hacerle efecto.
Con un leve asentimiento, Mendoza se puso de pie, y junto con Salazar, regresaron a la sala de interrogatorios donde Enzo seguía sentado con la misma expresión indescifrable. Parecía tan relajado como si estuviera en la comodidad de su oficina, y eso los irritó aún más.
Mendoza tomó asiento frente a él y entrelazó las manos sobre la mesa.
— Sigues teniendo la oportunidad de hablar, Bourth.
Enzo ladeó la cabeza con una sonrisa leve.
— ¿Para qué? ¿Para que intenten convencerme de que hice algo que no hice?
Salazar se apoyó en la pared con los brazos cruzados.
— Tenemos pruebas.
Enzo soltó una risa baja y sin humor.
— No tienen nada.
Mendoza chasqueó la lengua, perdiendo la paciencia.
— No te hagas el listo, Bourth. Solo estamos tratando de ayudarte.
Enzo se inclinó ligeramente hacia adelante, apoyando los codos sobre la mesa.
— No necesito su ayuda. Solo hablaré con el comisario Guevara.
Mendoza y Salazar intercambiaron miradas. Estaban perdiendo el tiempo.
— De acuerdo —dijo Mendoza finalmente, poniéndose de pie—. Quédate aquí. Pero no creas que esto ha terminado.
Sin más, ambos salieron de la sala. Apenas habían dado unos pasos cuando vieron a dos hombres caminar por el pasillo con seguridad. Uno era un hombre de traje impecable, con una expresión fría y calculadora. El otro, un poco más atrás, era Emilio, con su rostro impasible.
— ¿Quiénes son? —preguntó Salazar, aunque ya intuía la respuesta.
Mendoza suspiró con frustración.
— El abogado de Bourth. Y su mano derecha.
La dinámica estaba a punto de cambiar.
El sonido seco de la puerta al abrirse llamó la atención de Enzo. Sin perder la compostura, levantó la mirada y observó a su abogado entrar, con Emilio siguiéndolo de cerca. Ambos tenían la misma expresión impasible, la clase de rostro que no delataba nada.
El abogado, un hombre de traje impecable, tomó asiento frente a Enzo, mientras Emilio se quedó de pie, apoyado contra la pared con los brazos cruzados.
— ¿Algún problema? —preguntó el abogado en un tono calmado, pero con filo.
Enzo sonrió de lado.
— Ninguno que no pueda resolverse rápido.
Emilio frunció el ceño levemente.
— Esto no tiene sentido.
— No lo tiene —afirmó Enzo—. Lo que significa que alguien está moviendo los hilos.
El abogado no respondió de inmediato, solo sacó su teléfono y comenzó a revisar algo. Emilio, por su parte, analizó a Enzo, quien mantenía su postura relajada, aunque cualquiera que lo conociera lo suficiente notaría la tensión sutil en su mandíbula.
— Necesito que llames a Guevara —le dijo Enzo a su abogado—. Quiero que acaben con esta estupidez antes de que mi paciencia se agote.
El abogado asintió sin discutir.
— Me encargaré de eso.
Enzo desvió la mirada hacia Emilio.
— Tú ve a ver cómo está Amatista.
Emilio se enderezó y asintió una sola vez antes de girarse para salir.
—
Emilio avanzó por los pasillos de la dependencia con el mismo aire de autoridad que tenía en cualquier otro lugar. Su expresión era fría y su paso decidido, como si no existiera la posibilidad de que le negaran nada.
Se detuvo frente a un escritorio donde un oficial revisaba unos papeles.
— Quiero ver a Amatista Fernández.
El oficial levantó la vista y pareció medirlo por un momento antes de negar con la cabeza.
— No es posible.
Emilio entrecerró los ojos.
— ¿Por qué?
— Está por hablar con un psicólogo. No puede recibir visitas.
Emilio mantuvo su expresión neutra, pero su mirada se endureció.
— ¿Un psicólogo?
El oficial asintió.
— Es el protocolo en estos casos.
Emilio no dijo nada más. Simplemente giró sobre sus talones y se alejó, con la mandíbula tensa.
Esto ya no era solo un malentendido. Alguien estaba jugando con las piezas, y él pensaba averiguar quién.
Emilio regresó rápidamente a la sala donde Enzo aún se encontraba, y al entrar, el ambiente pesado de la habitación parecía haber aumentado. Enzo no había cambiado su postura, pero la tensión era palpable.
— ¿Y? —preguntó Enzo sin levantar la mirada, como si ya supiera lo que Emilio iba a decir.
Emilio dejó escapar un suspiro frustrado y se acercó a él.
— No pude verla. El oficial me dijo que está por hablar con un psicólogo, y nadie puede visitarla hasta que termine. —respondió Emilio con un tono que denotaba una mezcla de desconcierto e irritación.
Enzo frunció el ceño, mirando a Emilio por un breve segundo antes de volver a su posición en la silla.
— ¿Un psicólogo? ¿Por qué diablos necesita hablar con un psicólogo? —murmuró, más para sí mismo que para Emilio.
Emilio negó con la cabeza, sabiendo que nada de esto tenía sentido, pero antes de poder profundizar más en la situación, el abogado de Enzo irrumpió en la conversación.
— Guevara estará aquí en 30 minutos —informó el abogado mientras se acercaba a la mesa, su rostro serio pero calmado—. Ya he hablado con él. Vamos a poner fin a esto de inmediato.
Enzo asintió con la cabeza, sin mostrar la más mínima sorpresa.
— Lo sé —dijo, ahora mirando fijamente al abogado—. Esto no debería durar mucho más.
Con una mirada rápida, Enzo volvió a enfocarse en Emilio.
— No sé qué demonios están jugando, pero voy a necesitar respuestas pronto.
Emilio se cruzó de brazos, observando a Enzo.
— Lo sé. Estoy convencido de que algo más grande está pasando.
En ese momento, el abogado se levantó de la silla, preparando todo para la llegada de Guevara.
— Vamos a aclarar esto, Bourth. No dejaré que te sigan pisoteando así.
Enzo solo asintió, su mirada dura. Aunque sabía que Guevara llegaría para poner las cosas en su lugar.