Capítulo 33 Un día en la mansión bourth
El sol apenas comenzaba a filtrarse a través de las pesadas cortinas de la habitación principal de la mansión Bourth cuando Amatista abrió los ojos. Un leve rayo iluminaba el rostro de Enzo, que dormía profundamente a su lado. La luz jugaba con sus rasgos, resaltando su expresión relajada, una que pocas veces mostraba despierto. Amatista no pudo evitar sonreír al observarlo. Había algo en la paz de esos momentos que hacía que su corazón se sintiera completo.
Con movimientos cuidadosos, extendió una mano para acariciar suavemente su rostro, trazando el contorno de su mandíbula y luego pasando sus dedos por su cabello despeinado. La calidez de su piel bajo su mano le daba una sensación de seguridad y pertenencia que no podía explicar con palabras. Finalmente, decidió levantarse para empezar el día, pero al moverse, Enzo reaccionó instintivamente. Antes de que pudiera alejarse, su brazo rodeó su cintura con firmeza, sujetándola contra él.
—¿A dónde crees que vas, gatita? —murmuró Enzo, su voz ronca por el sueño mientras abría un ojo para mirarla.
Amatista dio un pequeño respingo, no esperando que estuviera tan alerta. Luego, dejó escapar una risita nerviosa.
—No quería despertarte, amor. Solo iba a levantarme... —susurró, pero el tono persuasivo de Enzo no le permitió terminar la frase.
—Quédate un poco más —dijo él, jalándola hacia su pecho y rozando sus labios contra los suyos.
Aunque inicialmente sorprendida, Amatista se relajó en sus brazos, dejando que su cercanía llenara la habitación con una calidez palpable. Enzo continuó acariciando su espalda antes de decidir finalmente que ambos debían comenzar el día.
—Vamos, gatita. Nos damos un baño y bajamos juntos —dijo, depositando un beso en su frente antes de llevarla al baño.
Una vez listos, bajaron juntos al comedor. La mano de Enzo se mantenía firmemente en la parte baja de la espalda de Amatista mientras cruzaban los pasillos de la mansión. En el comedor, después de un breve beso de despedida, Enzo se dirigió a su despacho, mientras Amatista optó por ir a la cocina. Allí, se encontró con Mariel, quien estaba organizando los utensilios para la preparación del desayuno.
—Buenos días, Mariel —saludó Amatista con una sonrisa amable. La mujer se giró, algo sorprendida por la cercanía de la joven. —Quería disculparme por cómo te trató Enzo anoche... él no debió hablarte así.
Mariel suspiró, mostrando una mezcla de resignación y aprecio.
—Señorita Amatista, no se preocupe por mí. Estoy acostumbrada, y el señor Enzo solo busca protegerla —respondió, pero Amatista insistió.
—Aun así, no es justo. Además, quería preguntarte algo... —Amatista bajó la mirada, casi como si temiera la respuesta—. ¿Recuerdas algo sobre mi madre?
El rostro de Mariel se suavizó con una expresión nostálgica. La conversación tomó un giro más personal cuando la mujer comenzó a relatar lo que recordaba de Isabel, la madre de Amatista. Hablaron por largos minutos mientras Mariel preparaba un té con panes dulces, sabiendo que eran los favoritos de Amatista cuando era niña. La calidez de esas memorias hizo que los ojos de la joven brillaran, a la vez que sentía una punzada de tristeza por la ausencia de su madre.
En el despacho, Enzo discutía con Roque. Su tono era cortante y autoritario, como siempre cuando hablaban de negocios.
—Quiero que sigas recabando información sobre los Sorni y los Torner. No quiero sorpresas —dijo Enzo, recostándose en su silla de cuero negro mientras observaba a Roque con intensidad.
—Lo haré, señor. Pero, ¿qué haremos con ellos si deciden moverse? —preguntó Roque.
—Lo resolveremos cuando llegue el momento. Ahora necesito saber cada uno de sus movimientos. No quiero que nada pase desapercibido.
Mientras tanto, en la mansión Torner, Daniel hablaba por teléfono con Sorni. La conversación estaba cargada de tensión. Daniel, siempre calculador, trataba de convencer a Sorni de desligarse del ataque previo y fingir que alguien más lo había ordenado, usándolos como pantalla. La propuesta era arriesgada, pero Daniel sabía que presentarse en persona en la mansión Bourth era la única forma de ganar tiempo y, tal vez, evitar la ira de Enzo.
—Acepto —dijo Sorni finalmente, consciente de que desafiar a Enzo podría costarle más de lo que estaba dispuesto a perder.
La tarde en la mansión Bourth transcurría bajo un aire denso, cargado de la tensión que flotaba en el ambiente. El jardín, decorado con esmero, parecía un cuadro pintado con los tonos cálidos del atardecer que se reflejaban en la fuente central. Bajo la sombra de un imponente roble, Enzo estaba reunido con Massimo, Emilio, Paolo y Mateo, alrededor de una mesa rústica de madera. Sobre la mesa descansaban copas de cristal llenas de licor, junto a una jarra de agua con rodajas de limón y menta. La conversación giraba en torno a negocios, pero era evidente que las tensiones del día anterior seguían presentes.
A un lado, Catalina, Lara y Daphne ocupaban unas sillas auxiliares, escuchando con aparente interés. Catalina y Lara sabían que su presencia allí era meramente tolerada debido al ataque reciente. Daphne, en cambio, parecía aprovechar cualquier oportunidad para destacarse. De vez en cuando, lanzaba miradas insinuantes a Enzo, buscando captar su atención.
Finalmente, Daphne tomó la iniciativa, inclinándose hacia él con una sonrisa cargada de intenciones.
—Enzo, deberías relajarte. Tienes un porte magnífico incluso en medio de tanta presión —dijo con un tono meloso, atreviéndose a posar su mano en el respaldo del sillón donde él estaba sentado.
La reacción fue inmediata. Enzo alzó la mirada, fría y cortante como una navaja.
—Daphne, ¡aléjate! —espetó con un gruñido bajo, pero lleno de autoridad.
El impacto de sus palabras cayó como un balde de agua helada. Daphne retrocedió con rapidez, intentando salvar algo de dignidad mientras su rostro enrojecía de vergüenza. Emilio carraspeó para aliviar la tensión, mientras Paolo disimulaba su incomodidad observando la copa entre sus manos.
Desde la cocina, Amatista observaba la escena con una mezcla de curiosidad y diversión mientras conversaba con Mariel. El dulce aroma de las galletitas recién horneadas llenaba el aire, y frente a ella descansaba un plato lleno de las pequeñas delicias.
—¿No vas a probarlas? Las hice especialmente suaves —comentó Mariel con una sonrisa.
Amatista asintió, tomando una galletita y llevándosela a la boca. Pero antes de disfrutarla completamente, una voz grave la llamó desde el jardín.
—¡Gatita! —La voz de Enzo era clara y profunda, como una melodía que no podía ignorar.
Amatista tomó otra galletita del plato y salió con paso ligero hacia el jardín, el césped fresco bajo sus pies descalzos. El vestido sencillo de algodón que llevaba ondeaba ligeramente con la brisa.
Al acercarse a la mesa, Enzo la recibió con una mirada más relajada, dejando entrever una leve sonrisa.
—¿Te comiste las galletitas sin esperarme? —bromeó, arqueando una ceja.
Amatista se rió con suavidad, levantando el trozo que quedaba en su mano.
—No sabía que había reglas para comer galletas. ¿Quieres una? —le ofreció con una sonrisa juguetona.
Enzo negó con la cabeza y la tomó de la cintura con firmeza, atrayéndola hacia su regazo.
—Eres incorregible, amor. Y todavía descalza... —murmuró mientras sus ojos recorrían sus pies desprotegidos.
—Lo siento, prometo portarme bien —dijo ella en tono dulce, inclinándose para darle un beso en la mejilla.
—Sabes que no puedo enojarme contigo por mucho tiempo —murmuró Enzo, acariciando el brazo de Amatista, deteniéndose un momento en el moretón que aún decoraba su piel, recuerdo del ataque a la mansión.
Amatista se acomodó contra su pecho, sus manos acariciando distraídamente su cabello y su torso. De vez en cuando, le regalaba un beso en la mejilla o el cuello, completamente ajena a las miradas furtivas de Daphne, que hervía de enojo.
—Parece que alguien encontró la forma de calmar a la bestia —comentó Mateo con una sonrisa traviesa, señalando a Enzo.
—Deberías darnos el secreto, Amatista. A algunos nos vendría bien acercarnos sin que nos saque a gritos —agregó Paolo con una carcajada, lanzando una mirada burlona hacia Daphne.
Amatista sonrió con dulzura, jugando con los botones de la camisa de Enzo.
—No hay secreto. Tal vez solo tienen que ser un poco más cariñosos —respondió, lanzándole una mirada cargada de inocencia.
Los hombres rieron, mientras Daphne apretaba los labios con disgusto.
Enzo, que no soltaba a Amatista, se inclinó ligeramente hacia ella.
—Daphne no necesita consejos. Si vuelve a acercarse, no habrá más advertencias —murmuró en voz baja, solo para que Amatista lo escuchara.
Ella no respondió, limitándose a acariciar suavemente el cabello de Enzo, como si su simple gesto pudiera borrar cualquier incomodidad.
Con el tiempo, la conversación de negocios continuó, y Amatista comenzó a aburrirse. Apoyó su cabeza en el hombro de Enzo, cerrando los ojos. Los murmullos monótonos de estrategias y alianzas la arrullaron, y poco después se quedó dormida, sus brazos relajados alrededor de él.
—Parece que la aburriste, Bourth —comentó Emilio con una sonrisa burlona.
—Eres un experto en hacer que cualquiera caiga rendido —agregó Paolo, levantando su copa en un gesto de falso brindis.
—Tal vez deberías llevarla a la habitación antes de que se resfríe —sugirió Massimo, divertido.
Enzo negó con la cabeza, acomodando mejor a Amatista entre sus brazos.
—Está bien aquí. No pienso moverme.
Catalina, que observaba la escena con una sonrisa pícara, lanzó un comentario atrevido:
—Nadie te la va a robar, Enzo. Puedes dejarla en la habitación tranquila.
Enzo le lanzó una mirada fulminante que la hizo callar al instante.
Poco después, Mariel apareció con una bandeja de bebidas frescas. Al ver a Amatista dormida, se acercó con cautela.
—Don Enzo, creo que sería mejor que la llevara adentro. Estar así mucho tiempo puede hacerle daño.
—Tráeme una manta —respondió Enzo, tajante.
Mariel asintió sin insistir y regresó poco después con una manta ligera que Enzo colocó con cuidado sobre Amatista.
Ella permaneció completamente ajena a las miradas de todos, su respiración tranquila y acompasada mientras descansaba sobre él. Enzo acarició su cabello, ignorando las bromas de los hombres y el resentimiento evidente de Daphne.
Amatista comenzó a despertar lentamente, con los ojos entrecerrados y la manta que la envolvía cubriendo su cuerpo. Un aire fresco, pero suave, recorría el jardín y se filtraba entre los árboles cercanos, llenando el espacio con una calma que la hizo no querer abrir por completo los ojos. Las voces de fondo, distantes pero claras, le indicaban que Enzo seguía conversando con Emilio y algunos de los socios en el jardín, mientras ella, completamente acurrucada bajo la manta, dejaba que el sueño se desvaneciera lentamente.
El suave murmullo de la conversación de los hombres la hizo sonreír levemente. Había algo en esa tranquilidad que despertaba en ella un impulso juguetón. Se mantenía inmóvil, con una actitud aparentemente tranquila, mientras sus dedos recorrían la tela de la manta con suavidad, buscando la manera de llamar la atención de Enzo sin ser demasiado obvia.
Finalmente, sin poder resistirse, comenzó a acariciar suavemente el torso desnudo de Enzo, rozando su piel con la punta de los dedos. El contacto era sutil, casi como un roce que no buscaba nada más que disfrutar del calor de su piel. La cercanía de él la llenaba de una sensación que, aunque familiar, ahora parecía más intensa. Amatista sabía que él estaba inmerso en una charla que no podía interrumpir, pero la situación era perfecta para jugar un poco con él, para ver cuánto podía controlar.
Cuando sus dedos bajaron un poco más, acariciando su abdomen con más atrevimiento, Amatista no pudo evitar una sonrisa traviesa. Cerró los ojos nuevamente, haciéndose la dormida, pero sin dejar de explorar con su mano. Su respiración se hizo más profunda, sintiendo cómo su cuerpo respondía a la cercanía de él, como si jugara a la delgada línea entre lo permitido y lo prohibido. Su mano descendió un poco más, tocando con suavidad la zona de su entrepierna, en un gesto sutil pero cargado de provocación.
A pesar de sus intentos de ignorar lo que sucedía, Enzo no pudo evitar tensarse. La presión en su entrepierna era cada vez más evidente, pero su rostro seguía impasible, como si nada estuviera ocurriendo. Los murmullos de los socios y la conversación con Emilio se desvanecieron un poco para él, opacados por el sentimiento creciente que dominaba su cuerpo. Intentaba mantener la compostura, pero había algo en la forma en que Amatista lo desafiaba, en su juego, que le impedía concentrarse.
Fue entonces cuando, sintiendo que la presión se volvía difícil de ignorar, Enzo apretó la cintura de Amatista, dándole una pequeña señal. Su cuerpo, en ese momento, no podía mentir. Al igual que su respiración, sus gestos revelaban lo que estaba sintiendo, aunque él intentara disimularlo. Con voz grave, casi como un susurro, se inclinó hacia ella y le preguntó al oído:
—¿Cuánto más crees que podré mantener el control, gatita?
Amatista, al escuchar las palabras de Enzo, se acomodó lentamente, como si se despertara por completo y no tuviera idea de lo que había causado. Abrió los ojos lentamente y, con una sonrisa sutil, respondió con dulzura, sin dejar de mirar a Enzo de una manera que solo él entendía:
—¿Qué pasa, amor? —dijo, con un tono que mezclaba inocencia y complicidad.
En ese momento, Roque irrumpió en la escena, y la tensión entre los dos se disipó momentáneamente. Enzo, visiblemente incómodo por lo que acababa de suceder, se levantó rápidamente para atender el asunto con Daniel y Sorni, pero la incomodidad era evidente. Al caminar, su intento por acomodarse el pantalón no pasó desapercibido para los socios, que intercambiaron miradas cómplices, sabiendo exactamente lo que había ocurrido. Algunos intentaron disimular, pero no pudieron evitar sonreír.
Cuando Enzo se alejó un poco, comenzando a caminar hacia la entrada de la casa para encontrarse con Daniel y Sorni, los socios se miraron entre sí. La tensión era palpable, pero la situación no podía ser ignorada. Emilio, con una sonrisa traviesa, fue el primero en romper el silencio.
—Creo que Enzo ya no tiene tanta paciencia —dijo en voz baja, sin poder ocultar una ligera carcajada.
Massimo se inclinó hacia adelante, observando con una sonrisa contenida cómo Enzo se acomodaba el pantalón.
—No me digas que el gran Enzo tiene problemas para mantener la compostura... —comentó, divertido.
Paolo, siempre dispuesto a añadir un toque de humor, no pudo resistirse.
—¡Vaya! Parece que alguien necesita un poco más de control... —bromeó, mirando a Emilio con una sonrisa burlona. —Creo que su pantalón lo está delatando.
Roque, que caminaba cerca, añadió con un toque de ironía mientras se alejaban del jardín.
—Si eso no es una señal clara de que algo pasó, no sé qué lo sea —dijo en tono bajo, sabiendo que la situación no podía ser ignorada.
Mientras tanto, Amatista, sentada en la silla que antes compartía con Enzo, observaba la escena con una mirada desafiante, sabiendo que había jugado con él de manera tan audaz. Su rostro reflejaba una mezcla de satisfacción y diversión, y, a pesar de estar envuelta en la manta, su actitud dejaba claro que la situación no había quedado sin consecuencia. Su mirada fija en Enzo era un desafío mudo, un recordatorio de lo que acababa de suceder.
Con esa pequeña victoria en su interior, Amatista no pudo evitar sonreír, sabiendo que Enzo, por más que intentara mantener el control, ya no era el único que dominaba la situación.