Capítulo 11 Bajo el manto de la tempestad
El amanecer trajo consigo un aire frío y húmedo que parecía impregnar cada rincón de la mansión en el campo. Rose llegó puntual, como siempre, con una bolsa de alimentos frescos y una rutina que pocas veces variaba. Sin embargo, al cruzar el umbral de la casa, notó algo que la hizo detenerse: la sala estaba en completo desorden. El suelo estaba cubierto de vidrios rotos y fragmentos de adornos, las sillas estaban volcadas y había un rastro de suciedad que indicaba que la noche había sido cualquier cosa menos tranquila.
Con un suspiro pesado, Rose dejó la bolsa en la cocina y comenzó a limpiar. Sus manos trabajaban rápido, pero su mente no dejaba de especular. Algo le decía que Amatista estaba detrás de aquel caos. Una vez que todo estuvo en su lugar, preparó el desayuno y esperó pacientemente en la sala. Pero las horas pasaron, y Amatista no salió de su habitación. Para cuando el reloj marcaba casi el mediodía, Rose, con una mezcla de preocupación y frustración, decidió ir a buscarla.
Subió las escaleras con pasos cuidadosos y golpeó la puerta de la habitación.
—¿Amatista? —llamó, con un tono firme pero amable.
No obtuvo respuesta. Después de un momento, giró el pomo y abrió la puerta lentamente. Lo que encontró la dejó sin aliento. Amatista estaba tendida en la cama, su piel pálida como el mármol, con gotas de sudor que perlaban su frente. Su respiración era irregular, entrecortada. Rose corrió hacia ella y la sacudió suavemente.
—¡Amatista! ¡Despierta! ¿Qué te pasa?
La joven abrió los ojos apenas, murmurando algo ininteligible antes de volver a caer en la inconsciencia. Rose no perdió tiempo. Mojó un paño con agua fría y comenzó a pasarlo por su frente y cuello, tratando de bajar la fiebre que parecía abrasarla. Sin embargo, aunque logró estabilizarla por un momento, Amatista seguía sin responder. Fue entonces cuando, con manos temblorosas, Rose marcó el número de Enzo.
La luz de la tarde se colaba por las grandes ventanas de la mansión, bañando la habitación de Amatista en un resplandor cálido. Rose estaba al pie de la cama, organizando las sábanas y asegurándose de que todo estuviera en orden. Roque, su fiel ayudante, se encontraba a su lado, observando atento. Amatista yacía inmóvil en la cama, su rostro demacrado por la fiebre, pero la respiración tranquila y firme.
—Ya pasó lo peor, señorita —dijo Rose mientras ajustaba una manta sobre Amatista con delicadeza.
Amatista apenas abrió los ojos, notando la suavidad de la voz de Rose, pero su mente seguía nublada por el cansancio. Intentó sentarse, pero un mareo la obligó a recostarse nuevamente.
—¿Dónde… dónde está Enzo? —preguntó con voz débil.
Rose se detuvo por un momento, observando con cautela la expresión de Amatista. Sabía lo importante que era para ella ver a Enzo, aunque la joven no siempre lo admitiera en voz alta.
—Se encuentra en el despacho, con Massimo, Mateo, Emilio y Paolo. Hay… asuntos urgentes que atender. No te preocupes, ya te ha dejado al cuidado de nosotros —respondió con suavidad, pero dejando claro que no tenía sentido esperar su presencia en ese momento.
Amatista asintió lentamente, cerrando los ojos nuevamente. En lo profundo de su ser, sentía la familiar sensación de ser ignorada, pero no quería mostrarlo. Había aprendido a esperar. Después de todo, su vida había consistido en eso, en esperar su regreso, en esperar su atención. Lo único que podía hacer era esperar.
—Lo único que quiero es descansar un poco —murmuró, más para sí misma que para Rose.
La criada la miró con ternura, sabiendo que Amatista se estaba forzando a aceptar una realidad que no le gustaba. Rose se alejó un paso, dejando que la joven tuviera su espacio. Roque, que había estado vigilando en silencio, se acercó con una bandeja de agua y un pequeño cuenco de sopa. Aunque no era mucho, sabía que ayudaría a que Amatista recobrara fuerzas.
—Aquí tienes, señorita. Un poco de caldo. Esto te hará bien —dijo Roque, colocándola sobre la mesa cerca de la cama.
Amatista lo miró y, aunque su expresión seguía apagada, agradeció el gesto con una leve sonrisa.
—Gracias, Roque.
Rose la observó por un momento antes de salir al pasillo, dejando a Amatista en sus pensamientos. En el despacho, Enzo estaba completamente inmerso en la conversación con Massimo y los demás socios. La tensión en la habitación era palpable. Habían recibido noticias sobre los De Rossi, una amenaza que debía resolverse lo antes posible. Los De Rossi habían sido un dolor de cabeza durante meses, y ahora finalmente había llegado el momento de acabar con ellos de una vez por todas.
Enzo estaba al mando, como siempre. Nadie osó interrumpirlo mientras daba instrucciones claras y concisas, y su postura erguida mostraba la autoridad que imponía sin esfuerzo. Sabía que debía concentrarse en resolver la situación, aunque algo en su interior le decía que debería haber ido a ver a Amatista. Pero sabía que si dejaba este asunto pendiente, las consecuencias serían peores.
—Encárguense de los De Rossi. No puedo permitirme que sigan representando una amenaza —dijo Enzo con voz firme, mirando a cada uno de sus socios.
Massimo asintió, seguido de Mateo y Paolo, quienes ya tenían planes en mente. Emilio, que hasta ese momento había permanecido callado, observó en silencio. Sabía lo que pensaba Enzo, pero también comprendía la magnitud de lo que debía hacerse. A pesar de que los socios compartían una relación tensa, todos sabían cuál era su rol y, por un momento, la lealtad prevaleció sobre cualquier otra cosa.
—Lo resolveremos, Bourth. No te preocupes —dijo Massimo, su tono tranquilo, aunque con una pizca de sarcasmo que siempre lo caracterizaba.
Enzo no respondió. Se giró hacia la ventana, mirando a través de los cristales con la mente puesta en el futuro, no en el pasado. Sabía que sus decisiones determinarían el futuro de todos los que estaban en esa habitación, y no iba a fallarles.
Mientras tanto, en la habitación de Amatista, la joven se sentó lentamente en la cama, ya mucho más alerta. Rose había entrado para comprobar que estuviera bien, y al ver que la fiebre había bajado considerablemente, se sintió aliviada.
—¿Cómo te sientes? —preguntó Rose con una sonrisa cautelosa.
—Mucho mejor —respondió Amatista, con más energía en la voz, aunque aún algo débil—. Puedo levantarme, no es nada grave.
Rose asintió y la ayudó a sentarse, colocando almohadas detrás de ella para que estuviera cómoda. Sin embargo, Amatista no parecía querer hablar mucho. Había algo en su interior que no podía callar.
—¿Sabes? —comenzó Amatista, mirando hacia la puerta—. Enzo… nunca está cuando lo necesito.
Rose no dijo nada, no porque no supiera qué responder, sino porque entendía demasiado bien lo que Amatista sentía. Había visto esa resignación en sus ojos muchas veces. La joven siempre lo esperaba, siempre se quedaba en silencio, confiando en que él la compensaría de alguna forma.
Amatista suspiró, dándose cuenta de que, en el fondo, ella también sabía que Enzo se encargaría de todo. Como siempre.
—No importa, él lo compensará, como siempre —dijo, aunque su tono era más un murmullo que una afirmación.
Rose sonrió suavemente, pero no dijo nada. Sabía que no podía cambiar los sentimientos de Amatista, ni podía interferir en la relación entre ella y Enzo. Lo único que podía hacer era estar allí para cuando la joven necesitara apoyo.
Poco después, Roque entró con otra bandeja de comida, esta vez más ligera, para asegurarse de que Amatista no perdiera fuerzas. Ella aceptó sin objeciones, sabiendo que era lo mejor.
Enzo, por su parte, no se detuvo en su despacho. Cuando finalmente resolvió el asunto con los De Rossi, la amenaza quedó eliminada. La reunión con sus socios fue un éxito, y aunque la situación se resolvió rápidamente, Enzo no pudo evitar sentir que algo faltaba. Al final, había hecho lo que debía hacer, pero la sensación de vacío seguía presente.
—Está resuelto. Los De Rossi ya no son una amenaza —dijo Enzo, cerrando la carpeta con firmeza.
Massimo, Mateo, Emilio y Paolo intercambiaron miradas, asintiendo al unísono. Enzo ya no tenía más que hacer allí. Sin embargo, una parte de él sabía que su mente seguiría ocupada por Amatista, aunque no lo demostrara.
Enzo, tras resolver todo lo relacionado con los De Rossi, finalmente decidió ir a ver a Amatista. Al llegar a la habitación, la encontró despierta, con un libro entre las manos. Levantó la vista al oírlo entrar y una pequeña sonrisa iluminó su rostro al verlo.
—Hola, gatita —saludó Enzo, acercándose con una sonrisa suave, aunque algo fatigada por el día tan largo.
Amatista dejó el libro a un lado y le dedicó una mirada tranquila, su voz suave al responder:
—Hola, amor.
Enzo se sentó en la cama junto a ella, quitándose la chaqueta y comenzando a desabrocharse la camisa. Pero antes de que pudiera acomodarse, Amatista lo detuvo con una sugerencia que, aunque cariñosa, reflejaba cierta preocupación.
—Enzo… —dijo, mirando a otro lado—, ¿por qué no duermes en otra habitación? No quiero que te contagies.
Enzo la observó un momento, con una ceja alzada, notando el tono serio en su voz. Detuvo el movimiento de su ropa, mirando directamente a sus ojos.
—¿Te pasa algo, gatita? —preguntó, la suavidad de su voz reflejando su inquietud.
Amatista desvió la mirada por un instante, como si tratara de esconder algo. Finalmente, susurró sin apartar la vista de las sábanas.
—No… es solo que no quiero que te enfermes —respondió en voz baja—. Yo fui educada para ser perfecta para ti, para cuidar de ti, incluso cuando tú no me cuidas.
Las palabras de Amatista hicieron que un nudo se formara en el estómago de Enzo. Sabía que había descuidado su presencia durante el día, atrapado en los problemas con los De Rossi. Pero, en lugar de discutir, simplemente la miró en silencio.
—Está bien, gatita —respondió finalmente, aunque su tono mostraba una leve incomodidad.
Sin más, Enzo se recostó en la cama, sin alejarse demasiado de ella, pero notando que algo estaba diferente. No era como siempre; ella no buscaba acercarse a él como solía hacerlo. Al contrario, se mantenía algo rígida, más distante de lo habitual.
Enzo frunció el ceño al darse cuenta de que, a pesar de estar tan cerca, algo no encajaba. Se inclinó hacia ella, su mano buscando la suya, pero sin forzar nada.
—¿Gatita, qué pasa? —preguntó, con una mezcla de curiosidad y preocupación.
Amatista suspiró y, tras un largo momento de silencio, respondió sin mirarlo directamente.
—Estoy cansada, Enzo. Solo quiero descansar.
Enzo la abrazó con suavidad, rodeándola con su brazo y sintiendo la rigidez de su cuerpo. Aunque Amatista no lo decía en voz alta, él percibió que su molestia era más profunda. Ella no solo estaba cansada físicamente, sino que algo había cambiado entre ellos. La distancia que él había creado al no estar a su lado durante el día no se borraba con un simple abrazo.
A pesar de eso, Enzo la apretó contra su pecho, decidido a no dejar que las cosas quedaran así. Sabía que necesitaba tiempo, pero también entendía que sus actos debían demostrarle lo que no había dicho. Mientras se acomodaba junto a ella, no pudo evitar preguntarse si había hecho lo suficiente para ganarse su perdón.
Amatista, aunque aceptaba el abrazo, no mostró el mismo deseo de acercarse a él como solía hacerlo. Sin embargo, en su cansancio, se dejó envolver por la calidez de su abrazo. Sabía que, tarde o temprano, él lo arreglaría. Como siempre lo hacía. Pero, por ahora, prefería guardar sus pensamientos, cerrando los ojos y dejándose llevar por el silencio que llenaba la habitación.
Enzo, por su parte, no quería forzarla. Solo la abrazó más fuerte, dispuesto a esperar hasta que ella estuviera lista para hablar. Y, mientras el silencio se alargaba, pensó que, en este momento, las palabras no cambiarían nada. Solo el tiempo y sus acciones hablarían por él.