Capítulo 107 La herida del orgullo
Amatista cerró la puerta de su nueva habitación con suavidad. Los largos pasillos de la mansión Torner habían sido extrañamente acogedores después de la tormenta emocional del día. Había cenado con su padre, Daniel, su madrastra, Mariam, y su hermanastra, Jazmín. La calidez de la familia Torner le había ofrecido un refugio inesperado, un remanso de paz tras la tensión con Enzo.
Después de una ducha tibia que calmó su cuerpo, Amatista estaba sentada en la cama, con una toalla envolviendo su cabello húmedo. Había sacado de su maleta un sencillo camisón blanco, su único lujo tras haber dejado tantas cosas atrás. Mientras se disponía a acostarse, escuchó un golpe suave en la puerta.
—¿Puedo pasar? —La voz de Daniel se coló con cautela a través de la madera.
—Claro, papá —respondió Amatista con una sonrisa tranquila.
Daniel entró con pasos inseguros, una mezcla de nerviosismo y determinación reflejada en su rostro. La visión de su hija, la hija que apenas estaba conociendo, le llenaba de emociones que no sabía cómo manejar. Se sentó al borde de la cama, mirando a Amatista con una seriedad teñida de culpa.
—Quiero disculparme contigo por lo que pasó aquella vez... cuando me dejé llevar por el alcohol y te conté más de lo que debía —empezó, con la mirada clavada en el suelo.
Amatista lo interrumpió con delicadeza, colocando una mano en su brazo.
—No tienes que disculparte, papá. Ambos fuimos víctimas de Isabel. Tú creíste que ella era alguien diferente, y yo... —Se detuvo, buscando las palabras adecuadas—. Yo también lo creí.
El silencio se asentó un momento, pesado, pero no incómodo. Daniel asintió lentamente, su mirada finalmente encontrándose con la de Amatista.
—Gracias por ser tan comprensiva. No sé si lo merezco, pero lo agradezco.
—Yo soy la agradecida, por recibirme en tu casa. No quiero ser una carga para ti ni para nadie aquí —respondió Amatista con sinceridad.
Daniel negó con la cabeza, su tono firme.
—No digas eso. Esta también es tu casa. Y siempre tendrás un lugar aquí, sin importar lo que pase.
Amatista sonrió, sintiendo un calor extraño pero bienvenido en su pecho. Sin embargo, el ambiente cambió ligeramente cuando Daniel, con cautela, planteó la pregunta que había evitado durante la cena.
—¿Quieres contarme qué pasó? ¿Por qué llegaste tan tarde, con tan poco equipaje?
Amatista bajó la mirada un instante antes de responder.
—Me peleé con Enzo. Pero no quiero que te preocupes, ni que te involucres. Es algo entre nosotros, y además, le debemos mucho a los Bourth.
Daniel asintió lentamente, aunque su expresión reflejaba cierta preocupación.
—Está bien, no me involucraré. Pero si necesitas algo, lo que sea, solo dímelo. Por cierto, mañana iremos a comprar ropa. No puedes andar con tan pocas cosas.
Amatista rió suavemente y asintió.
—Está bien, pero ahora quiero descansar.
Antes de que Daniel pudiera levantarse, Amatista lo miró con una chispa juguetona en los ojos.
—Papá... ¿me puedes arropar?
Daniel frunció el ceño, confuso.
—¿Arroparte?
—Sí. Romano solía hacerlo cuando era niña. Siempre soñé con conocer a mi padre y que él me arropase. Sé que soy adulta, pero... sería interesante.
La risa en los ojos de Amatista era contagiosa, y Daniel no pudo evitar sonreír.
—De acuerdo, pero no lo hagas costumbre —bromeó.
Con movimientos cuidadosos, Daniel la arropó, ajustando la manta alrededor de su cuerpo. Antes de levantarse, depositó un beso en su frente, un gesto lleno de una ternura que ninguno de los dos había experimentado antes.
Amatista cerró los ojos, dejando que la tranquilidad del momento se apoderara de ella.
Mientras tanto, en la suite del hotel donde todo había comenzado, Enzo entró tambaleándose, todavía bajo los efectos del whisky que había consumido con sus amigos. Sus ojos, enrojecidos por el alcohol y el cansancio, buscaron instintivamente algo que ya no estaba allí: ella.
Cerró la puerta de un golpe y dejó caer su chaqueta sobre el sofá. Miró a su alrededor, y el vacío de la suite se sintió como un eco ensordecedor. Amatista había empacado algunas cosas, con la intención de mudarse juntos a la mansión Bourth. Pero la pelea había cambiado todo.
De repente, su mirada se fijó en una de las maletas que había quedado junto a la puerta. La ira, el dolor y el resentimiento se entrelazaron en su pecho, y, con un movimiento brusco, pateó la maleta. Esta cayó al suelo, abriéndose parcialmente y dejando escapar una pequeña caja.
Enzo se inclinó, recogiendo la caja con manos temblorosas. Su corazón pareció detenerse al abrirla y descubrir su contenido. Dentro estaban los anillos que él mismo había elegido para ellos, los que le había entregado a Amatista la primera vez que hicieron el amor, acompañados de una promesa: casarse algún día.
El peso simbólico de aquella pequeña caja lo golpeó con fuerza. Amatista no solo había dejado atrás la caja; había dejado atrás la promesa, el sueño compartido. Había dejado todo atrás. Y lo peor de todo: no había una nota, ni un mensaje. Nada. Simplemente se había ido.
Enzo se dejó caer en el sofá, con la caja aún en las manos. Su mente, enturbiada por el alcohol, comenzó a repetir una única frase: Se fue. Me dejó atrás.
Una oleada de desesperación se apoderó de él. Su respiración se aceleró, sus manos temblaban, y las lágrimas comenzaron a brotar de sus ojos, primero despacio, luego con la fuerza de una tormenta.
—¿Por qué, gatita? ¿Por qué? —murmuró entre sollozos, su voz apenas audible en la suite vacía.
El hombre que siempre había controlado todo, que había tenido al mundo bajo su puño de hierro, se sentía ahora completamente indefenso. Bebió un trago más de la botella de whisky que había encontrado en la mesa, pero el ardor en su garganta no era suficiente para apagar el fuego en su pecho.
El dolor pronto se transformó en una furia fría. Se levantó de golpe, lanzando la caja contra la pared.
—¡Maldita sea! —rugió, su voz resonando por toda la suite.
Sin embargo, incluso en su furia, el vacío persistía. Porque, aunque quería culparla, sabía que la culpa no era solo de ella. Había sido su ultimátum, su incapacidad para escucharla, lo que la había alejado.
Finalmente, exhausto y vencido, se dejó caer nuevamente en el sofá. Las lágrimas seguían cayendo mientras repetía, como un mantra desesperado:
—Gatita... vuelve. Por favor, vuelve...
El whisky quemaba su garganta con cada trago, pero Enzo Bourth no podía detenerse. La suite que solía ser su refugio estaba ahora sumida en un caos tan grande como el que llevaba dentro. Botellas vacías y papeles tirados se mezclaban con un pesado silencio que solo se rompía con el sonido del cristal al chocar contra la mesa.
Después de haberse reunido con Emilio, Mateo y Paolo, lo único que le quedaba era la amarga verdad: todo era su culpa. Amatista se había ido, y él no había hecho más que empujarla.
Agarró el teléfono y presionó un botón. Al otro lado, el administrador del hotel respondió con tono profesional:
—Señor Bourth, ¿en qué puedo ayudarlo?
—Trae más whisky —gruñó Enzo, su voz arrastrada por el cansancio y el alcohol.
El administrador, quien conocía demasiado bien los caprichos de su jefe, dudó por un segundo.
—Señor, con todo respeto, ya ha consumido suficiente esta noche. Tal vez sería mejor...
—¿Me estás dando órdenes ahora? —espetó Enzo, con una risa seca y sarcástica—. Trae dos botellas, y hazlo rápido.
—Entendido, señor.
Diez minutos después, el administrador estaba frente a la puerta de la suite con las botellas. Tocó suavemente, y Enzo, con el rostro marcado por el cansancio y los ojos inyectados en sangre, abrió la puerta de un tirón.
—Aquí tiene, señor Bourth. Pero... si me permite, tal vez debería detenerse. Su estado... —El hombre vaciló, claramente incómodo al ver a su jefe en semejante condición.
Enzo tomó una de las botellas con brusquedad.
—No necesito tus consejos. Lárgate —dijo con un tono que cortó el aire como una navaja.
El administrador tragó saliva y, después de echar una última mirada preocupada, salió de la habitación. Sin embargo, al llegar al ascensor, la inquietud lo consumía. Algo estaba mal, terriblemente mal. Dudó por un instante, mirando la hora en su reloj: las 2:47 a.m. Finalmente, tomó su teléfono y marcó un número con manos temblorosas.
—¿Hola? —respondió Emilio, su voz ronca por el sueño interrumpido.
—Señor Emilio, lamento molestarlo a esta hora, pero es urgente. Es sobre el señor Bourth.
—¿Qué pasó? —preguntó Emilio de inmediato, su tono cambiando a alerta.
—Está... en un estado deplorable, señor. Ha estado bebiendo toda la noche y no parece detenerse. Intenté aconsejarlo, pero me echó. Nunca lo había visto así, ni siquiera cuando enfrentó otros problemas.
Hubo un silencio al otro lado de la línea antes de que Emilio respondiera con firmeza:
—Voy para allá. Nadie más entra en esa suite, ¿entendido?
—Sí, señor.
Treinta minutos después, Emilio llegó al hotel. Con pasos rápidos y una expresión grave, subió a la suite. Sin tocar, abrió la puerta con la llave maestra que el administrador le había dado.
La escena que encontró era desgarradora. Enzo estaba tirado en el suelo, con la espalda apoyada contra el sofá y una botella vacía junto a él. Su camisa estaba abierta, y su rostro mostraba un desgaste que no era solo físico, sino emocional.
—Enzo... —dijo Emilio con voz baja, acercándose lentamente.
Enzo levantó la vista, y sus ojos vidriosos reflejaron una mezcla de furia y desesperación.
—¿Qué haces aquí? —gruñó, aferrando la botella medio vacía como si fuera su última salvación.
—El administrador me llamó. Está preocupado por ti, y con razón. —Emilio cruzó los brazos—. Mírate, Enzo. Estás hecho un desastre.
Enzo soltó una risa amarga, apoyando la cabeza contra el sofá.
—Un desastre... Claro que lo soy. Es mi culpa. Yo la empujé a esto, Emilio. Le dije cosas que no debí, y ahora... se fue.
—¿Amatista? —preguntó Emilio, aunque ya sabía la respuesta.
—¿Quién más? —Enzo tomó otro trago directamente de la botella, y su voz se quebró—. Ni siquiera intentó quedarse. Se fue sin mirar atrás, y todo por mi maldito orgullo.
Emilio se agachó frente a él, quitándole suavemente la botella de las manos.
—Mírame, Enzo. Lo que pasó no fue fácil para ninguno de los dos, pero destrozarte no solucionará nada. Si quieres recuperarla, este no es el camino.
Enzo negó con la cabeza, sus ojos llenos de lágrimas.
—¿Cómo podría recuperarla? La he perdido para siempre, Emilio. Le fallé. No soy el hombre que ella necesitaba, y lo sabe.
—Eso no lo decides tú —respondió Emilio con seriedad—. Pero primero tienes que levantarte, limpiarte, y pensar con claridad. Tienes que mostrarle que puedes ser mejor.
Enzo dejó caer la cabeza hacia adelante, sus hombros temblando mientras el peso de sus acciones lo consumía.
—¿Y si no vuelve? ¿Y si ya no me necesita?
Emilio suspiró y apretó el hombro de su amigo.
—Si eso pasa, tendrás que aceptarlo. Pero no puedes rendirte sin intentarlo. Eres Enzo Bourth, maldita sea. El hombre que nunca deja una batalla sin pelear.
El silencio llenó la habitación, interrumpido solo por la respiración irregular de Enzo. Finalmente, dejó escapar un suspiro pesado.
—Ayúdame, Emilio. No sé cómo salir de esto.
Emilio se levantó y miró a Enzo con firmeza.
—Lo haré… —Lo primero que vas a hacer es darte un baño y despejarte un poco. Este desastre no se soluciona en un día, pero no puedes seguir así.
Enzo, agotado tanto física como emocionalmente, asintió sin oponer resistencia. Se tambaleó al ponerse de pie y, con pasos inseguros, se dirigió al baño. Mientras el sonido del agua llenaba la suite, Emilio tomó su teléfono y marcó un número conocido.
—¿Roque?
—¿Qué pasa a esta hora, Emilio? —respondió Roque, con voz ronca.
—Es sobre Enzo. Está hecho un desastre, y necesitamos saber dónde está Amatista.
Roque suspiró, aunque su tono se volvió más alerta.
—Ya lo sé. Marco me avisó que está en la mansión Torner, con su padre, Daniel.
—Perfecto. Gracias por la información. Mantente atento por si necesitamos algo más.
—Entendido. Pero Emilio... cuídalo. No sé si Enzo pueda manejar otra pérdida.
—Haré lo que pueda.
Emilio cortó la llamada justo cuando sonó el timbre de la suite. Al abrir, se encontró con Massimo, Mateo y Paolo, todos con expresiones de preocupación y curiosidad.
—¿Qué diablos pasó aquí? —preguntó Mateo, mirando el desorden.
—Lo que ven no es nada —respondió Emilio con seriedad—. Deberían haber visto cómo estaba cuando llegué.
Paolo chasqueó la lengua y negó con la cabeza.
—Nunca pensé ver a Enzo en este estado.
Massimo observó la habitación, cruzándose de brazos.
—Esto es más grave de lo que imaginé.
Antes de que pudieran hablar más, la puerta del baño se abrió. Enzo salió con el cabello mojado y una toalla alrededor del cuello, vistiendo una camisa limpia que parecía colgarle más de lo usual. Aunque el agua había despejado su rostro, sus ojos seguían hundidos y su postura dejaba claro que no era el hombre seguro y dominante que todos conocían.
—¿Qué hacen ustedes aquí? —preguntó Enzo con voz áspera, mirando a los recién llegados.
—Vinimos porque nos preocupamos por ti —respondió Paolo, dando un paso al frente—. Y porque Emilio nos llamó.
Enzo soltó una risa amarga.
—¿Preocupados? No necesito su lástima.
—No es lástima, Enzo —intervino Massimo, con calma—. Pero estamos aquí porque somos tus amigos, y claramente necesitas ayuda.
Emilio se acercó, poniéndose frente a Enzo.
—Hablé con Roque. Amatista está en la mansión Torner, con Daniel.
El nombre de Daniel Torner hizo que Enzo frunciera el ceño. Apretó los puños, pero no dijo nada.
—Escucha —continuó Emilio, colocando una mano en su hombro—. Necesitas descansar. No puedes enfrentarla en este estado. Después de unas horas, iremos juntos y hablaremos con ella. Pero solo si prometes mantener la calma.
Enzo miró a Emilio, sus ojos reflejando una mezcla de desesperación y agradecimiento.
—No sé si ella quiera verme, Emilio.
—Eso lo decidirá Amatista —respondió Emilio—. Pero no lo sabrás si no lo intentas.
Enzo asintió lentamente. Sabía que había perdido el control y que, si quería recuperarla, debía empezar por poner en orden su propio caos.
—Está bien... Descansaré. Pero en cuanto amanezca, iremos a verla.
Los demás intercambiaron miradas, aliviados de que Enzo finalmente hubiera cedido. Mateo y Massimo comenzaron a recoger el desastre de la suite mientras Emilio lo ayudaba a sentarse en el sofá, dándole espacio para relajarse.
Paolo, mientras tanto, observó a Enzo con atención, sus pensamientos claramente ocupados.
—Esto no será fácil —dijo en voz baja, dirigiéndose a Emilio.
—Nunca lo es —respondió Emilio, mirando a su amigo derrotado.
Mientras la noche avanzaba, la suite se fue llenando de un silencio tenso, donde la esperanza y el temor convivían en el mismo espacio.