Capítulo 124 Protección en la mansión bourth
El sol comenzaba a esconderse tras las ventanas de la clínica cuando Daniel llegó apresurado, con una mezcla de preocupación y urgencia reflejada en su rostro. Amatista, recostada en la cama con un leve cansancio visible, levantó la vista al verlo entrar.
—Papá... —murmuró con una leve sonrisa que buscaba tranquilizarlo.
Daniel se acercó rápidamente, tomando su mano con delicadeza.
—¿Cómo estás, hija? ¿Qué te dijo el médico? —preguntó, su tono más preocupado que de costumbre.
—Estoy bien, de verdad —respondió Amatista con suavidad—. Fue solo una pérdida menor por el estrés, pero el bebé está bien. Solo tengo que guardar reposo.
Daniel suspiró aliviado, aunque su preocupación no disminuyó del todo. En ese momento, sus ojos se dirigieron hacia el otro extremo de la habitación, donde Enzo estaba sentado junto a Emilio y Massimo. Su mirada se endureció brevemente antes de dirigirse al joven Bianco.
—¿Y tú, Enzo? ¿Cómo estás? —preguntó con cierto tono serio, aunque no sin un dejo de genuino interés.
—Estoy bien, señor Torner. Solo fue un disparo en el hombro, nada grave —respondió Enzo con calma, aunque su mirada no se apartó de Amatista.
El silencio se instaló por unos segundos antes de que Enzo hablara nuevamente, rompiendo la tensión.
—En unas horas le darán el alta a Amatista —anunció—. Quiero llevarla a la Mansión Bourth. Al menos hasta que encontremos a Albertina. Será más seguro para ella y para el bebé. —Sus palabras estaban dirigidas tanto a Daniel como a Amatista.
Daniel frunció el ceño, pensativo, y luego miró a su hija.
—Amatista, creo que es lo mejor. En la Mansión Bourth estarás mucho más protegida. Enzo tiene los recursos necesarios para garantizar tu seguridad —dijo con firmeza.
Amatista asintió después de un momento de reflexión. No era la primera vez que se veía envuelta en una situación peligrosa, pero ahora las circunstancias eran diferentes; no estaba sola, llevaba una vida creciendo dentro de ella.
—De acuerdo —respondió con un tono decidido—. Si crees que es lo mejor, entonces acepto.
Daniel le dirigió una sonrisa tranquilizadora y luego volvió su atención a Enzo.
—Me encargaré de enviar las cosas de Amatista a la Mansión Bourth —aseguró Daniel—. Y, Enzo, quiero pedirte algo más. —Su mirada se endureció un poco—. Cuídala bien, especialmente de Jeremías. Sé que puede que sea su padre biológico, pero no es alguien con buenas intenciones.
La expresión de Enzo se tensó levemente al escuchar el nombre de Jeremías, pero su voz permaneció firme.
—La cuidaré bien, Daniel. A ella y al bebé. Te lo prometo.
Las palabras de Enzo parecieron calmar un poco a Daniel, quien asintió y se giró hacia Amatista.
—Llámame si necesitas algo, hija, o si simplemente quieres hablar. Estoy para lo que necesites.
Amatista le sonrió, sintiéndose reconfortada por su apoyo.
—Gracias, papá. Lo haré, te lo prometo.
Tras un último abrazo, Daniel se despidió y salió de la habitación, dejando a los cuatro ocupantes en un ambiente más relajado. Sin embargo, Emilio y Massimo se pusieron de pie poco después, intercambiando una mirada de mutuo entendimiento.
—Nosotros también nos retiramos —dijo Emilio—. Vamos a hablar con Roque para organizar la seguridad y asegurarnos de que todo esté listo en la Mansión Bourth cuando lleguen.
—Gracias, chicos —respondió Enzo, su tono mostrando un raro atisbo de gratitud.
Massimo asintió con una pequeña sonrisa y ambos salieron, dejando a Enzo y Amatista solos en la habitación. Amatista miró a Enzo con una mezcla de ternura y exasperación.
—Ahora que todos se han ido, quiero que vuelvas a tu habitación y te cuides. No eres invencible, Enzo.
Él sonrió, divertido por el reproche, pero con un brillo de ternura en los ojos.
—No voy a ir a ningún lado, gatita. Mi lugar está aquí, contigo.
Amatista suspiró, conmovida por su determinación, pero sabía que discutir con Enzo era inútil.
Amatista suspiró suavemente, sintiendo una mezcla de tristeza y resignación al pensar que discutir con Enzo no conducía a nada. Sabía que, como siempre, él tenía la última palabra. Pero al menos, podría estar a su lado, aunque fuera en silencio. Con una mirada de súplica, le dijo:
—Si no puedo convencerte, al menos recuéstate junto a mí.
Enzo, tras un momento de reflexión, asintió sin decir nada. Se acomodó a su lado, dejando que Amatista apoyara su cabeza en su brazo sano. El contacto con su cuerpo la hizo sentir una mezcla de consuelo y angustia. Sus dedos se entrelazaron suavemente.
—Tuve mucho miedo —susurró Amatista, su voz apenas un hilo de emoción.
Enzo la miró, su expresión dura suavizándose por un instante mientras acariciaba su cabello con delicadeza.
—Yo también, gatita. No sabes cuánto temí perderte.
Amatista cerró los ojos, sintiendo la calidez de sus palabras y el calor de su cuerpo cerca del suyo. Era una sensación extraña, un torbellino de emociones entre el amor y el miedo.
Mientras tanto, en una casa distante, Santino se encontraba ocupado dando instrucciones a su hija Albertina mientras preparaba una maleta con rapidez. Sus manos temblaban, no por miedo, sino por la urgencia de la situación.
—Te he advertido, Albertina. Nunca debiste involucrarte con Enzo —le dijo, con la voz baja pero firme, cargada de frustración.
Albertina, al escuchar su reproche, frunció el ceño y dejó escapar un suspiro de desdén.
—No es mi culpa, todo fue por Amatista —respondió, señalando con irritación. La rabia en su tono era clara.
Santino la miró con desprecio, su paciencia agotada.
—No seas estúpida —dijo, casi en un susurro, mientras terminaba de cerrar la maleta—. Enzo nunca estuvo enamorado de ti. Siempre te humillaron y nunca te dieron cariño. Está más que claro que él solo ama a Amatista.
Albertina, furiosa, soltó una risa amarga.
—Eso no es cierto —respondió, casi gritando, la rabia consumiéndola—. ¡Enzo no puede amarla a ella!
Santino no respondió, simplemente la tomó de la mano con firmeza y la condujo hacia el auto que ya la esperaba. El empleado estaba listo para llevarla, con el rostro serio, sabiendo que no había tiempo para más discusiones.
—No hay tiempo para discutir, Albertina —le dijo Santino mientras la empujaba suavemente hacia el asiento trasero—. Este es el único camino.
Albertina se limitó a mirar a su padre, sin decir una palabra más, y dejó que la llevase al vehículo. La situación era tensa, y sabía que no había vuelta atrás. Santino arrancó el auto con rapidez, su mente fija en lo que debía hacer a continuación.
Cuando el médico terminó de examinar a Amatista, le dio el alta médica, pero le recomendó que realizara reposo y no se esforzara demasiado en los próximos días. Amatista asintió agradecida, con una leve sonrisa que ocultaba lo cansada que se sentía.
—Todo está en orden, pero recuerda lo que te dije —le dijo el médico mientras se retiraba.
Enzo, Amatista y Roque se encontraban ya listos para irse. Roque, que había llegado por órdenes de Emilio, sabía que Enzo no podía manejar debido a su estado y se ofreció a llevarlos él mismo a la mansión.
Se dirigieron hacia la mansión Bourth. Roque conducía con serenidad, mientras Enzo y Amatista permanecían en el asiento trasero, el silencio que los envolvía denso y pesado. A pesar de estar en el mismo espacio, no se sentían más cerca. La relación seguía rota, y aunque Enzo deseaba arreglar las cosas, su orgullo lo mantenía apartado.
Amatista observó a través de la ventana cuando llegaron a la mansión. Algo se sentía diferente. Notó una mayor presencia de guardias de lo habitual, y su corazón dio un vuelco ante la incomodidad que la invadió.
Enzo, notando su mirada, le dirigió una breve sonrisa, tratando de tranquilizarla. —No te preocupes, es solo por las dudas —dijo con calma.
Pero la sorpresa de Amatista fue aún mayor cuando entraron a la mansión y encontró a Isis Bourth esperándolos. Isis, la prima de Enzo, a quien Amatista conocía desde pequeña, siempre había sido una presencia tensa en su vida. Desde que era una niña, la relación con ella no había sido fácil. Isis siempre había resentido la devoción que Enzo sentía por Amatista y nunca ocultó su desprecio hacia ella.
Isis salió corriendo a saludar a Enzo, llamándolo "hermano" con una sonrisa falsa que no pasaba desapercibida para Amatista. Apenas le dedicó un saludo a Amatista, un simple y frío "hola", que dejó claro lo que pensaba de ella.
—¿Cómo estás, primo? —preguntó Isis con tono preocupado mientras se acercaba a Enzo, tocándole el brazo lastimado—. ¿Te encuentras bien? Yo me encargaré de cuidarte, no te preocupes.
Amatista, al ver la escena, se sintió más fuera de lugar que nunca. Decidió no quedarse más tiempo, y, de manera cortante, le dijo a Enzo que se iría a descansar.
—Ve a la habitación que solíamos compartir —le sugirió Enzo, mirando de reojo a su prima, como si no le importara lo que ella pensara—. Yo me acomodaré en otro cuarto.
Isis, como era de esperar, no estaba de acuerdo.
—No, Enzo, estás lastimado. Debes quedarte en tu habitación. Amatista puede encontrar otro lugar donde descansar —dijo con tono autoritario, buscando ganar terreno en la conversación.
Pero Enzo no cedió. —No te lo estoy preguntando —respondió de manera firme, su mirada fija en Amatista.
Sin decir más, Amatista se dirigió hacia la habitación que había compartido con Enzo
Amatista, al ingresar a la habitación, se dio cuenta de que todo seguía tal cual lo había dejado. Las ropas, los zapatos, las joyas, todo estaba en su lugar, como si nunca se hubiera ido. Era como si el tiempo no hubiera pasado, y aquel espacio, que había sido su refugio, ahora se sentía extraño, ajeno.
Decidida, fue a darse un baño, buscando un poco de paz en medio de todo lo que estaba ocurriendo. Al salir, se dio cuenta de que había olvidado su pijama sobre la cama. Con la toalla envuelta alrededor de su cuerpo, salió a la habitación.
Allí, se encontró con Enzo. Sus ojos se encontraron, y él la miró con una mezcla de deseo y ternura que la hizo detenerse un momento. Su presencia, como siempre, la hacía sentirse tan vulnerable y a la vez tan segura.
—Lo siento —dijo Enzo, con un tono que denotaba sinceridad—. No sabía que Isis estaría aquí en la mansión. Sé que no se llevan bien.
Amatista, sin mirarlo, respondió con indiferencia. —No importa.
Se acercó a la cama para tomar su pijama. Cada uno de sus movimientos parecía hipnotizar a Enzo, que no dejaba de observarla. Aunque intentaba disimularlo, su mirada estaba fija en ella, en cada detalle.
—Deberías descansar —dijo Amatista, mientras tomaba el pijama y lo guardaba bajo el brazo, sin dejar de observarlo.
Enzo se acercó lentamente, sus ojos reflejando una mezcla de arrepentimiento y afecto. —Si estás tan preocupada por mí, cuídame —dijo en un susurro, casi desafiante.
Amatista no pudo evitar reírse suavemente. —Lo haré —respondió, con una sonrisa que se desvaneció tan pronto como vio el dolor en sus ojos.
Enzo, sin más, la tomó de la cintura, acercándola hacia él con una suavidad que no esperaba. Sus manos firmes la hicieron sentir la cercanía de su cuerpo.
—No necesitas cambiarte —le dijo, sus palabras tan cercanas a su oído que la hicieron estremecer.
Antes de que pudiera reaccionar, sus labios se encontraron. Amatista respondió al beso, dejándose llevar por la intensidad del momento. Pero cuando Enzo intentó acercarla más, un dolor evidente en su rostro le hizo que se quejase suavemente.
Amatista, al ver su sufrimiento, se separó rápidamente, mirándolo con preocupación.
—Descansa —le dijo en voz baja, su mirada preocupada—. ¿Tomaste los remedios que te enviaron?
Enzo asintió lentamente, su tono un poco cansado. —Sí, tomaré un descanso. Pero... me gustaría descansar contigo, si me dejas.
Amatista lo miró, dudando por un momento. —Está bien, pero solo descansaremos. —Le lanzó una mirada un tanto severa—. Ahora voy a ponerme el pijama.
Mientras Enzo se recostaba en la cama, Amatista volvió al baño.
Amatista salió del baño con un pijama sencillo pero cómodo, perfecto para el reposo que le había indicado el médico. Al verla, Enzo sonrió levemente, sus ojos llenos de calidez mientras la observaban acercarse a la cama.
Ella se recostó con cuidado, dejando un poco de espacio entre ambos, pero Enzo rompió el silencio con un tono suave.
—Acércate más, gatita. No intentaré nada, te lo prometo —dijo, su voz grave y reconfortante—. Solo quiero acariciar a nuestro bebé.
Amatista soltó una pequeña risa, divertida pero enternecida a la vez. Dudó por un momento, pero finalmente se giró hacia él, acomodándose de frente. Su rostro estaba a centímetros del suyo, y con un gesto delicado, acarició su mejilla.
—Te extrañé tanto este tiempo lejos —susurró, su voz apenas un murmullo cargado de sinceridad.
Enzo cerró los ojos un instante al sentir su toque, como si sus palabras y caricias fueran un bálsamo para las heridas que no podían verse. Cuando Amatista se inclinó para besarlo, él respondió al gesto con la misma ternura, dejando que la conexión entre ellos hablara más que las palabras.
Sin embargo, fue Enzo quien se separó primero, suspirando con una sonrisa ligera.
—Te prometí que no haría nada, pero no sé si puedo resistirme —bromeó, con un brillo pícaro en sus ojos.
Amatista rio suavemente, negando con la cabeza. —Solo fue un beso, Enzo. Lo mejor será que descansemos.
Enzo asintió, aunque sus ojos seguían fijos en los de ella. Con cuidado, deslizó una mano hacia su vientre, acariciándolo con una ternura que contrastaba con su habitual dureza.
—Descansaré, pero no voy a soltar a ustedes dos —murmuró, apoyando su frente contra la de ella mientras cerraba los ojos, dejando que la cercanía de Amatista y su bebé lo reconfortaran finalmente.
Ambos quedaron en silencio, en una paz frágil pero genuina, dejando que el cansancio del día los envolviera lentamente.